Las dos Américas

Por Rafael Rojas, escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro (EL PAÍS, 17/11/05):

Hubo un tiempo, cuando reinaban los primeros Borbones, en que la diversidad americana parecía un hecho incontrovertible. Entonces, la América española estaba dividida en cuatro virreinatos: el de la Nueva España, el del Perú, el del Río de la Plata y el de la Nueva Granada. Luego del reconocimiento de la independencia de Estados Unidos por España, en 1783, el conde de Aranda llegó a proponer a Carlos III, en su famoso Memorial, que, para contener a la naciente potencia norteamericana, aquellos virreinatos se reagruparan en tres reinos autónomos -el del Río de la Plata y el de la Nueva Granada debían fundirse en la monarquía de Costa Firme- y que España sólo retuviera como colonias las islas de Cuba y Puerto Rico.

Con las independencias, sin embargo, se consolidó una tradición intelectual que dividía el continente americano en dos civilizaciones irreconciliables: la anglosajona, protestante, desarrollada e individualista del Norte, y la latina, católica, subdesarrollada y comunitaria del Sur. Durante el siglo XIX, aquella certeza de las dos Américas, basada en la vieja "disputa" del Nuevo Mundo que estudiara Antonello Gerbi, fue el sustrato simbólico de las estrategias americanas de imperios decadentes, como el de Fernando VII, de imperios nacientes, como el de Napoléon III, de casi todas las corrientes monarquistas y conservadoras de la región y hasta de efímeras ligas europeas como la Santa Alianza. Fue también esa certeza civilizatoria la que nutrió el imaginario providencial de los Estados Unidos desde la guerra de 1847, contra México, hasta la consolidación de su hegemonía en Centroamérica y el Caribe a mediados del siglo XX.

En el pasado siglo -o más específicamente, a partir de la guerra de 1898- aquella tradición antirrepublicana y antiliberal experimentó una significativa mutación: de informar el repertorio simbólico del conservadurismo pasó a nutrir la mentalidad nacionalista, revolucionaria, "antiimperialista", populista e, incluso, comunista, de las izquierdas de la región. Autores como el uruguayo José Enrique Rodó, el mexicano José Vasconcelos y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre fueron leídos por esas izquierdas como predicadores de una guerra santa de las naciones iberoamericanas contra el imperialismo norteamericano. Curiosamente, las dos referencias que hoy reclaman para sí castristas y chavistas, es decir, Simón Bolívar y José Martí, tuvieron muy poco que ver en la formación de aquellas izquierdas antinorteamericanas del siglo XX por la sencilla razón de que ninguno de ellos dos, como los republicanos atlánticos que eran, propuso el enfrentamiento a Estados Unidos.

¿Qué queda en pie de esa secular contraposición binaria? Casi nada. Aun así, no faltan esos pocos aferrados a los paradigmas civilizatorios del siglo XIX, a la mentalidad nacionalista revolucionaria del siglo XX o a la fracasada utopía comunista, que todavía sostienen la enemistad entre las dos Américas y, como Fidel Castro y Hugo Chávez, hasta gritan "socialismo o barbarie" y "socialismo o muerte", mientras venden petróleo a altos precios y compran comida barata a Estados Unidos. De más está decir que ese "socialismo" tiene muy poco que ver ya con Rosa Luxemburgo, la autora de la primera frase, o, incluso, con Lenin, y sí mucho que ver con el caudillismo latinoamericano del siglo XIX y, sobre todo, con el autoritarismo populista del XX, cuya fórmula de estatismo interventor les garantiza la corporativización de la sociedad y el control personal del poder.

El reconocimiento de la diversidad racial, religiosa e ideológica de cualquier sociedad contemporánea ha socavado las bases de aquellos discursos sobre las identidades "latinas" o "sajonas", "católicas" o "protestantes", "socialistas" o "capitalistas" de una u otra América. La propia idea de que existen culturas incompatibles con los valores e instituciones universales del mercado, la democracia y el derecho -idea patrimonialista y colonial, si las hay, y que es más herencia de Montesquieu que de Marx-, es abandonada, en la práctica cultural, por las mismas comunidades en nombre de las cuales hablan esas izquierdas autoritarias. ¿Qué queda en pie, reiteramos, de aquella polarización entre las dos Américas? Tan sólo la evidencia del desarrollo asimétrico de economías más y menos crecientes, de sociedades más y menos libres, de administraciones de justicia más y menos eficaces y de instituciones democráticas más y menos sólidas.

Los fantasmas de aquellos estereotipos binarios reaparecieron durante la pasada IV Cumbre de las Américas, en Mar del Plata. La mayoría de los medios iberoamericanos reseñó las principales diferencias de la reunión argentina como si evidenciaran una polarización irresoluble entre el bloque del TLCAN (Estados Unidos, Canadá y México) y el del MERCOSUR (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay). Las dificultades para avanzar en la firma del Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA) se atribuyeron, fundamentalmente, a esa tensión, cuyo fundamento decisivo es el rechazo de países como Brasil y Argentina a los subsidios agropecuarios de Estados Unidos. Esos países, sin embargo, no se opusieron al ALCA doctrinariamente, sino que demandaron una negociación más equitativa del mismo.

Aunque dicha tensión es real, difícilmente puede afirmarse que sea binaria y, mucho menos, que paralice las dinámicas de integración comercial en la región. Chile tiene un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Los países centroamericanos, más República Dominicana, también. Naciones andinas, como Perú y Ecuador, están elaborando las bases preliminares para un tratado semejante. Esa tendencia a la negociación bilateral del libre comercio, con Estados Unidos, por parte de países o regiones del hemisferio, es ilustrativa de una voluntad mayoritaria de avanzar hacia un esquema de liberalización económica continental, ajena a los modelos nacionalistas y confrontacionales que todavía defienden los viejos y nuevos populismos.

Desde el punto de vista comercial, la polarización de las Américas, si existe, sería, como lo sostuvo el presidente mexicano, Vicente Fox, en Mar del Plata, entre una gran mayoría de 29 naciones que desea el ALCA y unas seis que se oponen al mismo por motivos diferentes: los cuatro del MERCOSUR, más Venezuela y Cuba, que son, hasta ahora, los dos únicos que defienden la llamada Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), una estrategia de confrontación comercial y política con Estados Unidos, ideada por Chávez. Ni el Brasil de Lula ni la Argentina de Kirchner, dos importantes economías emergentes encabezadas por gobiernos de izquierda, han endosado el ALBA y prefieren mantenerse en la lógica de integración regional, no hemisférica, que representa el MERCOSUR, mientras se avanza en una negociación más equitativamente del ALCA.

El hecho de que países, como México, que pertenecen al Tratado de Libre Comercio de América del Norte también estén interesados en sumarse al MERCOSUR es revelador del carácter pragmático, no ideológico, de las nuevas estrategias de integración comercial. El comportamiento respetuoso del presidente George W. Bush, para con sus homólogos argentino y brasileño, también se enmarca en el avance, lento y conflictivo, de una diplomacia interamericana que, finalmente, deje atrás los enconos y las suspicacias de la guerra fría y que promueva un claro discernimiento entre gobiernos legítimos y razonables de la nueva izquierda democrática, como los de Kirchner, Lula, Vázquez o Torrijos, y el enclave neopopulista de Castro, Chávez y Morales.

Si, desde el punto de vista comercial, las Américas están divididas entre países que desean el ALCA, tal y como está, y países que proponen una negociación más equitativa del mismo, desde el punto de vista político, la polarización americana es más evidente: entre una América democrática de 33 naciones de la región y una América autoritaria de, hasta ahora, sólo dos naciones, Cuba y Venezuela. No por ser democráticos, aquellos 33 países dejan de ser soberanos y, en momentos decisivos, como el de la guerra de Irak, los gobiernos de cuatro de ellos -México, Chile, Brasil y Argentina- se opusieron a Washington. Los otros dos, en cambio, privan de derechos políticos a sus ciudadanos en nombre de una fantasiosa lucha contra el "imperialismo yanqui".