Al menos desde el 98 ha sido moneda corriente en la vida política e intelectual española explicar los males nacionales con el recurso a una figura omnicomprensiva: poco pueden los españoles hacer para arreglar sus conflictivos destinos, se decía, porque no hay una sola España, sino dos, y cada una de ellas ha jurado odio eterno a la otra. Los noventaochocentistas, con todo, creyeron que la epidemia no tenía visos genéticos y se esforzaron en buscar soluciones más o menos bienintencionadas al problema, unos proponiendo cirujanos de hierro, otros sugiriendo que se cerrara con siete llaves el sepulcro del Cid, aquel otro clamando por la adopción del modelo finlandés para las tierras peninsulares. Todos confiados en que la madre España encontraría la vía para renacer de sus cenizas y hallar de nuevo la solidez interior y la grandeza exterior de sus mejores siglos.
Fue Antonio Machado quien dictaminó con belleza poética y rotundidad apodíctica que no había nada que hacer, que, por mucho que los habitantes del solar ibérico se empeñaran, lo que de verdad quedaba era aquello de que «españolito que vienes al mundo, te guarde Dios; una de las dos Españas ha de helarte el corazón». Vino la Guerra Civil para confirmarlo, y para dar aparentemente definitiva partida de bautismo a una España roja y a otra azul, a una de izquierdas y a otra de derechas, a una de ricos y a otra de pobres, a una clerical y a otra laica, a una retrasada y a otra progresista, a una inquisitorial y a otra tolerante. Y así hasta el infinito de los binarios.
Llegada que fue la muerte de Franco y con ella, durante la Transición, el advenimiento de la democracia y de la Constitución del 78, resultó que los españoles sí podían construir una sola España en donde todos, vinieran de donde vinieran, podían vivir juntos en armonía y común provecho sin necesidad de repetir enfrentamientos. Hubo entonces una sola España. Y a pesar de los pesares, sigue habiendo una sola España, y nadie lo sabe mejor que los que la quieren romper, o los nacidos ayer que la quieren reinventar, o los que pretendieron acabar con su existencia mediante el tiro en la nuca, la extorsión o el secuestro.
Pero pareciera como si a esa única España de los mejores y recientes tiempos la estuvieran amenazando de nuevo con su división en dos, al estilo del malhadado ayer. Es otra división la que se perfila en el horizonte, esta vez no fundada en diferencias políticas o en patrimonios económicos, sino en algo más sutil y potencialmente más nocivo: las Españas que dividen a los decentes de los indecentes. Que nadie se engañe: son inmensa mayoría los españoles que pertenecen a la primera categoría. Ahí se encuentran los que con harto dolor de corazón, y no sin proferir algún vituperio que otro hacia el ministro de Hacienda, pagan religiosamente sus impuestos; los funcionarios que acuden diaria y puntualmente a sus puestos de trabajo y atienden con solvencia y eficacia las necesidades de la ciudadanía; los jueces y fiscales que trabajan para que la administración de justicia cumpla con los efectos reparadores para que fue concebida; los militares y los agentes del orden, garantes de la seguridad sin la que poco puede florecer la libertad. Y tantos y tantos otros ciudadanos anónimos que con su sacrificio y dedicación hacen posible la España eficiente y moderna del siglo XXI. Los que lo duden harían bien en pasearse por el ancho mundo para comprender en su medida exacta el dibujo de nuestra realidad.
Ocurre, sin embargo, y la información de estos últimos tiempos da de ello noticia dramática, que la ponzoña de la indecencia, aun siendo comparativamente minoritaria, alcanza círculos cada vez más anchos y profundos de la visibilidad política y social. La ciudadanía ha venido recibiendo con fatiga no exenta de asco las informaciones sobre la multiplicación cleptómana practicada con fruición por los partidos políticos, en unos casos para hacer caja corporativa y en otros simplemente para abultar los bolsillos privados de sus dirigentes. Y notorias fueron y siguen siendo las historias de los que corrompieron el sistema financiero en beneficio personal, y las de aquellos que buscaron proteger sus fortunas poniéndolas en el extranjero al abrigo de la vigilancia fiscal, y las de quienes no tuvieron empacho en utilizar los resortes institucionales del país en prosecución de unas mejores cuotas de poder político. Bien pudiera argumentarse que no es España el único país del mundo aquejado de casos de corrupción. Pobre consuelo: la acumulación de casos y cosas ha traspasado lo que estadísticamente pudiera considerarse normal en un sistema democrático para alcanzar cotas de degradación en donde la misma viabilidad del sistema está, a los ojos de muchos, en tela de juicio. Cuando además se empieza a rumorear que las actuaciones públicas contra el delito podrían responder a calendarios y agendas distintos de los que impone la misma mecánica procesal.
No hay sociedad humana exenta de vicios. Pero la democracia, que en su misma esencia es un sistema necesitado de la ejemplaridad virtuosa en que se fundamenta su filosofía, no puede sobrevivir a la generalización impune de la conducta criminal. La sonoridad de la preocupación cívica al respecto indica la brevedad del tiempo disponible y la urgencia con que el remedio debe ser aplicado. La responsabilidad de los partidos políticos y de las instituciones públicas y privadas al respecto es infinita. Como lo es la de la misma sociedad en su conjunto: los indecentes no deberían merecer su confianza.
El Departamento de Estado de los Estados Unidos acaba de publicar su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el mundo. En el capítulo dedicado a España señala como problema la existencia de una «corrupción sistémica por parte de representantes públicos». ¿Es esa la imagen y realidad de España?
Javier Rupérez, académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.