Siendo cierto que desde que dio su primer mitin chapurreando el italiano en North Boston hasta su última gran aparición pública en la pasada convención demócrata, 46 años después, siempre se dirigió a sus seguidores a grito pelado, como si no se hubiera inventado el micrófono, y que de ese esfuerzo de laringe emanaba algo similar a un poderoso rugido, propio de los más fuertes.
Siendo cierto que, dotado de esa mezcla de magnanimidad y displicencia reservada a los verdaderamente grandes, pocas veces salía de caza, pero cuando lo hacía, ay del desgraciado y si no que se lo pregunten al juez Robert Bork que, después de prestarse a hacer el trabajo sucio de Nixon en la Saturday Night Massacre -relatada en esta página no hace mucho-, fue propuesto para el Tribunal Supremo y literalmente abatido, liquidado y descuartizado en un santiamén por su furia desatada durante las audiencias parlamentarias.
Siendo cierto que incluso su melena blanquirrubia de los últimos años contribuía, flotando sobre su espalda a la vez deforme e imponente, tras su rostro ensanchado como un buzón y su nariz tumefacta de alcohólico nada anónimo, a darle ese empaque, esa eslora, esa presencia que siempre anuncia al Rey de la Selva.
Siendo todo eso cierto, no seré yo quien ose discutirle a Edward Moore Kennedy, tras una espectacular vida de servicio público y un impresionante legado legislativo esparcido durante cinco décadas distintas, el título de León del Senado con que el día de su funeral volvió a distinguirle un agradecido presidente Obama. Pero ahora que la bandera norteamericana ha vuelto a subir a lo alto del mástil, ahora que hasta sus más fervientes partidarios han retirado los letreros de Kennedy, thank you que durante más de una semana han exhibido ante sus hogares, ahora que las especulaciones periodísticas ya sólo se centran en quién recogerá la antorcha y mantendrá encendida la llama en la próxima generación, sí que me permito sugerir que si a ese título oficioso se le hubiera añadido a mayor abundamiento o valga la redundancia el de Tigre de Capitol Hill resultaría más fácil entender la inaudita capacidad de pervivencia y resurrección que han terminado haciendo de un hombre fatuo, caprichoso e irresponsable uno de los grandes iconos de la historia política de los Estados Unidos y, encima, el gran campeón de los desfavorecidos.
Cuando hablamos de las siete vidas de los grandes gatos, eso implica que podemos fijarnos también en sus siete muertes; y en el caso de las de Teddy Kennedy el destino, la casualidad o una mezcla de atracción mitómana y olfato sensible ante lo excepcional han querido que a mí me pillaran bastante cerca las dos mejores. O sea, la antepenúltima y esta de ahora con falsos visos de definitiva.
Cuando en la primavera de 1980 yo presencié su elegante agonía sobre el escenario de un hotel de Boston, él ya se había muerto antes cuatro veces. La primera, aquel viernes de noviembre del 63 en que, pese a ser el miembro más joven de la cámara, él sustituía al presidente del Senado en una sesión rutinaria, mientras su esposa Joan se hacía las uñas en un salón de belleza de Connecticut Avenue como parte de los preparativos para la fiesta de quinto aniversario de boda que esa noche daban en su casa de Georgetown. De repente el jefe de prensa del Senado interrumpió la sesión: «Han disparado contra su hermano el presidente».
Al margen del impacto emocional, la muerte de JFK podía muy bien llevar aparejada la de la recién iniciada carrera política del más pequeño de la familia. Un año antes, su mucho más experimentado contendiente para la nominación demócrata en la pugna por el escaño de Massachusetts, lo había dicho en términos irrefutables: «Si usted se llamara solamente Edward Moore su candidatura sería un chiste, pero nadie se está riendo porque usted se llama Edward Moore Kennedy». Si Ted había entrado en la cámara alta con apenas 30 años era bajo el sobrentendido de que tendría hilo directo con la Casa Blanca. Ahora la ocupaba el enemigo de la familia, Lyndon Johnson. Era como si, de repente, se hubiera quedado sin apellido.
«Por ahí arriba debe de haber alguien que no nos quiere mucho», le comentó Bobby a un amigo suyo tras el magnicidio de Dallas. Y, sin embargo, sólo la estrecha colaboración entre dos instituciones tan irlandesas como la Divina Providencia y el trébol de cuatro hojas explica que Teddy sobreviviera a esa su segunda muerte -ineludible para cualquiera- acaecida en junio del 64 cuando el frágil bimotor que le trasladaba de Washington a Boston se estrelló en medio de una tormenta. Uno de sus ayudantes y el piloto murieron aplastados, mientras su valiente colega el senador Birch Bayh arrastraba unos metros su cuerpo exánime, justo a tiempo de evitar ser alcanzados por el incendio del motor.
Cuando el mal fario se cumplió sobre el propio Bobby, dando así paso ya a la maldición de los Kennedy, Teddy se encontró en la encrucijada de poner el epitafio a su vida pública y ocuparse de todos los huérfanos de sus hermanos o seguir adelante en pos de la bala de su asesino. Tan claro tenían los del New York Times cuál sería el curso de los acontecimientos que, apenas elegido Nixon, el departamento de obituarios recibió el encargo de escribir el de Teddy.
Pero una cuarta muerte súbita mucho menos digna que la de sus hermanos salió a su encuentro en el puente de madera de Chappaquiddick en julio del 69. Bueno, en este caso fue más bien al revés: él se lo estaba buscando pues conducía muy borracho y no llevaba a Mary Jo Kopechne -la más formal, inteligente y abnegada de las ayudantes de su hermano Bobby- ni a casa de sus padres ni a contemplar el paisaje. Ni siquiera con la mirada indulgente que merece un difunto ilustre, llorado por millones de compatriotas, es posible edulcorar un ápice la vileza de su conducta aquella noche, abandonando el lugar del accidente mientras la chica moría lentamente por asfixia en el cubículo estanco que se había formado en el interior del coche, discutiendo con dos amigos la posibilidad de declarar ante la policía que la que conducía era ella y dejando transcurrir hasta 10 horas antes de comunicar los hechos para que su cuerpo fuera metabolizando el licor ingerido.
Legalmente el asunto se zanjó con dos meses de retirada del carné de conducir, pero su inconcebible supervivencia política -nadie sino él hubiera podido revalidar después de aquello su escaño en el Senado- implicaba que al pueblo norteamericano le quedaba una factura por cobrar. Y lo hizo en el momento más dañino posible para él: la única vez que sucumbió a la atracción fatal de aspirar a la Casa Blanca.
Yo asistía a la mesa redonda celebrada en un pueblo del sur profundo -Huntsville, Alabama- cuando un negro -todavía no se decía «afroamericano»- que representaba al senador Kennedy exponía la política «compasiva» de su patrocinado en materia de protección social y un granjero blanco, alineado con las brigadas del cacahuete que apoyaban la reelección de Jimmy Carter, le interrumpió: «¿Y por qué no fue el senador Kennedy así de compasivo con Mary Jo Kopechne?».
Estaba claro que aquel fantasma se interpondría entre él y la casa porticada de Pennsylvania Avenue mientras viviera. Los Estados Unidos no eran en su conjunto tan comprensivos como Massachusetts con su hijo descarriado y a Teddy sólo le quedaba lanzar su penúltimo hurra en Boston -yo estaba allí y lo hizo con magia electrizante mientras Joan se difuminaba entre la bruma de la enfermedad mental, embutida en un vestido malva- y decir adiós para siempre en la convención de su partido en Nueva York.
Quizá porque no había mayor rareza que ver a un Kennedy perdedor todos los focos se posaron sobre él y Teddy aprovechó la oportunidad, robándole el show a Carter y pronunciando el mejor discurso de su vida. El eco de sus últimas palabras aún flota en el ciberespacio de las fantasías colectivas del Partido Demócrata para que cada cuatro u ocho años haya un nuevo candidato que -como hizo Obama- se declare su albacea: «Hace unas pocas horas que esta campaña ha terminado para mí. Para todos aquellos cuyos problemas han sido nuestra preocupación, el trabajo continúa, la causa permanece, la esperanza aún vive y el sueño no morirá jamás».
El «sueño» es, claro está, «el sueño americano», «the American dream», tal y como lo definió Benjamin Franklin al explicar en su autobiografía cómo aquel muchacho que llegó un día pobre y hambriento a Filadelfia se convirtió en una celebridad mundial; pero también tal y como lo imaginaron las sufragistas, Luther King y los demás abogados de las minorías: o sea, la suma del reconocimiento del mérito individual y del trabajo de todos en pro de la inclusión social.
Ted Kennedy comprendió que el final de sus esperanzas presidenciales despojaba su actividad política de toda presunción de egoísmo y de todo propósito ambicioso, dotando a su compromiso con los más débiles de una renovada credibilidad. Cogió, pues, al demonio por el rabo y remando contracorriente en la era Reagan, desarrolló una fértil labor legislativa, manteniendo en pie el estandarte del liberalismo socialdemócrata pero buscando también el compromiso, a veces con adversarios de la talla de McCain y otras con senadores mucho más necesitados de protagonismo. Nunca como entonces le fue tan útil el consejo que el viejo senador por Michigan Philip Hart le dio cuando llegó a la casa: «En Washington se puede conseguir cualquier cosa, siempre que estés dispuesto a que sea otro el que se apunte el tanto».
Pero la metamorfosis no había sido completa. El senador Kennedy había sentado la cabeza, pero Teddy no lo había hecho. Tras su divorcio con Joan, sus líos de faldas se sucedían siempre bien regados de licor. Y en Palm Beach se metió otra vez en el ojo del huracán una noche de primavera del 91 que comenzó con un «vamos a tomar unas copas» y terminó con su sobrino William Kennedy Smith abusando de una chica que pedía auxilio en vano a muy poca distancia de donde estaba él.
Esta vez sí que el diagnóstico era fatal de necesidad: un campeón de los derechos de la mujer, cómplice de una violación. La necrológica era fácil de escribir: la hipocresía de los Kennedy le había llevado a su sexta e irreversible muerte. Los tribunales le volvieron a absolver, pero hasta los bostonianos más leales a su causa decían en las encuestas que no era digno de seguir en el Senado.
Él hizo entonces dos cosas: pedir perdón en un emotivo discurso en Harvard -«Reconozco mis insuficiencias, las faltas que he cometido en mi vida privada, porque no sólo debemos luchar por un mundo mejor, sino también por hacernos mejores a nosotros mismos»- y buscar la redención en el amor. Lo primero surgió de una ética católica tan sui generis que siempre le permitió votar a favor del aborto, lo segundo de su relación y matrimonio con la abogada Victoria Reggie. Y el milagro volvió a repetirse: aunque fue la primera vez que un Kennedy obtenía menos del 60% de los votos, Ted conservó su escaño, reanudó su fructífera labor legislativa y vivió los años aparentemente más felices de su vida.
Esta su séptima muerte que de momento nos ocupa comenzó a desencadenarse hace poco más de 15 meses muy cerca de donde ahora acabamos de detener el coche tras haber dejado atrás los yates, las gaviotas y las mansiones de Newport. Me refiero a la casa grande que domina el conjunto residencial -el Kennedy compound- del número 50 de la Avenida Marchant de Hyannis Port que cualquiera puede avistar si camina 200 metros a través de una playa de arena fina, conchas pequeñas y algas delgadas.
Aquí, al otro lado de esta tenue empalizada de madera, comunicó el patriarca Joseph Kennedy al resto de la familia en 1944 la muerte de su hijo mayor durante una misión como piloto de combate. Aquí, un poco más allá de este embarcadero, tiró al agua Jack a Teddy cuando durante una regata no siguió sus instrucciones. Aquí, sobre esta banda de apenas 10 metros entre la tierra y el mar, paseaban Jack y Jackie antes y después de su boda en Newport. Aquí, sobre ese parterre que se atisba detrás de la vivienda, corrían John-John y Caroline por el césped a abrazar a su padre cuando descendía del helicóptero presidencial. Aquí se refugió todo el clan tras las tragedias de Dallas y Los Ángeles. Aquí vivió sus últimos años, mudo y paralítico pero desafiante y digno hasta el final, el padre de Ted. Estaba escrito que aquí debía producirse el colapso en la playa que desveló el tumor incurable en el cerebro del senador y que desde aquí, bajo la bandera del mástil de esa rotonda blanca, partiría su cortejo fúnebre.
Edward Moore Kennedy yace en el cementerio de Arlington junto a sus hermanos y si la escena que él mismo describió en su reciente carta al Papa con cierto detalle pudiera ser algo más que una alegoría, se habría reunido ya con ellos y sus padres en la mesa del más allá. Pero su legado ha salido tan vivo de este lance, su prestigio tan reforzado y su influencia tan amplificada, que tanto si es alguno de sus sobrinos, la propia Vicki o simplemente otro demócrata con sus mismas ideas quien ocupe su escaño, nadie duda de que es ahora cuando la reforma sanitaria o cualquier otro proyecto que pueda exhibir su santo y seña han quedado impregnados por la grandeza de su sueño imperecedero.
¿Cómo explicar este libro de caballerías a los lectores del siglo XXI? Hay que sentarse a ver atardecer aquí, en esta escueta y solitaria playa de Hyannis Port en la que el cielo se tiñe de rosa antes de ponerse su pijama de sombras, para escudriñar el fantasma de Rose Fitzgerald, la madre de todos los Kennedy, y entender por qué en medio de las peores tragedias siempre repetía como si hablara sola: «En esta casa no se llora, en esta casa no se llora…».
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.