Las dos manos

El conflicto que enfrenta al Gobierno griego con las autoridades comunitarias no lleva trazas de resolverse. Los reproches mutuos no ayudarán a ello, ni servirá de nada pasar revista a las impertinencias, desplantes y malentendidos en que tan pródigas han sido ambas partes, que parecen haber alcanzado tal grado de frustración por un lado, y tragado tantas humillaciones por otro, que prolongar las negociaciones parece contraproducente. Convendría quizá que sonara el gong anunciando el final del segundo asalto y que los combatientes pudieran descansar un momento en su esquina y pedir consejo a sus mánagers.

La imagen del combate de boxeo, si bien puede parecer una descripción exacta de la situación actual, está fuera de lugar por dos razones: se trata de un combate muy desigual, ya que el poder está por completo en manos de la eurozona, de modo que sobre ella recae la responsabilidad de dar con una buena solución. Y se trata de un combate en que no puede haber un vencido: o no habrá ninguno o lo serán los dos, porque una salida de Grecia del euro –y quizá de la UE– significará el final del proyecto del euro tal como fue concebido. En primer lugar, y desde el punto de vista más superficial, porque las repercusiones económicas son literalmente incalculables, por mucho que uno y otro lado se empeñen en llegar a cifras que favorezcan a sus tesis. Aunque esas repercusiones fueran digeribles para ambas partes, además, la salida envenenaría por mucho tiempo las relaciones entre el resto de la Unión y una Grecia situada entre Turquía y los Balcanes y próxima a Oriente Medio. Por otra parte, la frase de Draghi (“haremos lo necesario para salvar el euro”) dejaría de ser dogma de fe para convertirse en objeto de análisis, tanto para los especuladores como para aquellos miembros de la eurozona que pudieran considerar abandonarla y engrosar las filas de aquellos miembros de la Unión que han preferido no caer bajo la férula de la eurozona, de modo que el espacio económico de la eurozona se convertiría en un campo de Agramante. Se consolidaría así, no la integración europea, sino la división entre un Norte y un Sur, con un país indeciso, Francia, en medio.

Lo extraordinario del caso es que las diferencias entre el plan de la troika y la última propuesta de Grecia –sumariamente rechazada por aquella hace pocos días– que se centran en el ritmo de corrección del déficit público y en las pensiones públicas son, desde luego significativas. Pero, dada la enormidad de las consecuencias de la ruptura, existe un consenso general, entre quienes no están directamente metidos en las negociaciones, de que las diferencias pueden –y por consiguiente deben– ser salvadas. La Unión está, pues, obligada a dar con una solución que haga posible la permanencia de Grecia en la zona euro. Para ello, el mánager europeo debe aconsejar a su púgil que se despoje de los guantes y use las manos para lo que sirven, que no es para dar puñetazos. Puede recordarle, mientras le baña el rostro con la esponja para borrar el efecto de las últimas impertinencias de la delegación griega, que desde antiguo se asocia las dos manos con las dos virtudes que deben permitir resolver todo conflicto: el de los padres con su hijo, el del maestro con su alumno, el del jefe con su subordinado. La izquierda se asocia con el rigor (es la mano que sostiene el Libro de la Ley en las pinturas románicas), y la derecha, la mano que bendice, con la misericordia. Ningún conflicto se resuelve con la acción de una sola, porque la derecha sola lleva al desorden, mientras que la izquierda sola es crueldad. Lo que dice en cada caso cuánto hay que apretar con una y cuánto con la otra no es tanto la cabeza como lo que los antiguos tenían por sede de la verdadera inteligencia, el corazón.

En un plano más prosaico, el púgil europeo ha de reconocer que ha abusado del rigor hasta dormírsele la mano izquierda. Grecia ha llevado a cabo ajustes extraordinarios (déficit del 15,6 al 2,5% del PIB, reducción del empleo público del 25%), ha dado algunas muestras de querer enderezar el rumbo y no merece el trato que se le da. Pese a pronunciamientos de buena voluntad por parte de la Unión, los medios han puesto de manifiesto la existencia de un fondo de hostilidad frente a Grecia, no justificado por las actuaciones, bien es verdad que a menudo salidas de tono, de quienes la representaban. En el fondo, uno ha tenido la sensación de que faltaban las ganas de ayudar; de que no se trataba a Grecia como a alguien que uno desea acoger en su casa sino al contrario, como esperando que diera el menor pretexto para echarla. A veces ha parecido como si parte de los socios prefirieran que Grecia abandonara la Unión: si sigue las reglas prosperará, pensaban, porque son reglas no sólo intocables, sino inmejorables; si no las sigue no merece pertenecer a la Unión, y lo mejor será abandonarla a su suerte.

Hay que esperar que esta visión tan pesimista no se corresponda con la realidad, porque de ser así significaría, tarde o temprano, el final del proyecto europeo tal como fue concebido: cualquiera podría preguntarse si merece la pena pertenecer a una Europa así.

Antón Costas, catedrático de Economía de la Universitat de Barcelona.

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