Las donaciones

No lo he olvidado. Sucedió en Tudela, una mañana, a comienzos de septiembre de 1974. Días después de regresar de vacaciones, oí en la recepción de la notaría unas voces más altas de lo habitual, aun teniendo en cuenta que el tono medio de las conversaciones suele ser bastante elevado en la Ribera de Navarra. Oí la voz de uno de lo oficiales - Domingo Lacarra-,que decía con énfasis: "Que no mujer, que no, que no hay nada que hacer, que ya no se puede usted echar para atrás". Salí a ver lo que pasaba y la reconocí al instante. Era una mujer de más de 70 años, vestida enteramente de negro, menuda, enteca y con mucho nervio, como tantas mujeres de aquella tierra. Viuda de un labrador y vecina de un pueblo del sur de Navarra, no lejos de la muga de Aragón, era propietaria de unas cuantas fincas - algunas buenas-y de una casa. No sé por qué razón, uno de los últimos días de julio había otorgado donación de todos sus inmuebles a favor de sus dos hijos, una chica casada en Pamplona y un chico que vivía en Zaragoza. Y volvía a la notaría, pocas semanas después, para revocar la donación, pues - según me dijo, cuando pasó a mi despacho-"mis hijos no quieren que viva sola en el pueblo y me dicen que estaré mejor en una residencia en la capital; pero yo no voy a irme, pues quiero morir en casa". Le respondí que no había manera de deshacer lo hecho y que por eso yo le había preguntado varias veces, el día de la firma, si estaba decidida a dar aquel paso. Me reconoció que así era, si bien añadió dolida: "Pero usted nunca me dijo que no podía echarme para atrás si mis hijos no se portaban". "Cierto - le respondí-,pero todos sabemos desde niños que lo que se da no se quita". "Pero usted no me lo dijo", concluyó con desaliento. Salió del despacho y nunca volví a verla.

Desde entonces, jamás he autorizado una donación sin advertir al donante, momentos antes de la firma de la escritura y cualquiera que sea su nivel cultural, que aquella donación será irrevocable. Lo hago con estas palabras que, para mí, han devenido sacramentales: "Recuerde que, como dice el refrán, Rita, Rita, lo que se da no se quita". Y también, sobre el recuerdo de aquel hecho - que nunca calificaré de anécdota-,he montado mi teoría sobre las donaciones. Parte de una idea básica: toda donación es - como decían los romanos-un acto menos racional, que sólo tiene justificación en casos muy especiales y por motivos excepcionales. Además, hay que distinguir dos situaciones distintas: la de los ricos, que pueden donar a sus hijos bienes que no precisan para su subsistencia según su tenor de vida, ya que nada arriesgan; y la de aquéllos que no tienen más bienes que los precisos para subsistir - el piso, una segunda vivienda quizá y algunos ahorros-,y que están obligados por ello a conservarlos en su poder y a su disposición hasta el final de su vida, sin hacer jamás donación de ellos a sus hijos. Esta regla general tiene, como todas, excepciones, pero, antes de ceder a una de ellas, conviene que quien tenga intención de donar pondere dos hechos, duros quizá de admitir pero reales como la vida misma: Primero: también las relaciones conyugales y las paterno-filiales tienen un componente económico relevante. Segundo: la autoridad del padre y de la madre se asienta, en no poca medida, en el control de los recursos económicos de la familia. De ahí - por ejemplo-que no sea aconsejable que un empresario transmita a sus hijos, en vida, más del 49% de su empresa. Siempre ha de preservar el control de aquélla.

La gente - prudente e inteligente en su mayoría-no necesita por lo general que se le hagan estas consideraciones; pero sí es preciso cuando acude impulsada por la voluntad de sortear la aplicación del impuesto de Sucesiones, cuya injusticia manifiesta - sólo lo paga la clase media-impulsa a buscar atajos anticipando el hecho sucesorio. Es entonces cuando hay que insistir en que decisiones que afectan al reducto último de una persona - su cobijo y sus ahorros-no pueden tomarse por exclusivas consideraciones de naturaleza fiscal.

Suelo resumir estas consideraciones en una frase que repito en tono jocoso, pero con un evidente - para mí-fondo de verdad. Es ésta: "A los hijos, lo más que se les puede dar es la hora". Y, para los que consideren que me excedo con estas reflexiones, les diré algo que me contó Ricardo Fornesa hace unos días. Que muchos hijos se enfadan al enterarse de que sus padres han otorgado una hipoteca inversa, es decir, una hipoteca en garantía de la pensión mensual que se compromete a abonarles una entidad financiera mientras vivan, de modo que, a su muerte, los hijos deberán reintegrar las cantidades satisfechas más sus intereses si quieren heredar el piso. En vez de protestar - digo yo-,podrían pagar ellos la pensión. Pero no lo hacen. Sólo se quejan. Me objetarán que la mayor parte de los hijos no son así. Se lo admito. Pero el derecho tiene que ponerse en lo peor si es que quiere servir de algo.

Juan-José López Burniol, notario.