Las cuitas de la verdad

Siento que estamos ante una clamorosa necesidad de recuperar para la vida personal y social la verdad en lo que se dice y también en lo que se hace. Desde luego las dificultades para la verdad no son una novedad en la historia humana, sí los medios tecnológicos que hoy les dan resonancia a las mentiras y a las medias-verdades. También me parece bastante novedosa la falta de pudor al tergiversar los hechos o de decir un día una cosa y al siguiente la contraria. No me refiero a la diversidad legítima de interpretaciones o de perspectivas ante una situación compleja, sino a la traición consciente de la veracidad, a la falsificación pretendida de los hechos o al hacer lo contrario al bien. Cuando se pone tan a flor de piel que la verdad importa poco y vale apenas nada, va generándose un clima de desconfianza que refuerza el «sálvese quien pueda» y retrae de cualquier esfuerzo solidario por el bien común.

A primera vista relativizar la verdad parece curar la ansiedad, sin embargo, siempre acaba agudizándola, porque cuando sufre la verdad padecen la libertad y la justicia. Si es irrebatible que no existe moral sin libertad, no lo es menos que seguir la verdad se erige para cada persona en obligación moral una vez (re)conocida. Entre la libertad y la verdad se establece un nexo sagrado donde habita la conciencia. Cuando ese nexo se rompe polarizándose unilateralmente hacia la libertad o la verdad, los efectos son fatales para la ética: surgen éticas que propenden hacia una «libertad sin verdad» y otras hacia una «verdad sin libertad». Pero necesitamos ambas; la persona necesita tanto verdad como libertad, y lo mismo el conjunto de la sociedad. Por eso no me parece exagerado decir que la ruptura de ese vínculo entre libertad-verdad se halla entre las fuentes principales de las tensiones que recorren la crisis moral que afecta a nuestras sociedades, y cuyas consecuencias son perceptibles a distintos niveles de la vida.

Las cuitas de la verdadHoy como ayer, ese vínculo lo destruyen los sectarismos y fanatismos (expresiones de «verdad sin libertad»), sean ideológicos, políticos o religiosos, y deriva en la coacción y el rechazo del diferente; en casos extremos produce terror. Pero también lo rompen las distintas versiones de emotivismo moral relativista e individualista («libertad sin verdad»), donde cada cual crea los valores y la verdad pasa a ser lo que a cada cual le parezca subjetivamente preferible. Así procede la construcción posmoderna de la verdad cuya resonancia es potenciada por las tecnologías digitales.

Se habla de la amenaza «posfactual» a la democracia para expresar el poder de los sentimientos y emociones frente a los hechos, y para nombrarlo ha tenido éxito el eufemismo «posverdad». Son palabras que se han incorporado a nuestro vocabulario. Echar mano de un vocablo de moda viene a ser como expedirle licencia para formar parte habitual de nuestras vidas. Pero siento ser impertinente por recordar que esos términos expresan la triste realidad de cómo en el debate político el arte de mentir está socavando los cimientos de la democracia. Es un revival de sofistas, pero ya no maestros en discusiones filosóficas interminables, sino expertos en colocar mensajes a través de las tecnologías de la información y la comunicación, en sacar «tajada» a través de tuits más o menos ingeniosos. Afirmaciones falsas o incompletas, bien aderezadas y debidamente difundidas por las redes conforman opiniones públicas, crean sospechas, levantan cortinas de humo o contaminan resultados electorales.

No nos cansemos de enfatizar que la verdad es esencial en la política; verdad como veracidad y también como búsqueda íntegra del bien posible para la comunidad; ese bien común del «todos nosotros», individuos, familias y grupos intermedios unidos en la comunidad social. El bien común no logrará la perfección, pero siempre se esfuerza por dirigirse, paso a paso, hacia el mayor bien posible. No es un bien que se busque por sí mismo, sino para las personas que integran la comunidad. Y más que adaptarse a las preferencias individuales/grupales, proporciona criterios para evaluar tales preferencias.

Claro que en la praxis política un «procedimiento argumentativo sensible a la verdad» (Habermas) se ve como extremadamente difícil, pues sus principales actores tienen como uno de sus objetivos primarios la consecución de votos, siendo la vía más directa para lograrlos satisfacer intereses particulares, a veces camuflados como intereses del conjunto (especialidad del populismo). Sabemos por dolorosa experiencia cuán complicado se torna, en la maraña de intereses particulares y de cómo se sitúan los actores políticos ante ellos, (re)encontrar acuerdos para evitar derivas injustas de algunas leyes o políticas.

Está tan deteriorado el valor de la verdad que la desfachatez tiene barra libre. Para muestra un botón: los sucesivos relatos del ministro Ábalos en su «alta misión» en Barajas. Ni siquiera hay que cuidar la apariencia de verosimilitud de lo que se cuenta, ni siquiera se aspira a confeccionar un buen relato para persuadir. Es pavoroso el uso puramente formalista de las palabras que da rienda suelta a concebir la política como puro y duro manejo de poder, situando a quien lo detenta por encima de la verdad y la justicia. Se trata de un poder hoy efímero que debe ser aprovechado mientras dura, y lo probable es que no dure mucho.

Hay otro campo de mayor complejidad filosófica en que también aparece el valor de la verdad: el del reconocimiento y respeto de «los mínimos antropológicos» o los valores universales de lo humano sobre los cuales se asientan los derechos humanos, actualmente minados por una eficaz combinación entre posmodernismo y tecnologización. Sobre esta verdad de lo humanum que sostiene la dignidad -también al final de la vida- en contra de lo que a veces se dice, la Iglesia no pretende tener el monopolio de la respuesta. Ella sabe que la verdad es universal y accesible a toda persona, de cualquier raza, cultura o religión. Aún más, la Iglesia sabe que se precisa la participación dialógica de todas las cosmovisiones e ideologías para defenderla y promoverla. Dios creó al ser humano con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón, de ahí que no sea «la irracionalidad, sino el afán de verdad lo que promueve la fe cristiana», como en una homilía explicó Benedicto XVI en Cuba.

En fin, he querido advertir sobre el enorme riesgo de perder la voluntad de verdad y de lo mucho que nos va en ello, ya que, cuando se «renuncia a la distinción entre lo que es verdadero y lo que es falso, entonces el espíritu enferma» (Guardini). ¡Cuánto deseo que todo lo anterior sea solo aprensión mía...!

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia de Comillas.

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