Las desventuras de Atenea

Cuenta François Fillon, el primer ministro francés, que el gran mérito de De Gaulle fue el de anticiparse a los tiempos. Se opuso a la construcción de la Línea Maginot porque sabía que la guerra que se anunciaba en el horizonte sería una guerra mecanizada y no de trincheras. Cuando Francia fue ocupada, De Gaulle no dudó en aceptar su fusión con Reino Unido, a pesar de su creencia, casi mítica, en la soberanía nacional.

Traigo a colación esta reflexión porque hoy, como en la primavera de 1940, la historia avanza a una enorme velocidad y hay que encauzar su curso con iniciativas audaces, capaces de sacudir la imaginación y derribar los obstáculos que retrasan la unidad de acción. El seguir plantados en la plaza, esperando a que el toro pase de largo no es solución; o lo cogemos por los cuernos, o se nos llevará por delante a todos, o a algunos de nosotros. "En situaciones de emergencia, no hay solución cuando los Gobiernos actúan por separado y las opiniones públicas reaccionan por separado ante una misma amenaza cuya inmensidad y cercanía no es posible ignorar" (Jean Monnet).

El problema más inminente sigue siendo Grecia. El primer rescate no sirvió para nada y es probable que el que se aprobó en julio tampoco sirva para gran cosa. Los griegos acaban de anunciar que no podrán cumplir sus compromisos, adquiridos con la troika (UE, FMI y BCE) a cambio de seguir recibiendo ayudas exteriores. Sin embargo, habrá que seguir ayudándoles, porque de lo contrario tendrán que cerrar hasta el Partenón. Es obvio que los diferentes Gobiernos griegos han hecho todo tipo de trapisondas y que ahora tienen que ajustar drásticamente su economía a sus posibilidades. Pero también es evidente que cada día que pasa su deuda es mayor, la contracción de su economía más severa y la probabilidad de que paguen más remota. La permuta de los bonos actuales por otros de cupón cero y vencimiento a 30 años podría ser una solución, porque daría un respiro a los griegos y la oportunidad de empezar a crecer. De hecho, el plan es similar al que por iniciativa de Nicolas Brady se puso en marcha en 1989 para los países emergentes. Pero insisto, el plan solo tendrá éxito si la economía griega empieza a crecer. Lo ha recordado recientemente el propio Brady: "No creo que la austeridad sea la respuesta, lo que deberíamos estar pensando es en el crecimiento".

La más que previsible reestructuración de la deuda griega acaba con el mito de que las obligaciones públicas son activos absolutamente seguros, el clásico "papel de las viudas". Precisamente este mito ha jugado un papel decisivo en la actual crisis económica. Los bancos han comprado muchos bonos soberanos durante mucho tiempo, y lo han hecho por varias razones: una de ellas porque les han presionado los Gobiernos nacionales; otra, porque no consumen capital (Basilea); y otra porque podían ser empeñados en el BCE a cambio de dinero fresco. Resultado: los balances de los bancos están trufados de títulos que ya no son, ni muchísimo menos, tan seguros como cuando se compraron.

Estamos ante una pescadilla que se muerde la cola: cuando quebró Lehmann Brothers, los poderes públicos tuvieron que acudir al rescate de sus entidades financieras para evitar el colapso del crédito; para atender a ese rescate, los poderes públicos tuvieron que endeudarse en cantidades estratosféricas, y ahora el temor a que no puedan atender las obligaciones contraídas puede provocar una crisis de deuda soberana que podría desembocar en una nueva crisis bancaria; para evitarla habría que proceder a una nueva recapitalización de los bancos. Es decir, un nuevo manguerazo a costa del contribuyente que se traduciría en más endeudamiento público. El ciclo volvería a empezar.

Y lo peor es que si todo esto ocurre, la nueva crisis bancaria nos va a pillar sin haber hecho los deberes. Los contribuyentes se van a enfadar, y con razón, porque hace ya más de año se les prometió que no tendrían que volver a costear con su dinero los dislates de los gatos gordos de Wall Street o de la City. La Comisión Europea se comprometió entonces a regular los productos financieros más problemáticos (derivados y ventas a corto), a obligar a los bancos a reforzar su musculatura (requisitos de capital), a dar a las autoridades de supervisión europeas (ESA, por sus siglas en inglés) más poderes para supervisar a las grandes entidades financieras transfronterizas y a enviar una propuesta de resolución de las crisis bancarias. A fecha de hoy, todavía estamos esperando.

Pero aún hay más problemas: también urge convencer a los inversores de que los bonos de los demás países sospechosos no van a correr la misma suerte que los bonos griegos. Para eso es necesario aumentar la potencia de fuego del Fondo de Rescate Europeo (EFSF, según sus siglas en inglés) y permitirle que de una vez por todas pueda conceder préstamos preventivos a los países en dificultades, comprar bonos en los mercados secundarios y recapitalizar bancos en dificultad. Como cualquier estratega militar sabe, la probabilidad de una agresión exterior es inversamente proporcional a la capacidad de disuasión propia. Paradójicamente, cuanto mayores sean las garantías del Fondo de Rescate, menor será la probabilidad de que haya que utilizarlo alguna vez.

Cuando hayamos encauzado los problemas a corto plazo, tendremos que enfrascarnos en la construcción de una arquitectura institucional de nueva planta que garantice la unidad de la Unión y transmita a los mercados una señal clara de que estamos dispuestos a defender el euro con uñas y dientes. No basta hoy con apuntalar un edificio que está en ruinas; es necesario explicitar con rotundidad el puerto al que queremos llegar y el rumbo que vamos a seguir. En el Mayo Francés del 68 se pedían palabras y no acciones; ahora lo que se requiere son acciones y no palabras. Jean-Claude Trichet lleva tiempo abogando por un ministro europeo de finanzas encargado de controlar los presupuestos nacionales, corregir los desequilibrios macroeconómicos y aplicar el llamado Pacto por la Competitividad. Lo que sea con tal de que alguien mande. Junto a él habría que crear un Fondo Monetario Europeo (FME), encargado de la emisión de eurobonos para garantizar la sostenibilidad de la deuda y de los llamados bonos proyecto para financiar proyectos europeos de interés común.

El problema más difícil que plantea la puesta en marcha de un Gobierno económico europeo es de estrategia. Los euroescépticos ni siquiera se molestan en discutir sus bondades; se limitan a repetir que su puesta en marcha exigiría una modificación de los tratados, hoy por hoy impensable. No es verdad: el proceso hacia un Gobierno europeo se podría iniciar ahora mismo sin necesidad de tocar los tratados, como se hizo con el euro (plan Delors). En la primera fase, se procedería a la convergencia de las economías de los países que quisiesen formar parte del club. En la segunda fase, se crearía un Fondo Monetario Europeo encargado de evaluar la convergencia de las economías nacionales, de asumir las funciones hoy atribuidas al Fondo de Rescate Europeo, y de hacer los estudios necesarios para el lanzamiento de la tercera fase. En este punto sí que habría que modificar los tratados, porque de lo que se trataría es de convertir el FME -hoy intergubernamental- en un órgano auténticamente europeo y de hacer posible la emisión de los bonos europeos bajo el principio de la responsabilidad solidaria, que es la madre del cordero.

La buena noticia es que la canciller Merkel acaba de anunciar que la reforma de los tratados ya no es un tema tabú. Anuncio de suma importancia, porque hoy la participación de Alemania en el proceso de reconstrucción europea es tan importante como lo fue en la época de la posguerra.

José Manuel García-Margallo y Marfil, vicepresidente de la Comisión de Asuntos Económicos y Monetarios del Parlamento Europeo.

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