Por Eugenio Trías es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 12/11/03):
Es muy posible, como suele decirse una y otra vez, que la vetusta distinción entre las izquierdas y las derechas haya quedado obsoleta, o signifique únicamente un signo de identidad entre familias sociopolíticas, algo así como el tercero o el cuarto apellido de las personas comunes. Ya que, desde muchos de los parámetros a través de los cuales evaluamos y juzgamos las formas de gobierno, o de oposición, esas diferencias, heredadas de siglos pasados, no resultan suficientemente significativas.
Quizás tienen un valor más estético que político; o más gestual y expresivo que pragmático e incisivo. Sin quitarle todo el sentido, se tiene la sensación de que les ha sido arrebatado algo más que su razón de ser: cierto aroma de distinción que servía de indicador sociológico hasta hace algunos años.
La ceguera de nuestro actual centro-izquierda consiste en errar lamentablemente en sus mensajes. Basar una campaña electoral en un lema tan miope como «por la democracia», según leía en los carteles en las últimas elecciones de la Comunidad de Madrid, permite entender hasta qué punto la oposición socialista ha arruinado su labor crítica cuando poseía magníficas bazas para ejercerla.Aquí todos (o ninguno) están «por la democracia».
Pero no es eso lo que está en debate. Dejemos la democracia en paz, que como sabía Platón permite acoger todas las opciones posibles, incluso las más aberrantes. Lo que está en juego, en cambio, es una situación nueva; cualitativamente distinta a la que podía pensarse o imaginarse hace algunos años.
Una nueva coyuntura que ha sido, en gran medida, posibilitada por los eventos con que este siglo y milenio se ha estrenado, y que ponen en primer plano varias cosas: el factor seguridad, la lucha contra un enemigo público, u hostes (en el sentido de Carl Schmitt), al que se define como «terrorismo» (y del que puede desprenderse, incluso, cierto «eje del mal»), y una nueva definición de Imperio, determinante de la política global, y que por tanto importa y atañe también a lo local y provinciano (incluso a un ámbito tan salvajemente provinciano como el español); una definición de Imperio en términos unilaterales, con capacidad de acciones policiales puntuales según premisas de guerra preventiva.
Una praxis imperial que, sin embargo, muestra cada día que pasa que «el rey está desnudo», y ello por varias razones, de las que condenso sobre todo dos.
Todo ejercicio imperial, de Roma en adelante, y por supuesto en lo que atañe al imperio español, al otomano, o al británico, siempre se ha costeado ese imperio a través del propio fondo de reservas económicas, arriesgando la posibilidad de su ruina, y no mediante un grotesco club de desaprensivos donantes.
Y en segundo lugar, y esto es lo más importante, se ha efectuado ese alarde tecnológico-militar (así en Afganistán, y sobre todo en Irak) con un garrafal desconocimiento de la obvia distinción, sobre la cual veníamos alertando personas con poca influencia en los potentísimos servicios de inteligencia y asesoramiento del mandatario imperial, entre guerra regular, promovida por ejércitos oficiales de los estados-nación, y guerra irregular, o «guerrilla» (un término inventado por españoles durante la lucha de independencia contra el invasor napoleónico).
Esa praxis imperial de una administración particularmente mediocre y chapucera, que muestra cada día que pasa su lamentable impericia, revela algo muy importante; algo sobre lo cual conviene insistir una y otra vez, pues señala las direcciones universales y globales en que puede plantearse, aun hoy, cierta distinción entre orientaciones políticas (izquierda /derecha).
Soy de quienes piensan que, a despecho de los que ven siempre la sociedad y la política occidental desde parámetros eurocéntricos, lo que muestra el universo norteamericano es un abismo diferencial entre uno y otro de los partidos mayoritarios.
Recuerdo la alegría que sentí el día en que venció en las urnas el partido demócrata, con Clinton (a quien todos añoramos con verdadera nostalgia, con su grandeza y sus propias debilidades humanas); eso se produjo después de década y media de dominio republicano. Y recuerdo también la desolación que sufrí cuando supe que, de manera altamente dudosa, se había alzado con la victoria el actual presidente de los Estados Unidos por encima de su rival demócrata Al Gore.
Lo cierto es que cada día que pasa se advierte la infinita distancia -mental, cultural, relativa a convicciones y creencias- entre una y otra opción, o uno y otro equipo de trabajo; y todo ello como fidedigno reflejo de la diferencia radical entre media sociedad de mentalidad rancia, cavernícola, imbuida en creencias y convicciones tan endurecidas como escasamente permeables a la complejidad de un mundo global, que vuelven a reconvertirlo en un escenario entre opciones extremas enfrentadas; y un universo cultural, quizás la otra mitad del planeta americano, que responde y corresponde a la complejidad ambigua y tensa, pero al mismo tiempo alentadora, de este nuevo mundo que se va configurando.
En el centro mismo del Imperio, que es el que marca las tendencias y las direcciones de todos los rincones y resquicios de sus inmensas periferias, hoy por hoy la distinción entre derecha e izquierda ha perdido toda solvencia; se ha disuelto; carece del más mínimo sentido. Pero en cambio crece hasta formas agigantadas otra distinción, más real, más efectiva, y desde luego más conflictiva; y más temible: la distinción entre una extrema derecha que hoy gobierna el mundo, y el resto del espectro político (derecha sin más adjetivos, centro-derecha, centro-izquierda, etc.)
En los años treinta el ascenso del nacional-socialismo, anticipado por la opción italiana del fascismo, enfrentado medularmente al extremismo stalinista que gobernaba de forma genocida la Unión Soviética, obligó finalmente a que todas las opciones políticas, desde la conservadora a la liberal, de la socialdemócrata a la socialista, acabaran cerrando filas contra ese enemigo común que terminó siendo la extrema derecha enquistada en algunas sociedades como Alemania e Italia.
Quizás llegue el día en que todos, civiles y políticos, hombres del común o profesionales del poder, políticos de todo el espectro, especialmente el que bascula entre centro-izquierda y centro-derecha, tengamos que cerrar filas, y promover formas de entendimiento y unión, frente al verdadero enemigo público que puede arruinarnos los mínimos de vida apaciguada a los que tenemos derecho en este mundo global.
Y ese enemigo es, sin duda, esa extrema derecha que a pasos agigantados domina el espacio público, y que actualmente está gobernando el Imperio, a través de una práctica particularmente paranoica, de un maniqueísmo elemental. Y que ha declarado la guerra al enemigo público, al hostes, desde premisas que remontan una y otra vez a los más inquietantes clásicos de nuestra filosofía política: Hobbes y su obsesión por la seguridad; Carl Schmitt y su definición de aquel enemigo público de cuya aniquilación depende nuestra propia supervivencia como comunidad social y política.