Las cunetas de nuestra memoria

Ahora que se acerca el invierno, se lleva el cinismo con manga larga. Esta temporada de la moda otoño-invierno me tiene en desazón completa. Como por deformación profesional uno tiende al masoquismo, no acabo de encontrar la fórmula periodística idónea para hablar de la memoria. Me he resistido a hacerlo desde hace ya muchas semanas, pero es inevitable cuando uno abre los diarios todas las mañanas - excluyo, por alérgico, las tertulias radiotelevisivas; hozadero de gorrinos y pasto preferencial para ciudadanos perezosos- y se encuentra con leyes sobre la memoria histórica y su aplicación, en sus infinitas variantes, de las que escojo una que me es especialmente dolorosa: las cunetas y los fusilamientos a la vera del camino.

Eso que nosotros hemos definido con una de las metáforas más brutales de la historia. Durante muchos años, en España, la palabra paseo no indicaba como en Heidelberg un camino propenso a la filosofía, ni como en París o Berlín que evoca grandes avenidas con tilos y hojarasca. Ni siquiera como en Niza, el llamado de los Ingleses, que contagió todo el norte de España y parte del Mediterráneo llenándolo de tamarindos. Ni tampoco aquellos plátanos que daban profundidad a las entradas de los pueblos, hoy sajados sin remisión porque constituían un peligro para los conductores borrachos. España es sin duda el único lugar del mundo donde pasear a alguien significaba liquidarle.

¿Qué está ocurriendo en este país para que ahora, setenta años después de la derrota y el crimen y la cruzada y el imperio, aparezcan los nietos reivindicando el inapelable derecho de la tribu a enterrar a sus muertos? ¿Qué está pasando para que agudos juristas institucionales, de mi edad o mayores, abran "diligencias judiciales para averiguar la verdad" de nuestra posguerra incivil? Incluso se alcanza la voluta del esperpento al leer que "las familias de los desaparecidos de la guerra (civil, se entiende) piden una disculpa del Estado". No entiendo nada, lo reconozco. Y quizá lo diga por esa coquetería que otorga la ignorancia, según la cual si no lo entiendo no lo juzgo. Y la verdad es que en el fondo quizá lo tenga muy claro, y sea cierta capacidad de indignación ante la impostura la que me lleva a distanciarme, y a demorar lo más posible un artículo que no me gusta escribir, y que hago con tanta irritación como desgana, pero que no puedo evitar porque uno está aquí para eso. Para ver ese pase de modelos otoño-invierno que inevitablemente trae un a modo de cinismo, con manga larga.

He contemplado con estupor a dos damas jóvenes en un informativo de la televisión pidiendo justicia para su abuelo que murió posiblemente envenenado junto a muchos otros en una cárcel andaluza y que fue enterrado en los pasillos que rodean la tumba de Manolete, porque lo dijo su abuela que lo vio todo escondida detrás de los matojos. Ahí es nada, Manolete que murió en Linares y el terrible año del 47. ¿Quién les puede reprochar a estas nietas haber salido ahora del chiquero para afrontar un pasado del que probablemente no sepan casi nada? Esta rebelión de los nietos tiene un alcance largo, bastante más largo de lo que damos a entender en nuestros manidos análisis. Porque la primera pregunta que aparece es ¿dónde estaban los padres de esos nietos, dónde los hijos de esos abuelos? Las primeras elecciones democráticas se celebraron el 15 de junio de 1977, y el Partido Socialista consiguió una mayoría absoluta para gobernar a placer en octubre de 1982. ¿Nadie levantó el dedo para preguntar? Me acuerdo de que en abril de aquel 77 exultante, meses antes de la convocatoria a las urnas, algunos sacamos historias terribles que ahora parecen descubrimientos flamantes. Las trece rosas asesinadas en Madrid, donde tan importante papel desempeñó el superpolicía Roberto Conesa, un criminal cargadito de medallas al mérito policial, al que cantaron loas los ministros del Interior, entre los cuales recuerdo muy bien a Rodolfo Martín Villa, actual presidente o algo así del grupo mediático más importante de España. Y el policía Urraca, que acaban de descubrir en Catalunya porque ejerció de torturador del president Companys, del que hay un centón de textos desde 1981, gracias a los archivos del PNV, que algunos pudimos consultar en el mismo local parisino donde el siniestro Urraca - ¡cuántas veces los apellidos ayudan a conocer a las personas!- trabajó como responsable de los servicios franquistas en la Francia colaboracionista de Vichy.

Lo terrible de estas historias recién descubiertas por los nietos es que dejen en patético lugar a sus padres. ¿Desde 1977 hasta hoy y no hicieron nada? O lo hicieron y no llegaron a nada. Pero de seguro que votaron al PSOE en octubre de 1982, y que lo hicieron también por ese último rescoldo de la memoria humillada. ¿Y qué? ¿No pasó nada? ¿No les hicieron caso? A lo mejor ni lo intentaron, porque la memoria en ocasiones es la más humillante de las referencias. Recuerdo el insólito y valiente caso de Hilda Farfante, aquella mujer ya mayor que pudo hacerles a sus padres, vilmente asesinados por los franquistas, el homenaje que se merecían como dobles maestros que habían sido; en su profesión y en la vida. Sucedió en diciembre del 2001 y aún me acongojo al recordarlo. Me hubiera gustado estar allí para escuchar ese desgarrón en forma de grito con que la hija homenajeó a sus padres. No sólo tenía sentido sino también todo lo demás; dignidad, voluntad y decencia.

Todos los años, en una fecha que era suya pero que se escapa a mi memoria, mi madre me llevaba al cementerio católico de San Pedro de los Arcos, en Oviedo, un lugar precioso con unas vistas espléndidas junto al Naranco, que también sirvió a nuestra agreste infancia. Lo he contado ya alguna vez, pero resulta obligado repetirlo. Tras cumplir con el ritual de oficio en el camposanto de los buenos, mi madre me enviaba a la casa del párroco, vecina a la iglesia, para que me dejara la llave del cementerio civil. Era de esas grandes y pesadas, y servía para abrir una verja herrumbrosa a la que se entraba con notable dificultad por el abandono total en el que llevaba desde siempre. Recuerdo muy bien aquel cementerio, con inscripciones para mí crípticas. Mi madre no decía absolutamente nada. Los niños entonces no preguntábamos; nos habían escarmentado después de un par de experiencias. Con un gesto de la mano, mi madre me indicaba que fuera echando el ramo de flores por entre los pasillos de las tumbas, al buen tuntún. Se tenía la creencia de que allí habían sido enterrados los fusilados en las primeras tandas de republicanos; entre ellos Guillermo Suárez Menéndez, de 18 años.

Ahora sobre aquel terreno que fue cementerio hay un colegio público. ¿Qué sentido tendría buscar sus restos? ¿Para enterrarlos en sagrado? Sería un sarcasmo, ofensivo en primer lugar para los muertos, que cayeron a golpes de fusil y de hisopo, porque los condenó tanto el Régimen como la Iglesia, inseparables por más que hoy hagan esfuerzos por ocultarlo. Todo el mundo está en su derecho de enterrar a los suyos. Es tan viejo y tan cruel como la historia de Antígona. Pero han pasado setenta años y Antígona era la hermana y lo conocía vivo y quería verlo enterrado. Pero nosotros ¿qué hacemos con los huesos? ¿Acaso pensamos que esos son sus restos? Sus restos están en nosotros y no hay urna funeraria que los atesore mejor.

Por eso entiendo tan bien la actitud de los descendientes de García Lorca y su prevención ante el circo que se prepara. Sabremos si fueron tres balas o cuatro, si le dieron en el culo o en la cabeza. ¿Y qué? ¿Añade algo al crimen? ¿Acaso sabremos más sobre sus asesinos? La paradoja está ahí. De un lado nos permiten extraer los restos ya fosilizados de nuestros muertos, pero no podremos dar ni un paso hacia la denuncia de sus ejecutores. Lo sabe muy bien Garzón, que aspira a decir la última palabra sobre la Guerra Civil y la posguerra y la represión del franquismo. Somos gente peculiar, por decirlo con palabras benignas; confiamos en un fantasma exhibicionista, de los que se jactan de ver amanecer sin reseñar el precio para algo tan obvio como defender la memoria. Entre la memoria de Garzón y la de los míos, media un abismo; la decencia.

Gregorio Morán