Las cuevas de Napoleón y los 40 ladrones

Periódicamente leemos que el Gobierno griego (si es que merece tal nombre) exige la devolución de los mármoles que Lord Elgin robó del Partenón y hoy son la gloria del British Museum. Es una disputa estupenda, ya que esos mármoles son tan de los actuales griegos como las terracotas precolombinas lo son de los mexicanos actuales. El comprensible deseo de que las obras de arte regresen a su lugar de origen tenía sentido cuando esos lugares existían, pero en nuestros días no regresarían a ningún lugar originario, sino que se trasladarían de un museo a otro. De modo que es una mera cuestión de narcisismo nacional.

De otra parte, como se está viendo en la reyerta entre Aragón y Catalunya por cuatro vírgenes y dos cristos, la devolución del latrocinio es asunto enconado. La cuádriga que Napoleón robó de Venecia fue devuelta tras su derrota, pero los italianos no la han devuelto a los turcos, que son sus propietarios originales. Así que estamos hablando de tráfico entre museos y no de otra cosa.

Porque el causante de todo es el museo, invento que tiene poco más de 200 años, pero que está tan hincado en las honduras de la mentalidad burguesa que nos parece una institución eterna. A pesar de haberse debilitado hasta tener que dedicar vergonzosos espacios a la mercadería de ínfima calidad, los museos siguen siendo centros sagrados de la política burguesa y no hay ciudad capaz de prescindir del suyo.
Empleo a conciencia el término política burguesa, porque nuestra sociedad ya no lo es. La sociedad tecnificada y masiva tiene otros rasgos, pero el establecimiento político continúa aferrado a los lugares comunes del siglo XIX.
Si hoy en día el museo se transforma en un espectáculo como el Guggenheim, es justamente porque no tiene ya sentido fuera del líquido amniótico burgués. El museo, por si fuera poco, es hijo del terror, y fue el Gobierno burgués revolucionario el que abrió, en el palacio del Louvre, el primer museo de la historia un 10 de agosto de 1793. Era el año I de la Revolución.
Sin embargo, el verdadero inventor del museo moderno fue Napoleón, el cual intuyó que aquellos serían los templos de la religión nacional burguesa. Entre 1803 y 1814 el Louvre se llamó Museo Napoleón, muy apropiadamente porque él fue quien lo enriqueció desmedidamente según iba robando toneladas de piezas en los países que conquistaba mientras corría hacia la corona imperial. Comprendió muy pronto que las naciones no tendrían otra capacidad de identificarse que por medio de eso que ahora llamamos «cultura» y que en el Antiguo Régimen carecía de importancia. Siempre se había valorado el botín de guerra, es natural, pero por su peso en oro o su calidad, en tanto que ahora se valoraba como alma de la nación conquistada. En los museos del Ejército yacían las banderas de la vencida nobleza europea, y en el Louvre, su espíritu.
Comenta Peter Brooks en un reciente artículo el rotundo acierto de Napoleón cuando nombró como primer director de los museos de Francia a Dominique-Vivant Denon. Es este caballero un hombre de excepcional inteligencia, coraje físico y simpatía personal. Tengo para mí que fue, además, el primer aventurero cultural. En 1798, se lo llevó Napoleón consigo a la campaña de Egipto, junto con un pelotón de expertos dibujantes, ingenieros y grabadores. Los álbumes de estos artistas (han sobrevivido muy pocos) son todavía hoy uno de los tesoros más preciosos de la bibliofília.
Denon tenía entonces más de 50 años, pero siempre se mantuvo en primera línea de fuego, dibujando cuanto veía desde la montura de su caballo. Despuntaba el siglo XIX, pero esta figura de aventurero que se juega la vida por un chispazo artístico o una batalla sublime, es ya francamente romántica. Y no es el único rasgo. También fue Denon el primero en prestar atención a lo que medio siglo más tarde los estetas británicos llamarían el arte prerrafaelista. Hasta entonces nadie había tenido en tan alta consideración a góticos como los hermanos Pisano, Lorenzetti, Giotto y Cimabue. Eran estos considerados artistas toscos y bárbaros. Denon se dedicó a robar cuanto «primitivo italiano» se iba encontrando al paso de los batallones durante la campaña de Italia.

Esto es admirable, como lo es que inventara una historia del arte pragmática (nada que ver con el idealismo de Johann Joachim Winckelmann) al disponer los cuadros por escuelas y no por su valor como objeto. La galería de pinturas aristocrática había sido, hasta entonces, un seguido de muros tapizados con cuadros de suelo a techo, como aún puede verse en la Galería Colonna de Roma. Denon inventó el modo de ver moderno.
En nuestros días, los museos ya no compiten con los templos, sino con los polideportivos. Tampoco creo que ningún director actual quisiera exponerse en primera línea de fuego para ver la esfinge de Gizé. Pero es que Vivant Denon, como Napoleón, no era solo un ciudadano, era «historia en movimiento».

Félix de Azúa, escritor.