Las disculpas del Rey

Los reyes no piden perdón, o al menos eso es lo que le habría dicho a don Juan Carlos alguno de sus más egregios antepasados de los siglos XVI y XVII, el periodo en el cual la figura del rey alcanzó su mayor esplendor. Ahora que se ha difuminado un poco el revuelo producido por las aventuras del Rey en África sería conveniente poner en perspectiva histórica la figura del monarca para mejor comprender el significado de las palabras regias. En ese sentido, la monarquía hispana bajo los Austrias se mostró particularmente hábil en crear una imagen del rey como una figura más allá del bien y del mal que, a distancia, cuidaba del bienestar de sus vasallos. Los monarcas españoles de esa época desarrollaron de manera efectiva una serie de imágenes, tanto textuales como icónicas, del poder real con el fin de obtener la obediencia y sumisión de los súbditos sin tener que recurrir al uso de la fuerza. Contrariamente a la idea común de que los monarcas españoles del Antiguo Régimen tenían un poder absoluto y gobernaban sus reinos de manera arbitraria y coercitiva, la verdad es que no había nada arbitrario en su gobierno y los medios para ejercer el poder por la fuerza eran infinitamente más limitados e ineficaces que los de cualquier Estado democrático moderno.

En la sedimentación de esta imagen tuvo mucho que ver la asimilación de la figura del monarca a la de Dios (que no es lo mismo que decir que el poder monárquico era de derecho divino). Esto le dotaba de un poder y majestad tan incomprensibles para la mente humana como la majestad y el poder divinos. Como afirmaba un tratadista político del siglo XVII, la majestad es “una cosa escondida, de la cual nace veneración”, como la majestad que tenía en el rostro el mismo Moisés después de haber hablado con Dios. Esta es la misma majestad que se advierte desde la cuna en los príncipes y que nos indica la veneración con que los debemos tratar y que nos compele a obedecer a aquellos que sabemos nacieron para mandar. Alguna virtud oculta, concluye dicho autor, deben poseer aquellos que desde la infancia fueron criados para ceñir la púrpura del poder. Aunque esta “deificación política” confería al monarca aparentemente un poder ilimitado, su gobierno nunca podía ser arbitrario, de la misma manera que Dios, aunque poseedor de un poder ilimitado, no gobierna el universo de una manera arbitraria. La contrapartida de esta deificación era la imposición sobre el monarca de la pesada carga de tener que velar por el bienestar tanto material como espiritual de sus súbditos.

Son estas ideas las que nos permiten entender el grito de ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno! con que se encabezaron muchas revueltas populares durante el Antiguo Régimen, tanto en los reinos peninsulares como en los territorios americanos de la Corona española. Con este grito se transmitía la idea de que los amotinados no estaban atacando la figura del monarca sino la de los gobernantes encargados de poner en efecto los mandatos regios. Los problemas económicos o abusos de poder que daban lugar a las revueltas nunca se achacaban al monarca sino a los gobernantes. La legitimidad del rey era incuestionable y éste se encontraba siempre más allá de cualquier reproche. Si el monarca tomaba decisiones injustas o equivocadas no era porque él así lo deseara, sino debido al mal consejo recibido por parte de aquellos que estaban encargados de aconsejarle.

Sin duda, podríamos aplicar esta idea al escándalo en el que recientemente se ha visto envuelto el Rey y atacar al gobierno por no haber advertido al monarca de la improcedencia y negativas consecuencias para la imagen de la monarquía de sus extravagantes aventuras cinegéticas. Pero no estamos en el siglo XVII y, careciendo de ese aura de majestad que situaba a sus antepasados más allá del bien y del mal, el rey ha sido el blanco de todas las críticas. Por mucho que los monárquicos de hoy en día piensen que la monarquía de don Juan Carlos procede en línea directa de la de los Reyes Católicos, la realidad es que no tiene absolutamente nada que ver con ella, o con la de Felipe II, el gran promotor de la majestad real. El mismo concepto de monarquía es una anomalía en un mundo regido por principios democráticos en los que se supone que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. En este sentido, las monarquías modernas siempre tendrán que hacer frente al problema de que, al desnudar la figura del monarca del misterio de la majestad, el rey se convierte en un ciudadano más y resulta difícil convencer a la opinión pública de que los miembros de una misma familia tienen un derecho inherente a monopolizar la jefatura del Estado.

Esta es probablemente la razón por la que el sistema monárquico sólo ha sobrevivido en los países escandinavos y en el Reino Unido. En el caso de los primeros, dada su gran estabilidad política, ausencia de grandes desigualdades sociales y elevado desarrollo económico, se pueden permitir el lujo de conservar un régimen monárquico. El caso de Inglaterra es diferente. Aunque identificamos a la monarquía británica con unos rituales que se remontan a siglos y que se pierden en la memoria de los tiempos, la realidad es que todos estos rituales que contemplamos por televisión desde 1953 (cuando se televisó por primera vez una ceremonia de coronación, la de Isabel II), se reelaboraron a finales del siglo XIX, en un periodo de crisis social y de falta de apego a la monarquía por parte de la población británica. Y los resultados, como vemos, fueron altamente beneficiosos para la Corona.

A finales del siglo XX, cuando se restauró la monarquía en España, ya no era posible inventar una monarquía como la británica, con sus símbolos y rituales de cuento de hadas. Por mucho que nos empeñemos en referirnos a Su Majestad cuando hablamos del rey, esto es tan sólo un residuo lingüístico, puesto que la monarquía de Juan Carlos I carece del más mínimo atisbo de majestad. Y esto es algo a lo que contribuyó el propio don Juan Carlos cuando accedió al trono, renunciando, por ejemplo, a vivir en el Palacio Real y prefiriendo vivir en una relativamente modesta mansión.

Si aquel estilo de vida poco ostentoso era una manera de granjearse la legitimidad política, con el paso de los años el Rey parece haberse olvidado de sus orígenes y de la anomalía que representa un sistema monárquico en el mundo moderno. Tampoco parece ser consciente de que la mayoría de la población, excepto por una minoría monárquica a ultranza, no siente especial apego a la monarquía--ni a la república tampoco. Por ello, en el momento en que una mayoría suficiente llegase a la convicción de que el rey ya no cumple ninguna misión importante, no resultaría impensable la idea de convocar un referéndum sobre la forma de Estado. Después de décadas de estabilidad política, el cambio no sería especialmente traumático. Pero está claro que a la mayoría de la población no le preocupa necesariamente la forma del Estado, siempre que esa forma goce de un mínimo de crédito y respetabilidad.

En este sentido, las aventuras cinegéticas del Rey en África son de una increíble torpeza política,  por las muchas razones que se han puesto de relieve en numerosos artículos y comentarios periodísticos y porque, además, nos retrotraen a un pasado de dominación colonial y arrogancia imperialista europea. En un Estado democrático en el que la figura del rey carece del poder carismático que concedía el misterio de la majestad que caracterizaba a la monarquía tradicional, la única posibilidad de supervivencia de esta institución estriba en que la mayoría de la población se identifique con su figura. En otras palabras, el monarca debe llevar una vida sin grandes lujos ni derroches, prácticamente viviendo como un miembro de la clase media. La austeridad y la frugalidad (y la ausencia de negocios turbios) es el precio que deben pagar tanto él como su familia para garantizar la continuidad del privilegio de la monarquía. Si los españoles acaban asociando al Rey con un estilo de vida decadente y excesivo, llegará un día en que, al levantarse del suelo tras otro traspiés, el monarca descubra que no encuentra la corona.

Alejandro Cañeque pertenece al Departamento de Historia Universidad de Maryland.

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