Las dos caras de Hovstad

Primero topas con los nombres; después descubres que detrás -algunas veces- también existen las personas. No tengo el gusto de conocer ni a Juan Mayorga, autor de la brillante versión de Un enemigo del pueblo de Ibsen producida por el Centro Dramático Nacional, ni a mi colega Javier Moreno, el meritorio nuevo director de El País que esta semana ha adquirido unas migajas de notoriedad en los medios periodísticos al espetar ante la mirada complaciente de sus jefes que EL MUNDO «se ha embarcado en una grave operación de desestabilizar a las instituciones democráticas sin parangón en Occidente».

Como tampoco sé si ellos se conocen entre sí, o si a Moreno -licenciado en Químicas como Rubalcaba- le gusta el teatro, o siquiera si lee otras cosas que no sean periódicos, no puedo concretar si bastaría con que se llamaran por teléfono, si sería mejor que Mayorga le enviara un par de entradas para la función o si lo más práctico consistiría en que simplemente le remitiera el texto con un propio. Pero a ambos les conviene ese contacto. Al adaptador para difundir la inteligencia de su trabajo. Al meritorio director para disponer de argumentos literarios con los que relativizar y a la vez dotar de mayor sutileza, y por lo tanto profundidad, sus juicios categóricos.

A Mayorga tengo que hacerle un único pero sentido reproche: haber dejado fuera del libreto la que en todas las versiones anteriores ha sido siempre mi frase favorita del texto de Ibsen. Me refiero al inicio del quinto acto cuando el doctor Stockman, agredido durante el mitin en el que se le proclama «enemigo del pueblo» por su empeño en difundir la incómoda verdad de que las aguas del balneario local están contaminadas, se permite su primer y único gesto de ironía autocompasiva, relamiéndose jirones y desgarros: «¡Uno nunca debería ponerse su mejor pantalón para luchar por la libertad y la verdad!». Ahora el concepto pervive con mucha menos intensidad dramática al ser trasladado hasta los labios de una mera espectadora timorata como la señora Stockman, proyectarse sobre otra prenda de vestir y perder por el camino una de las dos motivaciones del combate: «No debería uno ponerse su mejor camisa para luchar por la verdad...».

A cambio cualquier periodista debe sentirse compensado con creces por el acierto con que Mayorga ha fortalecido a modo de historia lateral o paralela el debate sobre el papel de la prensa y la ética informativa a través de la evolución del personaje de Hovstad. El añejo director de La Voz del Pueblo, siempre nadando entre las dos tintas del idealismo y la cobardía de la era de las linotipias, se ha convertido ahora en el líder e impulsor del Canal 99, una dinámica emisora de televisión local cuyos vídeos, sabiamente administrados en el montaje de Gerardo Vera, terminan siendo el mejor atrezzo de la producción.

La tarjeta de visita con la que Hovstad se nos da a conocer en el primer acto no precisa énfasis alguno, pues Ibsen quiere que creamos que es un hombre comprometido con los valores de su profesión. «Petra, si su vocación es la verdad, entonces tiene usted madera de periodista», le dice a la hija del doctor Stockman. «¿Me autoriza a informar sobre su descubrimiento...? La gente debe saberlo cuanto antes», le requiere enseguida al médico.

Es en ese momento, en el que el público percibe con simpatía al periodista como el auxiliar indispensable del héroe dispuesto a revelar el secreto que pondrá a todos frente a sus contradicciones, cuando Mayorga acentúa el mérito de Hovstad. A muchos les habrá pasado desapercibido, a mí no. Su versión recoge fielmente el guiño de complicidad que Ibsen pone en boca del viejo Kul, suegro del doctor Stockman, cuando despidiéndose de él y del director del Canal 99 les dice pillín: «Bueno, os dejo para que conspiréis tranquilamente». Pero añade de su propia cosecha: «¡A por esa gentuza! ¡Sin piedad!». Y también es de Mayorga la proclamación solemne del propio Stockman: «En efecto, el señor Hovstad está implicado en la conspiración para volver loca a toda la ciudad». La reiteración no puede ser más actual y oportuna: el empeño por iluminar las zonas de sombra siempre será contemplado por el poder y sus acólitos como una «conspiración», pero bienaventurados sean esos «conspiradores» porque gracias a ellos los ciudadanos conocerán todo lo que tienen derecho a saber.

En esos minutos de santificación escénica el adaptador permite a Hovstad agrupar en un pequeño monólogo algunas de las declaraciones de intenciones con las que Ibsen había trufado sus más ambiguos diálogos: «Cuando fundé el Canal 99, me comprometí a vigilar al poder, tuviese el color que tuviese... Cuando elegí ser periodista, decidí dar voz a los sin voz. Nunca cejaré en esa lucha, por dura que resulte. Sé que puedo perder. Pero para mí la verdadera derrota sería no tener la conciencia tranquila. Nunca me perdonaría desaprovechar la ocasión de construir una sociedad más justa y más libre».

Pero más dura será la caída. Todo el mimo con el que el texto ha tratado a Hovstad durante la primera parte de la función se transforma en sañuda persecución de su cinismo cuando desde la mitad del tercer acto se convierte en catalizador del cambio de actitud de unos poderes fácticos que, como ocurrió durante el final del felipismo con el crimen de Estado y la corrupción o como ha ocurrido durante la Administración Bush con las pruebas para justificar la invasión de Irak, prefieren mantener como verdad oficial una flagrante mentira antes que ver perjudicados sus intereses.

Hovstad va apareciendo sucesivamente como el abanderado de la telebasura -«Digamos que en esos programas de entretenimiento nos dejamos guiar por los gustos del público»-, como el zafio seductor de la hija del doctor Stockman -«¡Cuánto me gustaría ayudarla a encauzar esa energía que la desborda!»-, como el chaquetero dispuesto a encontrar siempre justificaciones para acudir en auxilio del vencedor -«Doctor, el alcalde nos ha explicado aspectos que usted nos ocultó»-, como el hipócrita capaz de revestir su oportunismo con el ropaje de la solemnidad -«El compromiso con la libre expresión de las ideas no puede reñir con el sentido de responsabilidad cuando lo que está en juego es el interés público»- e incluso como la sanguijuela de alquiler que va insinuando sus tarifas con el más contemporáneo de los léxicos: «Hay formas de ayudar a un medio de comunicación en dificultades: subvenciones, publicidad institucional...».

Es obvio que todos los responsables de los grandes medios de comunicación tenemos nuestros seguidores y nuestros detractores a nada que llevemos unos cuantos años haciendo cada mañana el paseíllo; y si se consolida en el cargo, cosa que sinceramente le deseo, también le ocurrirá más pronto que tarde al meritorio nuevo director de El País. Los unos nos ven como al admirable Hovstad del primer y segundo acto, los otros como al detestable Hovstad del cuarto y quinto acto. En la medida en que nuestras ideas y actitudes suscitan la empatía o el repudio de millones de personas, pasamos simultáneamente por ángeles y demonios. Sin embargo la realidad es mucho más prosaica, entre otras razones porque es imposible que la virtud y el vicio adornen al mismo tiempo a alguien en grados tan extremos. Hovstad no existe al margen de la literatura, aunque en todos los periodistas seguro que habrá alguien que encuentre algo de las dos caras de Hovstad.

Como el buen salvaje, todos los que hemos elegido esta forma de vivir nos levantamos cada mañana henchidos de nobles sentimientos y dispuestos a ejercer de la manera más digna posible nuestra misión informativa. Pero ya en la ducha, al afeitarnos o al tomar el desayuno vamos reencontrándonos con nuestros propios prejuicios. Luego al llegar a la redacción nos topamos los lunes, miércoles y viernes con el proyecto intelectual del que formamos parte y los martes, jueves y sábados con los legítimos intereses creados de nuestros lectores, accionistas y anunciantes. Cada uno en su ámbito toma cada día decenas de decisiones instantáneas que tienen que ver con la jerarquía, el tratamiento o el enfoque de la información, sin que -como acabamos de ver en el caso de Luis Fernández, optando por emitir en TVE sólo los fragmentos de la entrevista con José María García en los que el atacado era él mismo- existan normas canónicas exactas que determinen qué es lo que hay que resolver, pues ningún escenario es idéntico a otro.

La clave para que nadie pueda abusar de su poder o perjudicar a todos con sus errores se llama pluralismo. Es obvio que en la pequeña ciudad del doctor Stockman no había más periódico que La Voz del Pueblo y uno de los contados anacronismos de la versión de Mayorga es que al mitin en el que culmina toda la acción dramática sólo asisten las cámaras del Canal 99. ¿Dónde están las de las otras dos, tres, cuatro o 98 emisoras cuya dispar actitud ante el asunto habría quebrado el falso fatalismo final de que «el hombre más fuerte es el que está más solo»?

Si las exageraciones y dislates del meritorio nuevo director de El País presentando a EL MUNDO como el mayor «desestabilizador institucional» -¿por qué no decir «enemigo del pueblo», Moreno?- en todo el orbe occidental hubieran sido una súbita erupción cutánea propia de toda funcionalidad adolescente, no sería necesario tener que recordar principios tan elementales tales como que la tolerancia es la columna vertebral del pluralismo y que nadie hay tan enfermo como el maniqueo que, a base de ver en su adversario el compendio de todos los males, termina odiándolo hasta el extremo de sufrir con su felicidad y no poder soportar su propia existencia.

El problema es que esto viene de atrás. De muy atrás si nos remontamos al tiempo en el que Juan Luis Cebrián bautizó como «sindicato del crimen» a quienes íbamos cercando con nuestras averiguaciones a los criminales a los que él protegía, sindicando todo tipo de réditos con González, o simplemente de hace unos meses si tomamos como referencia un artículo del propio consejero delegado del grupo Prisa con el elocuente título de Sobre la mierda (de toro). Desde que su amigo, íntimo colaborador y alma gemela proclamara en un almuerzo en Don Benito que «Aznar y Anguita son la misma mierda» y añadiera después ante 3.000 personas en Granada que «el que es una auténtica mierda es Pedro J.», nadie había vuelto a recurrir a esa solución final de la dialéctica que es la escatología.

Bajo el disfraz de un anglicismo, Cebrián se permitía referirse a este diario hablando de «pendejadas altisonantes», «periodismo amarillo, máquina de difamar», «diseminación de basuras», «mentiras e injurias», «desvaríos» que fomentan «la calumnia y la maledicencia» o «voceador de inmundicias». Todo ello a cuenta de nuestra investigación tenaz, abierta y multidireccional sobre la tremenda masacre del 11-M y en paralelo a la consumación por parte de su propio periódico de una manipulación informativa que analistas menos moderados que yo podrían definir, con no poco fundamento, precisamente con algunos de esos epítetos.

Desde que pretendieron inventarme condescendencias primigenias con los GAL, a base de alterar el sentido de algunos párrafos sacándolos de contexto -como si todos tuviéramos un pasado colaboracionista del que avergonzarnos en el armario-, y se vieron obligados a hacerse eco del alud de protestas de sus lectores, que constataron la trapacería tras nuestra reproducción íntegra de los artículos, no habían perpetrado otra igual. «Mientras 'El Mundo' pague, les cuento la Guerra Civil», tronaba un titular a tres columnas en portada. «Las conversaciones en la cárcel de Suárez Trashorras, el minero procesado por los atentados», proclamaba un relampagueante subtítulo. La burda falacia proseguía en el arranque de la información y culminaba con un editorial anatematizador titulado A cualquier precio. Sólo los lectores más pacientes y meticulosos llegaban a enterarse, párrafos adentro, de que lo que Trashorras había comentado a sus padres no es que EL MUNDO le hubiera pagado por unas recientes declaraciones en las que había roto sus dos años y medio de silencio, tal y como se pretendía hacer creer con tamaña tormenta tipográfica, sino que imaginaba, suponía o elucubraba que tal vez lo hubiera hecho con una tercera persona -su ex compinche Nayo-, que a miles de kilómetros de distancia había dicho cosas desagradables para él. Total que en el primer alumbramiento con despliegue de luz y sonido del meritorio nuevo director -Moreno ya firmaba el periódico- parturiunt montes, nascetur ridiculus mus.

Pero, claro, eso no podía quedar así, tratándose de un grupo de comunicación tan poderoso. El director debió poner tan ridículo ratoncillo en manos de un subdirector, el subdirector lo encomendó a un redactor jefe, el redactor jefe se lo pasó a un tertuliano de la Ser, el tertuliano de la Ser a un comentarista de CNN+, el comentarista de CNN+ a quién sabe qué buena comadre y la buena comadre al corresponsal de El País en París que abrió la puerta de la jaula en una emisión de France 5 y soltó al centro de la pista un espectacular león rugiendo y dando zarpazos: no sólo Trashorras había declarado que EL MUNDO le había pagado, sino que lo había hecho ante el juez y denunciando que había sido para implicar a ETA en el 11-M, por todo lo cual -conmoción y espanto entre la desinformada audiencia- «en cualquier otro país ese periódico estaría cerrado».

Fue tras nuestro público emplazamiento para que aclarase si hacía suyas la versión y la receta de su replicante parisino, cuando el meritorio nuevo director nos presentó ante los alevines de su máster de periodismo como la mayor amenaza mediática para la democracia jamás surgida a ambas orillas del Atlántico. Ignoro si cuando sus jefes le pasaron luego la mano por el lomo, estaba también presente el Júpiter tonante que hace unas semanas creyó llegado su turno dentro del concurso televisivo por ver quién dice algo más denigratorio del director de EL MUNDO, apoyándose nada menos que en la tragedia de la T-4: «Te hace mucha gracia todo lo que tiene que ver con el terrorismo... ¡Qué contento estabas el otro día con el atentado!».

¿Qué habremos hecho nosotros para merecer todo esto? ¿Será por lo del gran grupo editorial en marcha, junto a los colegas y amigos de Recoletos? ¿Tendrá que ver con la acentuación de la tendencia -nueva subida significativa de EL MUNDO, nueva caída de dos dígitos de El País- en los inminentes datos de la OJD de enero? ¿O todo se circunscribe, en realidad, al «¡vale ya!» que de modo coral se nos pretende imponer con relación al 11-M, como si en el sacrilegio de nuestra incredulidad se compendiaran todos los motivos que a sus ojos nos hacen execrables?

Si despojamos tanto al angélico como al diabólico Hovstad de su empaque declamatorio y nos centramos estrictamente en su conducta, mi veredicto es que a lo largo de toda la función demuestra ser un director incompetente pues ni cuando está dispuesto a airear los datos descubiertos por el doctor Stockman, ni cuando se empeña en ocultarlos, dedica un solo momento a su estudio, análisis, contraste o corroboración. Se comporta como uno más de esos colegas que tienen decidida de antemano su postura y ni siquiera se molestan en averiguar si la verdad va a estropear o no sus titulares. Las dos caras de Hovstad confluyen finalmente en un mismo diletante de verbo fácil y whisky en ristre cuya gandulería se interpone siempre ante las obligaciones que en el terreno de la comprobación empírica nos impone la ética de la realidad.

Cuando el tribunal del 11-M ordenó analizar los restos de explosivos hallados en los focos de los trenes, nunca pensé que ni el Ministerio del Interior ni El País fueran a reconocer nuestra decisiva contribución a que esa esclarecedora prueba se llevara por fin a cabo, pero sí que di por sentado que la formación adquirida como químicos tanto por Rubalcaba como por Moreno facilitaría mucho la interpretación objetiva de sus resultados. Hétenos aquí, sin embargo, que a la vista de los informes provisionales, uno y otro ya han proclamado -directamente o por persona interpuesta- que la reiterada detección de una sustancia como el dinitrotolueno que no forma parte de la composición de la Goma 2 ECO es precisamente la prueba definitiva de que lo que estalló en los trenes fue Goma 2 ECO. ¡Toma ya! Será que los que no sabemos nada de química somos nosotros. O que no tenemos el desparpajo de presentar como «muestra de Goma 2 ECO proporcionada por la Unión Española de Explosivos a la Policía para su análisis» lo que no es sino el mismo trozo de dinamita ya aportado como supuesta «muestra patrón» en 2004 no por el fabricante sino por el destituido jefe de los Tedax Sánchez Manzano. Entonces estaba contaminado por metenamina y ahora -qué casualidad- por dinitrotolueno.

Nunca propugnaremos el cierre de El País ni les lapidaremos con pedruscos del calibre -¡«sin parangón en Occidente»!, ha dicho el meritorio- de los que ellos nos lanzan a nosotros. Siempre argumentaremos, debatiremos y razonaremos. Y a la pregunta clave de la derrotista señora Stockman -«¿De qué sirve la razón cuando no se tiene el poder?»- responderemos con la interrogación recíproca que Mayorga añade oportunamente al diálogo de Ibsen: «¿Qué mayor poder hay que tener razón?». Serán el tiempo, los tribunales y los lectores quienes nos la den o nos la quiten. Y conste, una vez más, que este periódico no sostiene al día de hoy ninguna versión alternativa sobre lo que ocurrió el 11-M, pero sigue convencido de que no ocurrió gran parte de lo que nos dicen y de que mucho de lo que ocurrió aún no nos lo ha dicho nadie.

Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO.