Las democracias latinoamericanas, hoy

Por Liébano Sáenz, ex secretario de la Presidencia mexicana durante el mandato de Ernesto Zedillo (EL PAÍS, 07/11/05):

Concluida en América Latina lo que Samuel Huntington llamaría la tercera ola de democratización, en la opinión pública del continente prevalecen sentimientos encontrados. Si bien en toda la región se efectúan comicios legales, de manera regular y con el aval de instituciones legales y legítimas, hay un cierto escepticismo sobre la funcionalidad del arreglo democrático en términos de la eficacia de la forma de gobierno para resolver los grandes problemas de pobreza, educación, salud, infraestructura, narcotráfico, viabilidad estructural, en suma, de la mayoría de los Estados latinoamericanos.

El electorado latinoamericano depositó demasiadas esperanzas en una forma de gobierno, o quizá ha habido un rezago en la revisión y actualización de las instituciones y procedimientos del régimen político, la mayoría de ellos presidencialistas y casi todos federales con diferentes modalidades de operación. Una primera conclusión es que hubo expectativas infundadas sobre las virtudes del instrumento de elección del gobernante, es decir, la forma democrática, el voto universal y directo para el relevo periódico de la representación nacional y del jefe del Ejecutivo.

La realidad de la mayoría de las presidencias latinoamericanas es que oscilan entre la tentación populista y autoritaria, limítrofe de la legalidad, con un cierto grado de parálisis derivada de la observancia del acotamiento de la legalidad formal en el ejercicio del poder público. De tal manera, la actualización y la modernización del sistema político en su conjunto quedan truncadas en el solo cumplimiento de un método de intervención colectiva que determina la forma de gobierno, pero no la eficacia de operación del Gobierno, ni mucho menos el contenido de las políticas públicas, dado que el sistema de representación hace uso de un mandato general y abstracto, sin la especificidad que alcanza la representación política en sociedades que, por su avance económico y social, tienen una cohesión y un consenso amplio y genérico, a diferencia de las sociedades latinoamericanas, profundamente segmentadas en términos económicos, regionales y étnicos.

Esa segmentación se traduce en sistemas de partidos políticos fragmentados y relativamente inestables, a diferencia de lo que ocurre en economías avanzadas que propician un bipartidismo de baja ideologización y proclives al compromiso, dado el caso de la alternancia frecuente y la permanencia de las élites. En América Latina, la fragmentación de un sistema de partidos da lugar a una dispersión del poder dentro de cada uno de los poderes y en la interacción de éstos entre sí, dificultando el acuerdo.

La certidumbre que va arraigando en la opinión pública respecto de la regularidad de procesos democráticos, en un contexto de profundas desigualdades de toda índole, ha traído una consecuencia de alguna manera paradójica: esa certidumbre de la celebración periódica de comicios ha llevado a que los ejecutivos y la representación nacional se desempeñen en función de la rentabilidad electoral de sus acciones con los comicios que siguen a la vista, en un conjunto de decisiones que han incorporado de manera gradual en decisiones políticas un elemento de preeminencia por el corto plazo, lo que agudiza la agenda de los problemas y se traduce en una atmósfera de desencuentro y enfrentamiento político entre los presidentes y los órganos de la representación nacional y dentro de los congresos. En algunos casos, habría que agregar a esta panorámica la dispersión de enfoques y registros partidarios en los poderes locales de los Estados federales en el continente.

La forma de gobierno no se da en el vacío. La democracia latinoamericana opera en un marco de profunda concentración económica, en algunos casos privada y en otros paraestatal, que condiciona seriamente las orientaciones y las prioridades de las agendas políticas de los principales actores del sistema. Se genera de este modo un círculo vicioso en el que se refuerzan la concentración económica y su limitada diversificación, al mismo tiempo que se relegan a plazo indefinido las respuestas a los fenómenos de estructura que pudieran modificar los perfiles económicos y sociales de la región. Se estimula la concentración de largo plazo y los grandes problemas nacionales se atienden con medidas de carácter coyuntural, a veces inmediatistas, con baja incidencia en un horizonte de tiempo más amplio.

Además, en América Latina, como en el resto del mundo, tampoco se le dio una salida constructiva al vacío ideológico que provocó la caída del muro de Berlín. No hay que olvidar que la izquierda formó parte durante muchos años de la utopía política americana y que en los casos en los que no hizo uso de la violencia era un referente de cambio social. El colapso ideológico y el sobreúso de los modelos económicos han dificultado la profundización en modelos de desarrollo económico con una aportación nacionalista más importante. Creando unas sociedades política y socialmente desorientadas y económicamente alienadas con modelos que muchas veces ignoraban la esencia de esos países.

La forma de gobierno democrático, que ya ha prevalecido en América por el tiempo aproximado de una generación, corre riesgos si se le adjudican los fracasos relativos de los gobiernos en la implantación de reformas económicas y sociales de carácter estructural, si no se da un paso más adelante y que tendría que ser una reforma de segunda generación que trascienda el mero establecimiento de procedimientos electorales y entre a una generación de reformas parciales y simultáneas de las instituciones y procesos de los órganos de la gobernabilidad, básicamente los tres poderes, el sistema de partidos y los medios de comunicación. Una etapa de reinstitucionalización de los regímenes políticos presidencialistas en América Latina pasa necesariamente por una estrategia de modernización y profesionalización del poder legislativo: agendas de trabajo multianuales en los congresos, que sean operadas por una burocracia experta, cuya permanencia no esté sujeta al natural vaivén de la composición congresional originada en los comicios periódicos. El tema es de especial importancia sobre todo en materia económica, ya que los cambios que anualmente se incorporan en las políticas públicas deberían contemplarse en una perspectiva de largo plazo, considerando el tiempo de maduración de los ajustes y sus periodos de incidencia.

Una revisión a fondo de los poderes judiciales hace el piso mínimo de la pertinencia de la forma democrática de gobierno: igualdad ante la ley, certeza jurídica, justicia pronta y expedita, claridad en cuanto a derechos de propiedad y transacciones, credibilidad pública en el fallo judicial como último recurso. Imposible ignorar en este tema el crimen organizado. El continente está seriamente amenazado desde el terrorismo hasta el narcotráfico a gran escala, el trasiego de armas, bandas internacionales de traslado de indocumentados y de mercancías, piratería de todo tipo y violaciones graves a la propiedad intelectual. Existe impunidad y ésta pasa por muchos tribunales y la incompetencia, por decir lo menos, de algunos cuerpos de seguridad pública. Poner el acento en la corrección a estos males es precondición de una democracia de resultados.

Otro tema inaplazable en su tratamiento es el de los medios de comunicación. Su desarrollo los ha convertido en un factor crucial para procesos electorales y en general para el mantenimiento de la estabilidad política y la creación de consensos sociales ampliados. En la mayoría de los países de América Latina, así como ha habido avances en cuanto a la libertad de expresión, aun cuando distintos formadores de opinión pública han sido en algunos casos perseguidos y atacados, también es indispensable que exista en paralelo una creciente conciencia de la responsabilidad en la propiedad y en la conducción de los grandes medios de comunicación. Una revisión completa del marco legal que permite su funcionamiento tiene que ser garantía de una libertad pública esencial, al mismo tiempo que se reconozca la importancia de su papel en el enriquecimiento democrático de los países del área y que los haga factor de consolidación de una forma de gobierno y de un método imparcial de determinación de la agenda colectiva y de rendición de cuentas de la autoridad gubernamental.

Terminada casi una generación de democracia en América Latina, etapa en la cual fue fundamental la construcción de un sistema de partidos y la apertura de opciones institucionales al mercado electoral, parece ser tiempo de revisar las condiciones de incorporación de las diferentes formaciones políticas al sistema. Tal vez sea necesario repensar los requisitos de ingreso de nuevas instituciones, así como las obligaciones de cumplimiento legal y de metas electorales para la permanencia de las distintas organizaciones dentro del sistema.

La democracia en América Latina funciona. Lo que hay que poner en marcha es a los gobiernos y a las instituciones que le dan vida diaria a esa forma colectiva de decidir su destino colectivo.