Las democracias vuelven a la guerra

Una de las inumerales consecuencias positivas de la extensión del sufragio universal ha sido la de evitar -o al menos limitar- guerras temerarias, injustas e innecesarias y proteger las democracias. Lógicamente, las masas, que al fin y al cabo siempre son las víctimas de las guerras, no estaban dispuestas a apoyarlas salvo en caso de necesidad innegable y es lógico que ante la posibilidad de elegir a sus líderes, se decantaran por los más pacíficos. Además, la aparición y desarrollo del voto femenino añadió otro motivo para que la sociedad apostara por la paz: el instinto materno de cuidar a los varones de la familia y de resistir a los líderes que querían sacrificarlos en los altares de la guerra. La experiencia ha demostrado que cuando las élites del poder se dedicaron a declarar guerras injustificables, los votantes les echaron.

Las democracias vuelven a la guerraPero ahora nos encontramos ante una tremenda paradoja. Hay que reconocer que hay un asunto en el que la sociedad ha avanzado sustancialmente en los últimos 30 o 40 años: el desarrollo de las democracias y, por tanto, la ampliación del sufragio universal. Pero a la vez se han multiplicado las guerras. Desde los años 70, cuando cayeron las últimas dictaduras de Europa occidental, pasando por los 90, con la llegada de regímenes democráticos a la antigua zona de influencia soviética, América Latina y varios países de Asia, hasta el día de hoy, cuando atisbamos la apertura política incluso en algunas partes del mundo árabe, la democratización ha remodelado y, sin duda, mejorado el mundo. Pero contrariamente a lo que se podría suponer, este proceso no ha conseguido frenar la proliferación de las guerras, que se declaran cada vez con más frivolidad.

Las democracias se han involucrado en actividades bélicas y juegan un papel cada vez más incontrolado. Hasta los regímenes más estables del mundo, como Estados Unidos y el Reino Unido, han iniciado guerras que carecen de cualquier motivo racional -ni lógico, ni moral, ni práctico- y que, en los casos de Irak y Afganistán, están teniendo unas consecuencias desastrosas. En definitiva, parece que las democracias son tan fáciles de engañar como cualquier régimen despótico. Los estamos viendo en estas semanas en Libia. Una alianza que engloba a algunos de los países más democráticos del mundo interviene en otra guerra más -quizá de forma más justificada, es cierto- sin calcular las consecuencias. La antigua proposición de que la democracia nos inmunizará contra las guerras resulta una ilusión. ¿Por qué?

Hasta cierto punto, influyen cambios tecnológicos. Se ha abierto de nuevo una enorme discrepancia -una asimetría, como dicen los especialistas en estrategia militar- entre la capacidad destructora de los países técnicamente avanzados y el resto. La situación actual se parece a la del siglo XIX, cuando las potencias industrializadas se podían aventurar a conquistar el resto del mundo sin correr grandes riesgos de acabar vencidas. Los iraquíes, en fin de cuentas, no tenían armas de destrucción masiva, pero sí las tenían las fuerzas invasoras. Estados Unidos puede invadir a Somalia, o Afganistán o Irak sin ninguna garantía de ganar pero con la seguridad de no poder perder. En cambio, donde la asimetría no es tanta, como vemos en los casos de Irán o Corea del Norte, no se atreve.

Luego intervienen los efectos corrosivos de las nuevas tecnologías en la sensibilidad humana, una sensibilidad que históricamente ha servido para reprimir pasiones guerreras. En Afganistán y Pakistán, por ejemplo, los norteamericanos han utilizado mísiles dirigidos por control remoto. Un señor, sentado cómodamente en su butaca en Texas puede matar a gente en Afganistán pulsando un interruptor y volver a casa a las cinco de la tarde para cenar tranquilamente con su mujer e hijos, como si tal cosa.

Pero, si no me equivoco, la causa fundamental de la multiplicación de las guerras iniciadas por países democráticos no es tecnológica sino social: el fenómeno que yo llamo mercenarización. Ya no desplegamos ejércitos auténticamente ciudadanos, cuyos soldados mueren «por la patria». Empleamos guerreros profesionales, militares voluntarios a quienes pagamos relativamente bien por arriesgar la vida. Es como si a los pavos les empezara a gustar la Navidad porque un cambio de menú les sustituyera por pollos o perdices en la dieta de esas fiestas. Sucedió algo semejante entre los estados italianos del Renacimiento, donde abundaban las guerras a pesar de que algunos de los más agresivos eran repúblicas, donde la toma de decisiones no dependía tanto de las opciones personales del monarca en cuestión. Los ciudadanos aceptaban las guerras, e incluso las abrazaban con entusiasmo, porque los que corrían los peligros en las batallas eran mercenarios reclutados de fuera, y por tanto prescindibles. Así, las guerras se propagaban y se prolongaban.

Maquiavelo clamó elocuentemente contra el sistema en su Dell'arte della guerra, obra publicada en 1520. Bajo su influencia, la idea de la superioridad de los ejércitos ciudadanos fue admitiéndose en Europa y Norteamérica. En el siglo XIX -digamos, entre 1815 y 1914- Estados Unidos y casi todos los países europeos, menos el Reino Unido, que resistió el modelo de origen francés y revolucionario de la levée en masse, crearon sociedades más o menos militarizadas y ejércitos compuestos de ciudadanos. El derecho a votar, mientras tanto, se extendía a clases que hasta entonces se habían visto privadas de representación en los parlamentos. Con esos ejércitos ciudadanos, las guerras eran pocas y cortas, por lo menos dentro de las regiones afectadas. Las contiendas coloniales no cesaron, pero éstas exigían relativamente escasas tropas metropolitanas e implicaban pocas bajas. La opinión pública las toleraba, aunque seguro que no hubiera aguantado esas mismas guerras, frecuentes y destructoras, en casa.

La Primera Guerra Mundial acabó con esa época de la historia, pero no hubiera sucedido si la sociedad se hubiese dado cuenta de los cambios tecnológicos que condenaban a los combatientes -que eran los mismos ciudadanos, sus hijos y padres de familia - a un largo y sangriento proceso de tortura. En Estados Unidos, los votantes impidieron que el país se uniese a la guerra hasta el último momento, en 1917, cuando la intervención ya resultaba inevitable. En la mayoría de los países contendientes, mientras tanto, se agotó la paciencia del pueblo y se inició un proceso revolucionario.

La Segunda Guerra Mundial fue una excepción en este proceso porque las democracias asumieron la absoluta necesidad de luchar contra la barbarie nazi. Pero las guerras emprendidas después por Francia, Holanda y Estados Unidos para recuperar sus imperios en Asia fueron insostenibles por la falta de entusiasmo de los votantes de esos países. Los británicos tuvieron más éxito al afrontar los movimientos nacionalistas en parte de sus colonias, en parte porque el Reino Unido abandonó y volvió a disponer de militares profesionales, lo cual permitió a los gobiernos a seguir luchando en lugares que no interesaban a la opinión pública británica.

El momento clave de esos movimientos fue la derrota de EEUU en Vietnam. Como admite la gran mayoría de los historiadores de aquellos sucesos, el esfuerzo norteamericano fracasó más por la creciente oposición de los votantes que por motivos estrictamente estratégicos o tácticos. A continuación, en 1973, se acabó el servicio militar obligatorio en EEUU y desde ese momento, las guerras se han encargado a militares profesionales, cuyos conciudadanos pueden seguir llevando vidas normales y seguras. Por eso, las guerras lanzadas por EEUU en la última década del siglo pasado y la primera de ésta, han contado con el apoyo exuberante del electorado.

El servicio militar como obligación cívica ha dejado de existir, mientras, en otras democracias del mundo occidental: en Inglaterra, por ejemplo, desde 1962, en Francia y Holanda desde 1997, y en España desde 2001 -poco antes de que tropas españolas fueran enviadas a misiones en Afganistán e Irak-. Alemania lo mantuvo hasta febrero de 2011, pero con importances exenciones y sin que los soldados de reemplazo pudieran participar directamente en combates. Así que los electorados del Occidente pueden contemplar con una cierta tranquilidad contiendas que antes les hubiesen atemorizado profundamente.

Hace casi 2.500 años, Herodoto alabó la democracia de Atenas por su vocación y aptitud para la guerra. Mientras mandaban los tiranos, según su relato, los atenienses no podían ganar guerras. Por estar oprimidos, luchaban mal, sin emocionarse con la esperanza de conseguir una victoria. Cuando alcanzaron su libertad se esforzaban para alcanzar la gloria en el combate. Veinte años después de la revolución que llevó la democracia a Atenas, vencieron a los persas en la batalla de Maratón. Los monumentos que se erigieron en el campo de la batalla conmemoraron a «los pocos que murieron por la multitud». Herodoto pensó que la victoria se había conseguido gracias a la superioridad moral del sistema democrático. No era cierto. En las guerra contra Esparta, que el mismo Herodoto presenció antes de morir, perdieron los demócratas. En la mayoría de los conflictos, vence la disciplina sobre la libertad. «Si quieres paz, prepara la guerra», se decía a menudo en la Grecia clásica. Paradójicamente, la mejor forma de evitar las guerras sería reintroducir el servicio militar y restaurar en las democracias su auténtica vocación por la paz.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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