Las cuentas de la lechera

De un tiempo a esta parte, las consideraciones de carácter económico han venido a ocupar un lugar central en el argumentario del independentismo catalán. Se trata así de llegar a través de la cartera a un segmento importante de la población que sería muy difícil de ganar para la causa a través del corazón. Hasta el momento la estrategia ha funcionado estupendamente ante la incomparecencia del adversario que, una de dos, o ha dado por buena la tesis nacionalista del maltrato económico a Cataluña (como las delegaciones o socios locales de los grandes partidos nacionales), o no se ha molestado en responder a la misma con datos y argumentos (como los sucesivos gobiernos centrales del país).

Últimamente la cosa está llegando a extremos preocupantes. Los medios de comunicación catalanes repiten machaconamente una opinión que se presenta como una verdad casi obvia: que la independencia sería la solución de todos nuestros males —o al menos de los de carácter económico—. Libre por fin de una España que la exprime, una Cataluña “rica y plena” ocuparía su merecido lugar entre las economías más prósperas y saneadas del mundo y podría permitirse al mismo tiempo un estado del bienestar de verdad y menores impuestos. Desaparecerían por arte de magia la crisis y los tan denostados recortes.

Tan optimistas afirmaciones no resisten un análisis crítico. Cuando uno lo examina en detalle, el argumento económico a favor de la independencia tiene la misma consistencia que las cuentas de la lechera.

El punto de partida son los 16.409 millones de euros que supuestamente España roba a Cataluña cada año. La cifra corresponde a la estimación preferida del saldo fiscal de la comunidad en el año 2009 que recientemente ha publicado la Generalitat. Dividiendo esta cifra por la población catalana del mismo año salen 2.195 euros por persona. ¿Os imagináis, pregunta la lechera, la cantidad de cosas que podríamos hacer con ese dinero? ¿Por qué no nos independizamos y nos quedamos con él en vez de compartirlo?

El problema es que el cántaro se rompe en cuanto las cuentas se hacen con un poco de cuidado. Primero porque se calculan mal los beneficios fiscales de la independencia. Y segundo porque una condición necesaria para que tales beneficios lleguen a materializarse es que la secesión no tenga ningún efecto sobre el PIB catalán, lo que parece poco probable. Aquellos que estén considerando subirse al carro nacionalista convencidos de que en una Cataluña independiente ataríamos a los perros con longaniza harían bien en pensárselo dos veces.

Vamos por partes. En primer lugar, el saldo fiscal del que se parte es engañoso. El cálculo preferido por la Generalitat (en base al método del flujo monetario) exagera el déficit fiscal porque solo tiene en cuenta aquellos gastos del Estado en los que el dinero llega físicamente a Cataluña. De acuerdo con las estimaciones de la propia Generalitat (por el método del flujo de beneficio), de aquí habría que sustraer 5.148 millones, que es la parte que corresponde a Cataluña del coste de los servicios generales del Estado que le benefician pero que no se producen físicamente en ella. En esta partida se incluyen entre otras muchas cosas las embajadas españolas, casi todas las bases militares del país y los servicios centrales de los ministerios y de la Agencia Tributaria estatal.

Aunque en estos organismos puede haber algo de grasa prescindible, en general se trata de servicios que una Cataluña independiente tendría que producir de alguna forma por su cuenta —a un coste significativamente mayor que el actual porque en muchos casos hay fuertes economías de escala. Por ejemplo, si Cataluña se conformase con quedarse con representación diplomática en uno de cada tres países donde España la tiene, el coste del servicio exterior imputable a cada ciudadano catalán se multiplicaría por dos con la independencia. Un caso importante es el de la Agencia Tributaria. Una hipotética Hacienda catalana no solo le saldría bastante más cara a los ciudadanos de Cataluña que su parte de la agencia estatal sino que además es muy probable que recaudase bastante menos porque contaría con peor información para detectar el fraude fiscal o para controlar a los grandes contribuyentes (corporativos o individuales) que operan en todo el país.

Intentemos ponerle números medianamente razonables a todo esto. Resulta evidente que los 16.409 millones que airadamente reclama la lechera no son una buena estimación de lo que se ahorrarían los contribuyentes catalanes tras la independencia. Si no imputamos ningún coste adicional en la provisión de servicios hasta ahora comunes, el máximo ahorro fiscal sería de 11.261 millones anuales o un 5,8% del PIB según los cálculos de la propia Generalitat. Pero además hemos de tener en cuenta el previsible aumento en el coste y la menor eficiencia de algunos de estos servicios. Si suponemos que la pérdida de economías de escala eleva estos costes en un 25%, de la estimación original del potencial dividendo fiscal de la independencia tendríamos que deducir 6.435 millones. Si suponemos además que la recaudación en Cataluña de la Agencia Tributaria se reduce en un 5% tras su desmembramiento y que la de la Seguridad Social lo hace en un 1% por el mismo motivo, a la cifra anterior hay que añadirle 1.740 millones en concepto de menores ingresos achacables a la pérdida de eficacia de los principales organismos recaudadores. Tras substraer estas cantidades, la mitad del dividendo se ha evaporado, dejándonos con una ganancia neta máxima de unos 8.200 millones, o un 4,2% del PIB, para las arcas de la Generalitat.

En segundo lugar, hay que considerar los posibles efectos de la independencia sobre la economía catalana. Pongámonos para empezar en la mejor de las situaciones posibles y supongamos que nadie en el resto de España se cabrea y decide mandar al cuerno a sus proveedores catalanes y que Cataluña permanece dentro de la Unión Europea. Aún así, tendríamos una frontera entre Cataluña y el resto de España, que es, con enorme diferencia, su principal cliente. Y las fronteras —incluso sin aranceles— tienen un notable efecto disuasorio sobre el comercio. Según los cálculos preliminares que ha realizado uno de nosotros utilizando un modelo matemático estándar en economía internacional, bajo la hipótesis de que la relación entre los dos nuevos países es tan cercana como la que ahora existe entre España y Portugal, la reducción de los flujos comerciales entre ellos supondría un descenso del PIB catalán del 9%, o más del doble del dividendo fiscal de la independencia.

Todo hace pensar, además, que el escenario descrito en el párrafo anterior pecaría de optimista. El boicot al cava que sufrimos hace unos años no permite augurar un divorcio precisamente cordial. Y la propia Comisión Europea nos ha recordado hace unos días que una Cataluña independiente quedaría en principio fuera del mercado único y del euro, con consecuencias potencialmente desastrosas para su economía, y tendría que solicitar una adhesión a la Unión que exigiría la aprobación unánime de todos sus socios, incluyendo España.

En conclusión, las perspectivas económicas de una hipotética Cataluña independiente no son particularmente brillantes. La secesión comportaría un cierto ahorro fiscal, aunque muy inferior al que anuncian algunos de sus entusiastas. Pero también tendría efectos adversos sobre los flujos comerciales y de inversión que reducirían significativamente el PIB del nuevo estado. Según nuestros cálculos, incluso en el más favorable de los escenarios posibles, los costes serían sustancialmente mayores que los beneficios.

Ángel de la Fuente

De un tiempo a esta parte, las consideraciones de carácter económico han venido a ocupar un lugar central en el argumentario del independentismo catalán. Se trata así de llegar a través de la cartera a un segmento importante de la población que sería muy difícil de ganar para la causa a través del corazón. Hasta el momento la estrategia ha funcionado estupendamente ante la incomparecencia del adversario que, una de dos, o ha dado por buena la tesis nacionalista del maltrato económico a Cataluña (como las delegaciones o socios locales de los grandes partidos nacionales), o no se ha molestado en responder a la misma con datos y argumentos (como los sucesivos gobiernos centrales del país).

Últimamente la cosa está llegando a extremos preocupantes. Los medios de comunicación catalanes repiten machaconamente una opinión que se presenta como una verdad casi obvia: que la independencia sería la solución de todos nuestros males —o al menos de los de carácter económico—. Libre por fin de una España que la exprime, una Cataluña “rica y plena” ocuparía su merecido lugar entre las economías más prósperas y saneadas del mundo y podría permitirse al mismo tiempo un estado del bienestar de verdad y menores impuestos. Desaparecerían por arte de magia la crisis y los tan denostados recortes.

Tan optimistas afirmaciones no resisten un análisis crítico. Cuando uno lo examina en detalle, el argumento económico a favor de la independencia tiene la misma consistencia que las cuentas de la lechera.

El punto de partida son los 16.409 millones de euros que supuestamente España roba a Cataluña cada año. La cifra corresponde a la estimación preferida del saldo fiscal de la comunidad en el año 2009 que recientemente ha publicado la Generalitat. Dividiendo esta cifra por la población catalana del mismo año salen 2.195 euros por persona. ¿Os imagináis, pregunta la lechera, la cantidad de cosas que podríamos hacer con ese dinero? ¿Por qué no nos independizamos y nos quedamos con él en vez de compartirlo?

El problema es que el cántaro se rompe en cuanto las cuentas se hacen con un poco de cuidado. Primero porque se calculan mal los beneficios fiscales de la independencia. Y segundo porque una condición necesaria para que tales beneficios lleguen a materializarse es que la secesión no tenga ningún efecto sobre el PIB catalán, lo que parece poco probable. Aquellos que estén considerando subirse al carro nacionalista convencidos de que en una Cataluña independiente ataríamos a los perros con longaniza harían bien en pensárselo dos veces.

Vamos por partes. En primer lugar, el saldo fiscal del que se parte es engañoso. El cálculo preferido por la Generalitat (en base al método del flujo monetario) exagera el déficit fiscal porque solo tiene en cuenta aquellos gastos del Estado en los que el dinero llega físicamente a Cataluña. De acuerdo con las estimaciones de la propia Generalitat (por el método del flujo de beneficio), de aquí habría que sustraer 5.148 millones, que es la parte que corresponde a Cataluña del coste de los servicios generales del Estado que le benefician pero que no se producen físicamente en ella. En esta partida se incluyen entre otras muchas cosas las embajadas españolas, casi todas las bases militares del país y los servicios centrales de los ministerios y de la Agencia Tributaria estatal.

Aunque en estos organismos puede haber algo de grasa prescindible, en general se trata de servicios que una Cataluña independiente tendría que producir de alguna forma por su cuenta —a un coste significativamente mayor que el actual porque en muchos casos hay fuertes economías de escala. Por ejemplo, si Cataluña se conformase con quedarse con representación diplomática en uno de cada tres países donde España la tiene, el coste del servicio exterior imputable a cada ciudadano catalán se multiplicaría por dos con la independencia. Un caso importante es el de la Agencia Tributaria. Una hipotética Hacienda catalana no solo le saldría bastante más cara a los ciudadanos de Cataluña que su parte de la agencia estatal sino que además es muy probable que recaudase bastante menos porque contaría con peor información para detectar el fraude fiscal o para controlar a los grandes contribuyentes (corporativos o individuales) que operan en todo el país.

Intentemos ponerle números medianamente razonables a todo esto. Resulta evidente que los 16.409 millones que airadamente reclama la lechera no son una buena estimación de lo que se ahorrarían los contribuyentes catalanes tras la independencia. Si no imputamos ningún coste adicional en la provisión de servicios hasta ahora comunes, el máximo ahorro fiscal sería de 11.261 millones anuales o un 5,8% del PIB según los cálculos de la propia Generalitat. Pero además hemos de tener en cuenta el previsible aumento en el coste y la menor eficiencia de algunos de estos servicios. Si suponemos que la pérdida de economías de escala eleva estos costes en un 25%, de la estimación original del potencial dividendo fiscal de la independencia tendríamos que deducir 6.435 millones. Si suponemos además que la recaudación en Cataluña de la Agencia Tributaria se reduce en un 5% tras su desmembramiento y que la de la Seguridad Social lo hace en un 1% por el mismo motivo, a la cifra anterior hay que añadirle 1.740 millones en concepto de menores ingresos achacables a la pérdida de eficacia de los principales organismos recaudadores. Tras substraer estas cantidades, la mitad del dividendo se ha evaporado, dejándonos con una ganancia neta máxima de unos 8.200 millones, o un 4,2% del PIB, para las arcas de la Generalitat.

En segundo lugar, hay que considerar los posibles efectos de la independencia sobre la economía catalana. Pongámonos para empezar en la mejor de las situaciones posibles y supongamos que nadie en el resto de España se cabrea y decide mandar al cuerno a sus proveedores catalanes y que Cataluña permanece dentro de la Unión Europea. Aún así, tendríamos una frontera entre Cataluña y el resto de España, que es, con enorme diferencia, su principal cliente. Y las fronteras —incluso sin aranceles— tienen un notable efecto disuasorio sobre el comercio. Según los cálculos preliminares que ha realizado uno de nosotros utilizando un modelo matemático estándar en economía internacional, bajo la hipótesis de que la relación entre los dos nuevos países es tan cercana como la que ahora existe entre España y Portugal, la reducción de los flujos comerciales entre ellos supondría un descenso del PIB catalán del 9%, o más del doble del dividendo fiscal de la independencia.

Todo hace pensar, además, que el escenario descrito en el párrafo anterior pecaría de optimista. El boicot al cava que sufrimos hace unos años no permite augurar un divorcio precisamente cordial. Y la propia Comisión Europea nos ha recordado hace unos días que una Cataluña independiente quedaría en principio fuera del mercado único y del euro, con consecuencias potencialmente desastrosas para su economía, y tendría que solicitar una adhesión a la Unión que exigiría la aprobación unánime de todos sus socios, incluyendo España.

En conclusión, las perspectivas económicas de una hipotética Cataluña independiente no son particularmente brillantes. La secesión comportaría un cierto ahorro fiscal, aunque muy inferior al que anuncian algunos de sus entusiastas. Pero también tendría efectos adversos sobre los flujos comerciales y de inversión que reducirían significativamente el PIB del nuevo estado. Según nuestros cálculos, incluso en el más favorable de los escenarios posibles, los costes serían sustancialmente mayores que los beneficios.

Ángel de la Fuente es investigador en el Instituto de Análisis Económico, CSIC, y Sevi Rodríguez Mora es profesor de Economía en la Universidad de Edimburgo.

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