Las dos caras del Faraón

El historiador romano Salustio observó que la manera en que se crean los estados determina cómo son gobernados. Esta máxima se puede aplicar también a los propios gobernantes. Es más, en muchos casos, la manera en que termina el poder de un gobernante determina cómo será recordado su régimen.

Éste parece ser el caso del ex presidente egipcio Hosni Mubarak, que fue depuesto luego de un masivo levantamiento popular contra su régimen, que se caracterizó por ser autoritario, opresivo, corrupto y nepotista.

Sin duda, Mubarak fue un gobernante autocrático, en cuyo gobierno la oposición radical –especialmente islámica- no era tolerada. Las elecciones eran una farsa, una forma jerárquica de gobierno controlaba a la población a través de una plétora de servicios secretos (“el estado Mukhabarat”) y el sistema con que se lo identificaba era cualquier cosa menos libre.

Sin embargo, comparado con las dictaduras brutales de Saddam Hussein de Irak, Bashar al-Assad de Siria o Muammar el-Qaddafi de Libia –así como el despotismo teocrático de Arabia Saudita-, la autocracia de Mubarak fue un asunto leve. Los líderes de la oposición eran acosados y encarcelados injustamente, pero no eran ejecutados sumariamente, como en Siria o Irak. Inclusive a la Hermandad Musulmana, prohibida como organización política, se le permitía desarrollar sus redes sociales y culturales, lo que explica su fenomenal éxito en las elecciones parlamentarias libres de 2012, así como su victoria en la contienda presidencial ese mismo año.

Si les dieran a elegir, la mayoría de los árabes preferirían vivir bajo el régimen Mubarak que gobernados por Saddam o Assad. Y, a la hora de la verdad (y después de una respuesta inicial violenta ante la ola inesperada de manifestaciones), Mubarak prefirió renunciar que dispararle a su propio pueblo. Saddam o Qaddafi no tenían ningún recele en ese sentido; tampoco lo tiene Assad.

Más allá de esto, Mubarak –que llegó al poder después de que un terrorista islamista asesinó a su antecesor, Anwar Sadat- le dio a su pueblo 30 años de paz. Su decisión estratégica de mantener el tratado de paz con Israel de Sadat –que sacó a Egipto de un estado de guerra con Israel que había empobrecido al país durante décadas y que condujo a una derrota tras otra- no fue fácil. Y no se vio facilitada por las medidas duras y a veces provocativas de los gobiernos israelíes de derecha para con los palestinos.

Mantener la paz con Israel frente a sus dos guerras en el Líbano y su brutal campaña contra Hamas en Gaza en 2008 exigía una resolución valiente, especialmente porque la mayoría de los grupos opositores en Egipto –desde los nacionalistas nasseristas de izquierda hasta la Hermandad Musulmana- siempre se opusieron al tratado de paz.

Para Mubarak, el imperativo supremo de no hundir a Egipto en una guerra estaba determinado no sólo por la necesidad de mantener su cuerda de salvamento financiero con Estados Unidos, sino también por una comprensión profunda de cuáles eran las prioridades de su país. Los líderes egipcios del pasado –sobre todo, Gamal Abdel Nasser- en dos ocasiones habían llevado al país no sólo a derrotas frente a Israel, sino también a una horrible guerra civil en Yemen.

Aunque nunca lo dijo públicamente, el lema de Mubarak era: “Nunca más” o, según las palabras de Sadat en su discurso ante la Knesset en Jerusalén: “No a la guerra, no a la violencia, no al odio”. Esta parte del legado de Mubarak no debería pasarse por alto u olvidarse.

La Paz de los Treinta Años con Israel le dio a Egipto la posibilidad de un crecimiento y un desarrollo económico. Egipto no superó su pobreza sistémica, pero un segmento importante de la sociedad egipcia ganó un bienestar de clase media moderado. Cualquiera que visitaba El Cairo podía ver cómo la paz había incidido en las vidas diarias de millones de egipcios: sus descendientes llenaron la Plaza Tahrir en 2011 con su buen inglés, sus jeans a la moda, sus teléfonos celulares y sus cuentas de Facebook y Twitter. Fueron ellos, no los fellahin (campesinos) del Valle y del Delta del Nilo, los que derrocaron a Mubarak.

Pero esta prosperidad relativa tenía su lado más oscuro: el nepotismo, la corrupción masiva, una cultura política servil y obsecuente y una distribución profundamente desigual de la riqueza y del privilegio. Si bien el estilo de Mubarak en los últimos años de su régimen parecía cada vez más personal y dinástico, en el fondo encarnaba el rol que el ejército ha desempeñado en la política egipcia desde su golpe en 1952.

Fue el ejército el que salvó a Egipto de una combinación de luchas internas y fanatismo religioso, razón por la cual los sauditas durante años intentaron minar el régimen militar en Egipto. La toma del poder por parte del ejército también siguió una suerte de tradición en la que el ejército es el portador legítimo del poder político en los países árabes (y muchos otros países musulmanes).

Esto iba acompañado de hacer a los altos mandos militares no sólo más poderosos, sino también inmensamente ricos, lo que fue una causa importante del ánimo generalizado contra el rol del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que salió a la luz después de cooperar con los manifestantes en el derrocamiento de Mubarak. Al arrojar a Mubarak por la borda, los generales esperaban ejercer un control militar de la sociedad egipcia. Mubarak puede haber sido el Faraón, pero, al final de cuentas, no era más que la cima de la pirámide del régimen militar.

Los dilemas históricos del país no desaparecieron con la caída de Mubarak. Las multitudes de manifestantes jóvenes, elocuentes y educados que aparecían en CNN o Al Jazeera en 2011 son un pequeño segmento de los 100 millones de personas del país. La mayoría de los egipcios no tienen cuentas de Facebook –o un acceso confiable a la electricidad y al agua potable-. Frente a la oportunidad, la mayoría de ellos votaron en 2012 a los fundamentalistas islámicos –o a un régimen del estilo del de Mubarak que prometía un retorno al viejo orden- en lugar de a los manifestantes liberales de clase media.

La democracia necesita demócratas. Egipto todavía no los tiene en cantidades suficientes. El destino de Mubarak, y la agitación política que siguió a su muerte, refleja esa tragedia más profunda de la sociedad egipcia.

Shlomo Avineri, Professor Emeritus of Political Science at the Hebrew University of Jerusalem and a member of the Israel Academy of Sciences and Humanities, served as Director-General of Israel’s foreign ministry under Prime Minister Yitzhak Rabin. He is the author of, among others, Theodor Herzl and the Foundation of the Jewish State and Karl Marx: Philosophy and Revolution.

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