Las dos crisis

Tenemos una crisis económica y una crisis política. La primera la ve todo el mundo, al padecerla. La segunda, al fondo, se siente, aunque muchos no quieren reconocerla porque sería tanto como admitir el fracaso de lo que ha venido siendo el icono de la vida española durante las últimas décadas: la Transición. Lo malo es que la crisis económica —la más urgente— no puede solucionarse sin resolver la política, al formar parte de ésta, como vamos comprobando conforme nos adentramos en ella.

¿Qué hicimos mal en aquel tránsito del franquismo a la democracia? ¿Cuándo empezó a jorobarse la España actual?, como Vargas Llosa se preguntaba de su país. Pues cuando cerramos mal el pacto que la Transición representaba. Un pacto entre las dos Españas de Antonio Machado que nos helaban indistintamente el corazón, para no repetir los errores que nos habían llevado a la Guerra Civil, ejercicio no ensayado hasta entonces en ninguna parte: el paso de totalitarismo a la democracia sin derramamiento de sangre, de ahí la expectación que despertó en todo el mundo. Por una vez, sin embargo, fuimos innovadores en vez de conservadores en el terreno político, y lo conseguimos, al menos aparentemente, ante la admiración y aplauso de todos, rompiendo el tabú de que no se podía dar ese salto sin romperse la crisma. Pronto lo dieron otros, como los países del Este.

¿Cómo se consiguió? Influyó la memoria colectiva dejada por la carnicería incivil y la convicción de que el franquismo había muerto con Franco, que empujó a la componenda, palabra sospechosa en español, por lo que se eligió la de consenso, la más popular en aquel tiempo. Consenso significa ceder algo para ganar algo, y para alcanzarlo se eligió un campo neutral: la democracia. La izquierda renunció a la revolución. La derecha, a la dictadura. De responsabilidad, la otra pata, con la libertad, no habló nadie.

Así comenzó a funcionar una democracia sin demócratas y una monarquía sin monárquicos, eso sí, con todos los instrumentos de una democracia formal y algunos que añadimos, pues no podíamos renunciar a ser diferentes: partidos, congreso, senado, elecciones, tribunales (Constitucional uno de ellos) sindicatos, patronal, Defensor del Pueblo, Autonomías, incluidas unas «nacionalidades» que nadie se molestó en definir, y otros que no he visto en democracias consolidadas, como la norteamericana.

Su problema era el apuntado: que aquello era sólo el aparato, la carcasa democrática, no la democracia en sí, que tendríamos que poner los españoles. Me refiero a su funcionamiento. Seguían los usos de siempre, al seguir la mentalidad de antes, y cuando digo antes no me refiero al franquismo, sino a la de tiempo inmemorial en nuestro país, como se vio muy pronto.

Los partidos —anatema durante la etapa anterior— pasaron a ser, por esa tendencia a los bandazos que nos caracteriza, no ya la referencia, sino los protagonistas de la vida política, social y económica española. Los «amos» vamos, dominando no sólo el ejecutivo, sino también los dos otros dos poderes del Estado, el legislativo y el judicial, que les habíamos ofrecido en bandeja, en ingenua compensación al ostracismo que acababan de sufrir. Si uno de ellos se alzaba con la mayoría absoluta se convertía en dictador de hecho y de derecho, sin que nadie se diera cuenta de lo que significaba. Pues cuando se dan esos poderes, se ejercen, no importa el régimen. ¿Recuerdan el «vamos a dejar España que no la conozca ni la madre que la parió»? ¿Recuerdan el «Montesquieu está enterado»? ¿Recuerdan Rumasa? Pues eso.

Lo malo es que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente, y esa corrupción acabó con el largo mandato del PSOE de Felipe González, como acabaría luego con el del PP de Aznar, aunque en este caso influyese también el deseo de interpretar un protagonismo en la escena mundial fuera del alcance de una potencia media que es nuestro país en el mejor de los casos. Mientras la democracia española se iba debilitando ante la indiferencia de una ciudadanía que buscaba sacar provecho personal del adelgazamiento de las instituciones. La corrupción, que había empezado en la cabeza, alcanzaba ya la base social, cuyo grito podía ser aquél con el que recibían a Felipe González en los pueblos «¡Felipe, colócanos a todos!». Aunque fuera colocarlos en el paro. Y no era sólo en los pueblos, era también en las ciudades, y no sólo a Felipe González, sino a cualquier líder de cualquier partido. Y si podían, que era más veces de las que convenía a la salud económica del país, lo hacían.

En este clima de frívola euforia general, llegó Zapatero dispuesto a que la juerga continuase y, encima, a desenterrar a los muertos de la Guerra Civil. Lo que produjo la primera fractura interna de la nación. Aunque la grieta venía apreciándose desde bastante antes. Mientras la economía funcionó —entendiendo por funcionar que todo el mundo podía sacar provecho de aquel festín de ladrillo, deuda y subvenciones—, no importaba. Pero cuando llegó la crisis, la mayor desde la del 29, aquella escuálida democracia descarrilló. Si bien llamarla democracia a aquellas alturas resulta exagerado. La democracia se compone de derechos y deberes a partes iguales, no habiendo tal cosa en una España donde todo eran derechos y nada, deberes, palabra borrada de nuestro vocabulario. Así que el descarrilamiento estaba garantizado.

Ante él, los españoles reaccionamos con nuestra fórmula favorita: el vuelco. Dar a Rajoy plenos poderes para que nos resuelva el problema creado por todos. Pero a Rajoy se le pide que resuelva las dos crisis al mismo tiempo: la económica, con España a punto de irse por la cañería, y la política, con la corrupción como cáncer nacional, su partido incluido. Él se concentró en la primera —evitar el rescate, reducir la deuda, hacer los ajustes—, hasta que el caso Bárcenas le estalló en la cara. Ha intentando posponerlo, ignorarlo, minimizarlo, pero una oposición en la que ha revivido el instinto cainita, no le ha dado tregua. Ni se la dará. En su último debate parlamentario, ha logrado frenar el acoso y una pausa. Pero tiene todavía un largo camino hasta la plena recuperación económica y sabe que los avances no servirán de nada si no soluciona la crisis política, que no es otra que hacer de España un país donde derechos y deberes vayan aparejados, sin depender del partido, la familia, la región o las conexiones que se tengan. Una segunda Transición en suma, que corrija los errores de la primera. Algo más difícil que los trabajos de Hércules, pues nuestros establos tienen más estiércol que los de Augías y la corrupción es peor que la hidra de Lema. Intenta lograrlo con un plan nacional de regeneración. Pero el mejor, por no decir único, plan es el ejemplo. A los buenos me refiero. De malos, hemos tenido ya bastantes.

José María Carrascal, periodista.

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