Las dos Españas

España ha sido y siempre será una. Bien dividida, se entiende. Una y trina; cuatro, ahora. Pero trina. Como para no trinar. España trina por Twitter, que es el piadero normativo, o trina de oficio, pero trina antes de votar, trina cuando vota y trina después: «yo», «yo», «yo», las tres personas del Verbo; y, ahora, también «yo» («nosotros», si la cosa se tuerce y toca hacer piña; «vosotros», si convienen los culpables; «ellos», para encauzar el desdén). España, que dice la verdad en las encuestas, pero miente cuando vota, acude a las generales como acude a Eurovisión: aguantándose la risa. Y, cuando se abren las líneas telefónicas, tanto salva a un centauro de la expulsión de Gran Hermano (en España los sentimientos se magnifican) como lleva al Senado a Chikilicuatre, para desafiar a la audiencia con esa cara que pone Jordi Hurtado cada vez que muere alguien y le da un codacito a su mujer.

Las dos EspañasPronadores y supinadores: las dos Españas. Soñadores y durmientes. Gargantuescos y pantagruélicos. En Pitufo verde y verde pitufo, tebeo de leyenda menor del bruselense Peyo, la aldea pitufa se quebraba entre los que decían «pitufacorchos» y quienes preferían «sacapitufos», dilema notable en un mundo en el que una misma expresión lo significa todo. Unos se pitufaban la mano y otros se daban la pitufa; no votaban, ¿para qué?, pasaban directos al cisma con el vigor de quien se salta el entreacto. Los pitufos comprendían las virtudes de la dictadura con rostro humano, aunque el yugo verdadero lo imponía, no el Gran Pitufo («Papá Pitufo» hoy, por perversa desviación televisiva –antes revelada en los dibujos que en las noticias–), sino el Padre Abraham, rabino amable y perturbador, que hipertrofió a sus microcantores con un programa de pesas y los envió a la guerra, de cassette en cassette, de circo en circo y de plató en plató.

«¿Te molesta?», preguntó Góngora un día a Quevedo, quien, perplejo, lo miraba desde detrás de las lentes. «Pues tira de aquesta», remató, sin dar tiempo a Quevedo a contestar, mientras se acomodaba con intención las calzas bajo el gregüesco. Gongorinos y quevedescos: las dos Españas. Barrocos y barroquísimos. Culteranos y Capuletos. Decía Quevedo, feroz judeófobo (judíos y antisemitas: las dos Españas), con alegre anticipo, que «nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir», y que «todos los que parecen estúpidos lo son, y la mitad de los que no lo parecen». Un setenta y cinco por ciento de estúpidos, de los que un tercio se guarece en el silencio, no es cifra mala, si con un espabilado de cada diez sale adelante un país. Diestros y zurdos. Apolíneos y dionisíacos. Estridentes necios y necios silentes. Las dos Españas. La de cenar y la de picotear. La de dulce y la de salao. La de nadar y guardar la ropa. Y la otra. Dibujamos fronteras donde ya las había, a ver si a fuerza de reincidir convertimos las líneas discontinuas en una sola, la recta en acequia y la acequia en grieta. El español, que sólo infravalora mejor que sobrevalora, se crece en el castigo si es autoinfligido, no busca enemigos fuera que no pueda guardar dentro –entre la cartera y el corazón– y da mandobles a su sombra si se enfada con el Sol. Sólo el español de pro habla con el vacío desde la infancia, y, ante el exhorto de sus padres, les presenta, muy formal, a su enemiguito imaginario, que mueve las tazas con tino, se come las galletitas y se bebe el té. El español que Dios prefiere encuentra suntuario a Bach, se sorprende del frío en el invierno y mete un pan entre dos panes y lo llama bocadillo.

España es una y trina porque siempre han sido dos trinando, y, ahora que trinan cuatro, trina y trina más que nunca, más alto cada vez y cada vez con peor dicción, por si trasciende que pían los que piaban, que los nuevos son los que eran, sólo que aún no estaban, en dos sentidos contrarios y una misma dirección. Las dos Españas, que son más ahora que nunca: cuatro, seis, ocho, ocho Españas; diez Españas; dos al fin, las dos de siempre, una con tendencia a la mitosis y la otra también, la una espejo de la otra y la otra también, lo mismo pero al revés, más el Espíritu Santo, que concede discernimiento a quien no lo necesita y propina alazos a quien sí, como quien reta a duelo al apóstata perplejo en el templo de Jerusalén, o en uno de ellos. Dijo también Quevedo (no todo lo dijo Churchill) que «mejor vida es morir que vivir muerto», que «el amor es fe y no ciencia» y que «más fácilmente se añade lo que falta que se quita lo que sobra». No hablo de memoria: lo he leído en el «Muy interesante». Nada pongo, pues, ni quito. Aquí sobramos todos. Corresponde, pues, gastar en sillas, por mejor esperar sentado –con el número de la carnicería en la mano– a que la Parca espante el general ridículo con un redoble, un platillo y un alejop que divida el mundo en las dos únicas orillas que importan. Las de Manrique, de ríos caudales y chicos. Las del Sar de Rosalía. Las urbanas del Borges criollo... Hipotensos e hipertensos. Estrábicos y miopes. Nómadas y sedentarios. Rockers y mods. Guapas y majas. Diurnos y nocherniegos. Creyentes y practicantes. Buenos y malos. Tontos y tontos. Azules, rojos, morados, naranjas... Las dos Españas. Vivos y muertos. Usted y yo.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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