Las derrotas de ETA

Frente a a ETA la sociedad española, y más en concreto el periodismo, ha fracasado con el lenguaje; ellos han impuesto buena parte de las palabras que pretenden describir y explicar los acontecimientos. Establecieron desde muy primera hora un lenguaje bélico, militar, como si se tratara de una guerra con contendientes legitimados y con la alternativa de negociaciones, pactos, treguas e incluso armisticio con vencedores y vencidos, aunque fueran parciales o aparentes. En resumen, concluir con un arreglo e incluso la apariencia de un abrazo (los ha habido en la historia de España) con la nariz tapada. Pero en esta historia no hay guerra y no puede haber armisticio; ha sido una confrontación asesina en la que unos pocos utilizan la violencia terrorista para imponer sus aspiraciones, sus pasiones; el terror utilizado para amedrentar hasta conseguir que los otros desistan, consientan y ¡se aguanten!

Las derrotas de ETA

Aludir ahora a la derrota de ETA me parece que supone incurrir en otro error con mal uso del lenguaje, ya que implica admitir cierta legitimidad a ETA y a sus entornos. ETA ha fracasado porque su opción era equivocada, no conduce a nada soportable y no debe concluir con que ellos u otros recojan los frutos tras sacudir un árbol que, además, no es suyo. No pueden alcanzar una victoria parcial en la Europa del siglo XXI, por razones obvias, por la naturaleza de las cosas.

Debe quedar claro que ETA estaba fracasada desde el primer minuto, ni siquiera el tardofranquismo le otorgó un átomo de legitimidad, no cabe amparo en la ética de la resistencia. Su final siempre ha sido cuestión de tiempo y, sobre todo, de eficacia policial y judicial, sustentada en la firmeza del Estado de Derecho, que también comete errores, pero que tiene legitimidad de origen y de ejercicio.

Ahora, conscientes del fracaso y del sinsentido de sus actividades criminales, los jefes etarras y sus entornos buscan una salida con la misma lógica errónea que les llevó a la violencia. Pretenden salir del laberinto aliviando la pena a los presos, incluidos los que no se arrepienten de sus crímenes; devolviéndolos al punto de partida, y, sobre todo, justificando, aunque sea parcialmente, que mereció la pena, que su sangrienta historia tiene una explicación, una excusa y un relato tolerable. Pero no hay justificación posible que no sea inmoral, el relato es sangriento, desolador e inútil; no puede legitimar nada decente.

Los hay que sostienen que para acabar definitivamente con la violencia, la extorsión y el asesinato hay que aceptar sacrificios menores y que deben ser tolerados por el Estado de Derecho; aluden al pragmatismo y, quizá sin darse cuenta, al «mal consentido» que ha argumentado y desacreditado Aurelio Arteta. Pretenden que la generosidad con los fracasados adelantará el fin de la violencia y es el camino más eficaz para no alargar el sufrimiento. Sostienen que merece la pena cambiar una mal llamada paz (o proceso de paz, complicada palabra esa de Proceso, más aún cuando la ponen mayúscula) a cambio de presos fuera, pocas explicaciones y ningún arrepentimiento. Pero esa táctica ni es inteligente ni tampoco es justa; supone dejar sembrada la semilla de la maldad, la duda de la oportunidad de la violencia, por cuanto su precio pueda compensar. Mirar a otro lado no puede ser compatible con una sociedad democrática respetuosa con los derechos humanos.

El destino de ETA no puede ser otro que su disolución, el reconocimiento del mal causado y, además, el esclarecimiento de los delitos pendientes, que deben tener un relato suficiente de los hechos y una identificación de sus autores y de los responsables, de los que ordenaron los crímenes. No se trata tanto de hacerles pasar por la justicia, que también, cuanto por la historia. Echar al olvido, pasar página como que no hubiera pasado nada, disculpar, conllevar, tolerar… no cancela ni amortiza el mal, significaría una falsa derrota de ETA, por el triunfo de sus postulados y motivaciones.

La actuación de la llamada «comisión de verificación», así como la aparente inutilización de las armas, resulta tan artificiosa como insuficiente y refuerza la tesis de que la consistencia del Estado de Derecho es el camino correcto. Más importante que inutilizar las armas es explicitar el arrepentimiento y abrir los archivos para iluminar las zonas oscuras; porque tenemos derecho a saber qué ocurrió, cómo ocurrió y quiénes fueron los actores y protagonistas del mal. Se requiere contrición, arrepentimiento por el mal provocado, y atrición, pesar por la ofensa causada, que son más relevantes que una simbólica entrega de armas y su inutilización. Para expresar ese sentimiento no hacen falta abrazos ni escenificaciones, basta una simple declaración colectiva e individual. Y antes de eso, la disolución, renunciar a cualquier enaltecimiento y también un poco de discreción. Y luego, con las heridas cicatrizadas, la democracia dispone de mucho margen para la acción política que sostenga opiniones y reivindicaciones conforme a las reglas del juego constitucional que no son inalterables.

Además de la facilidad con la que los terroristas imponen su gramática y su lenguaje, me llama la atención la fascinación que ejercen sobre los demás, y en concreto sobre los medios de comunicación. Un gesto, un guiño, una nota, una imagen de los terroristas, por inane que sea, obtienen notoriedad inmediata y demasiados primeros planos. No creo que haya que ocultar los hechos, todo lo contrario, pero sin dejarse fascinar o seducir por las apariencias. La liturgia trasnochada, grosera y amedrentadora que ETA utiliza bajo el pragmático principio de que «hablen de ellos aunque sea para mal; cuanta más notoriedad más influencia», pasa por aterrorizar, no por ganar amigos y afectos. Han conseguido impresionar y amedrentar con unas inaceptables comparecencias ante periodistas mudos, con comunicados vacíos e irrelevantes y no pocos gestos provocadores, incluidas las manifestaciones toleradas como mal menor o necesario.

El Estado de Derecho, la eficacia policial y judicial y la acción política que deje sin oxígeno los espacios ambiguos y cómplices con los argumentos de los terroristas son el camino eficaz que hay que recorrer hasta el final sin vacilaciones ni atajos. Ese será el mejor servicio a la democracia, a la convivencia, y la mejor manifestación de respeto a las víctimas. El mensaje inequívoco de que la violencia no da fruto alguno. Y a los periodistas nos corresponde contarlo con rigor y sinceridad, sin equidistancias tramposas.

Fernando González Urbaneja, periodista.

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