Las costuras de amistad

¿Estamos realmente seguros de que los lazos de parentesco son más importantes que los lazos de amistad? ¿Tenemos la certeza de que, en tiempos de pandemia, es legítimo establecer por decreto que solo los vínculos de sangre pueden justificar los encuentros y la frecuentación de otras personas? Una vez más, la literatura sale al rescate de aquellos que, con toda razón, reivindican la libertad de decidir las prioridades de su mundo afectivo. Los clásicos están repletos de ejemplos en los cuales la amistad, la verdadera, constituye una forma de solidaridad absoluta y esencial, hasta poner incluso la propia vida al servicio del otro. En la épica, solo para recordar algunos casos célebres, las parejas representadas por Aquiles y Patroclo (Ilíada), Euríalo y Niso (Eneida), Cloridano y Medoro (Orlando furioso), además de expresar el coraje del guerrero, exaltan la generosidad de quien no teme desafiar a la muerte para defender al amigo o vengar su muerte.

También en el mundo femenino es posible encontrar una profunda intensidad, de naturaleza distinta. Basta con releer la tierna y dramática historia de Elena (Lenú) y Lila, contada por Elena Ferrante, para comprender que la amistad entre mujeres puede convertirse en una relación simbiótica basada en la unidad del “nosotras” (“Nadie nos entendía, pensaba yo, solamente nosotras dos nos entendíamos. Nosotras, juntas, solo nosotras, sabíamos”). Una relación —entre la solidaridad y la rivalidad, entre el perderse y el reencontrarse— que se revela esencial en la vida de las dos heroínas (“Probaba sobre todo lo fructífero que había sido estudiar y conversar con Lila, tenerla como estímulo y sostén para salir a ese mundo que había fuera del barrio, entre las cosas, las personas, los paisajes y las ideas de los libros”).

Las páginas que Antoine de Saint-Exupéry dedicó a la amistad en el famoso diálogo entre el principito y el zorro del desierto son memorables. Contra las trivializaciones del presente (muchos usuarios de Facebook piensan que la amistad consiste en un simple clic), el sabio animal nos enseña que “crear lazos” significa dedicar tiempo al otro, aprender a “ver con el corazón”, descubrir “el precio de la felicidad”. Solo de esta forma puede suceder aquel milagro que transforma a dos interlocutores, inicialmente extraños entre sí, en dos seres “únicos”: el principito, en efecto, de “muchachito semejante a 100.000 muchachitos” pasa a ser “único en el mundo” para el zorro, de la misma manera que este último, de “zorro semejante a 100.000 zorros”, pasará a ser percibido por el principito como “su” zorro (“Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo”).

Pero el registro puede ser aún más íntimo y conmovedor cuando se pasa de la ficción a experiencia de vida. Michel de Montaigne nos recuerda en Los ensayos que a veces la amistad, en cuanto elección libre del otro, crea lazos incluso más fuertes que aquellos que nos unen a un hermano o a la persona de la que nos hemos enamorado (“en la medida en que son amistades impuestas por la ley y la obligación natural, tienen mucho menos de elección y de libertad voluntaria”). Lejos de los lazos biológicos (no elegimos a los padres o a una hermana) o amorosos (en los que está presente el egoísmo del deseo erótico), la “comunión” de la que se nutre la amistad, escapando a cualquier tipo de ventaja utilitaria, es la máxima expresión de la gratuidad. Las fuerzas impenetrables que unen indisolublemente a dos seres humanos terminan por constituir un “misterio”. Un enigma que Montaigne encierra en una fórmula que explica su profunda amistad con Étienne de La Boétie: “Se mezclan y se combinan entre sí con una fusión tan completa que borran y pierden el rastro de la costura que las unió. Si me preguntan por qué lo amaba, siento que solo puede expresar como respuesta: ‘Porque era él; porque era yo”. Hay, más allá de todo mi discurso, y de todo lo que pueda decir en particular, no sé qué fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta “unión”. La amistad, en definitiva, es como un “vínculo sagrado”, que encuentra su “sustento” en el “diálogo” y en la “comunicación” entre dos personas.

Lo había explicado ya, con palabras conmovedoras, Francisco Petrarca en una carta dirigida en 1363 al humanista Barbato de Sulmona. Al recordar al destinatario su amistad y la distancia que los separa (“unidos por el alma, alejados por el cuerpo”), el poeta se apoya en la fuerza de la imaginación (“nada puede impedir que nos abracemos con la imaginación”) y del corazón para asegurarse de que “ninguno de los dos pasará sin el otro sus días y sus noches, sus fatigas de estudio”. La separación física no separa del todo; hace posible seguir compartiendo incluso los gestos más humildes de la vida cotidiana. Una presencia invisible, en definitiva, te acompaña en la lectura de un libro (“el libro que uno de nosotros tome, el otro lo abrirá; allí donde uno fije la mirada, el otro leerá”), mientras descansas en un prado (“en cualquier parte que uno escoja para sentarse, tendrá al otro como compañero”) o en el acto de conversar (“cada vez que empiece a hablar consigo mismo o con otros, verá a su amigo escuchando atentamente”) o en las más diversas actividades («hagas lo que hagas, estés donde estés, vayas donde vayas, tendrás siempre al amigo a tu lado»). Aunque la amistad haga posible lo imposible, Petrarca sabe bien que ninguna relación virtual puede sustituir al encuentro físico, in praesentia: el amigo, de hecho, espera siempre poder “vencer la dificultad del camino” para “ver tu rostro y oír tu voz”.

Nuccio Ordine es profesor de la Universidad de Calabria.

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