Las cuartas taifas

Preferiría escribir sobre el céfiro manso que se enreda entre los arriates de Medina Azahara; y, si fuera árabe, hacer rebalsar de lágrimas, por el Califato perdido, acequias y albercas y recriminar a los andalusíes, buenos vividores; recordarles a dónde les condujo su inopia individualista, parapetada en el ombligo, sorda y ciega ante lo que les venía encima.

Pero no soy nada de eso, ni estamos en 1031, ni siquiera en los estertores finales de los almohades, cuyos sucesores, las últimas taifas, propiciaron la toma por los castellanos del Valle del Guadalquivir y de Murcia por los aragoneses. Vivimos un país por entero distinto y sin continuidad histórica, emocional ni cultural con aquellas calamidades y quienes las permitieron, aunque, eso sí: sobre la misma tierra (Gracias, Rómulo Gallegos). Una tierra cuya espectacular prosperidad económica ha servido en los últimos treinta años para encubrir la incultura generalizada e incólume (ahora sacralizada con tecnología de consumo), la catástrofe educativa, el centrifuguismo político, tolerado cuando no azuzado, primero por UCD-PSOE y después a manos de PP-PSOE. Llegaban las cuartas taifas y ofrecían la multiplicación de los panes y los peces en presupuestos locales, discrecionalidad y arbitrariedad en inversiones, nombramientos, enchufes y chiringuitos mil, no sólo en Andalucía. Inventaron autonomías donde nunca las hubo (Santander, Logroño, Extremadura, Madrid), entregaron a otras prerrogativas que jamás tuvieron (Vascongadas, Navarra, Galicia, Cataluña). El Carallo Vintenove, el país más rico del mundo, la Arcadia Feliz y sin la monserga de pastoras melancólicas ni rabadanes cursis. Pero como nada se da de balde, sí disfrutamos de las omnipresentes televisiones cantando a todas horas las glorias del sistema autonómico y de sus santos inventores, pero la bondad o maldad de las acciones y omisiones de los políticos se miden por los resultados, no por los panegíricos de palmeros. Así alcanzamos el final del poema, si bien los actores se niegan a admitirlo e insisten en los mismos modos, idénticas añagazas y trapisondas.

Reparen en que la esperanza depositada en Ciudadanos se ha disipado, no sólo por la absorción masiva de un aluvión de arribistas, convertido ese partido en Refugium peccatorum de tránsfugas, una vez perdidas las oportunidades de seguir medrando en sus partidos originarios. Es de mal gusto dar nombres, pero en los últimos días y semanas le cae a Ciudadanos lo mejor de cada casa, incluido un francés que viene dando instrucciones a estos nativos -tan necesitados como están de la Guía que trae el metiche transpirenaico con la Luz de Su Razón- sobre con quién y cómo hay que pactar, equiparando a terroristas y separatistas con quienes defienden la unidad nacional, los símbolos, la jefatura del Estado y, en suma, la Constitución, aunque quieran cambiarla en algún punto sustancial por las vías legales. Yo también quiero. Y muchos más españoles: ¿somos delincuentes por ello y al ostracismo a que nos someten los progres debe añadirse el famoso cordón de los liberales?

Hace unos cuantos meses (aún estaba Rajoy en La Moncloa, si bien por pocos días), hablé con el único dirigente de Ciudadanos que me sugería seriedad, equilibrio y convicción en el mantenimiento de la Nación española. Le pregunté si los cabecillas de su partido eran conscientes de la importancia de su papel ante la gravedad del panorama creado al alimón por los separatistas y el sonambulismo de Rajoy y demás compaña. La pregunta podía parecer ingenua, pero tal vez no lo era y recibí la respuesta, tan esperada y temida: retahíla de recetas y lugares comunes que suelta cualquier político para salir del paso. Nunca dicen nada porque nada tienen que decir. Fuera de la españolidad de Cataluña -lo que no era poco, cuando el gobierno y su partido andaban escondidos- poco pueden ofrecer sino rectificaciones, como hicieron con la ley de prisión permanente revisable: bienvenidos a la cordura. Pero también ellos optan por el enmascaramiento, la disolución entre otras cosas de lo que dicen defender: ¿A qué viene la inclusión de la bandera de Europa en ese ridículo corazoncito que esgrimen? ¿Se habrán percatado de que, hoy por hoy, la enseña azul de las estrellas a muchísimos europeos -sospecho que inmensa mayoría- nos suscita menos emoción que los gallardetes de El Corte Inglés y si nos recuerda algo es la mangancia de la burocracia de Bruselas? ¿Querrán enterarse de que una bandera, para serlo y representar algo, debe tener detrás sangre, abnegación, sufrimientos, alegrías y fracasos comunes, hechos concretos en los que identificarse como pueblo, historia compartida?

Es cierto que la pertenencia orgánica a «Europa» nos facilitó el desarrollo -aunque algunos españoles hubieron de hacer dolorosísimos sacrificios: pregunten a los eternos olvidados, los labriegos; y a los obreros industriales «reconvertidos»- y nos salvó del desastre económico que, minuciosamente y con mimo, urdió Rodríguez Zapatero, dispuesto a dar a la manivela de fabricar dinero, de haber estado en su poder. Es verdad, pero, como sentenció Foxá, usted no tiene fe ni se entusiasma con el sistema métrico decimal, simplemente lo usa. Y menos aún se enamora de él.

Mas volvamos al céfiro, a los arrayanes y al gorjeo de pájaros y fuentes, cabe Guadalquivir ameno o en el vicioso atardecer sobre Sálvora, con el Con do Corvo y As Forcadas enmarcando la postal. Una parte de la realidad. La otra es la conciencia -segura y que todos tenemos- de que de no haber intervenido el Rey, con su discurso del 3 de octubre, en este momento Cataluña sería independiente, con el gobierno de Madrid (el que fuese) implorando de rodillas en Bruselas que admitieran como nuevo miembro de la Unión Europea a los sediciosos y éstos pagarían el regalo cortándonos el tráfico por tierra y jaleando el separatismo en Valencia, Baleares, País Vasco. No es catastrofismo-ficción, basta con mirar el mapa y recordar lo sucedido desde 1976: la rendición del Estado, presentada a bombo y platillo como triaca infalible frente al «nacionalismo» (incluso la palabra «separatismo» desapareció hasta hace cuatro días). Rendición venida con prisa pero sin pausa y aún nos recordaban la pusilanimidad constante, ante el Supremo, dos personajes heroicos: el exministro Zoido, que colgó sobre sus subordinados la responsabilidad de las carguillas contra los alborotadores; y el exdelegado del Gobierno que, de aquella, pidió perdón a los gamberros. La realidad fea, la llegada de Álvar Fáñez para exigir, por las malas, el pago de las parias -incluida la mordida para sí mismo- a ‘Abd Allah az-Zirí, último régulo taifa de Granada. Poco después, irrumpieron los almorávides y se cerró el teatro.

Serafín Fanjul es numerario de la Real Academia de la Historia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *