Las dos orillas del río

Que la caza legal es una actividad generadora de biodiversidad resulta hoy una realidad tan incuestionable como el calentamiento global del planeta, a pesar de que animalistas radicales, funcionarios ignorantes y políticos tendenciosos se empeñen en no aceptarlo.

Sir Peter Scott (1909-1989), el famoso naturalista británico y pintor de aves acuáticas, hijo del capitán Scott, quien muriera en la Antártida poco después de constatar que el noruego Roal Amudsen se le había adelantado en el descubrimiento del Polo Sur, escribió: «Como recurso natural, las aves acuáticas deben considerarse una cosecha legítima y cazar es la manera tradicional de recogerla. Solo hemos de asegurar que siga habiendo cosecha para poder recolectar». Peter, que había sido cazador, marino de guerra, buceador y medalla olímpica en vela para su país y había fundado una cadena de reservas para las aves acuáticas, formó parte del grupo de entusiastas conservacionistas que crearon el World Wildlife Fund, la organización del oso panda, en 1961, nada menos que con el propósito de comprar un pedazo de Doñana y dedicarlo a la conservación y a la investigación biológica.

Hay muchos ejemplos que muestran que la actividad cinegética es la mejor garante de la preservación de las especies y los espacios naturales, pero precisamente es tal vez Doñana el más ilustrativo de ellos. Lo que Sir Peter y sus entusiastas amigos no podían imaginar es que el establecimiento de la reserva, primero, y del parque nacional, después, iban a conducir al emblemático paraje a ver deterioradas las poblaciones de importantes especies de su rica biocenosis original, como el águila imperial y el lince.

El ser humano ha intervenido tanto en la naturaleza que incluso los más inalterados santuarios biológicos precisan de su gestión. Pero la administración pública es incapaz de ejercer eficazmente esta gestión, pues los funcionarios suelen carecer del interés y el convencimiento necesarios. El ejemplo más reciente de ello y no precisamente el menos lamentable es el incendio sufrido en la vecindad de Doñana el pasado mes de junio. Voces de personas del campo habían alertado desde hace años e incluso denunciado en los medios el alto riesgo de incendio que corrían los pinares de Moguer y Mazagón. El espeso sotobosque, mezclado con los restos desprendidos y nunca recogidos de la vegetación arbustiva hacían al bosque acreedor de un fuego incontenible. Los vecinos de Mazagón lo habían constatado con frecuencia. Pero, al igual que ocurrió con el desastroso escape tóxico de Aznalcóllar en 1998, los responsables hicieron oídos sordos a las advertencias. Más aún, la administración ha ido imponiendo restricciones y limitaciones de uso de estos montes públicos y quién sabe si el provocar el incendio no haya sido una reacción a tantas prohibiciones. O tal vez el pirómano estuvo motivado por esa polémica que suscita la extracción ilegal de agua del subsuelo por la que la Unesco ha avisado al Estado español de la posibilidad de incluir Doñana en su negra lista de espacios en peligro.

Y luego está la impunidad de la que disfrutan los incendiarios, propiciada también por la pasividad de la administración pública correspondiente, que tantas nefastas consecuencias patrimoniales, económicas y sociales trae a nuestro país.

En la margen izquierda del Guadalquivir, formando parte del entorno de Doñana, pero fuera de los límites del parque nacional, se ha establecido esta temporada una serie de colonias de aves acuáticas que están culminando su proceso reproductivo con un alto nivel de éxito. Son propiedades gestionadas por la iniciativa privada, en la mayoría de las cuales se caza. Mientras tanto, en el famosísimo parque protegido se suceden los desastres. Un exceso de zorros y jabalíes cuyas poblaciones no se controlan impiden que, por ejemplo, los flamencos puedan criar con éxito. La falta de manejo de la vegetación ha hecho extinguirse prácticamente al conejo y los linces han abandonado el lugar en busca de otros medios más propicios. En cuanto al águila imperial, ha decidido irse a vivir a los cotos de caza de gestión privada, donde abundan conejos y perdices, base de su sustento. Así, cerca de Medina Sidonia, hemos tenido un nido que ha sacado adelante cuatro pollos este año. Para colmo, los investigadores, con sus continuas injerencias, han dado al traste con la colonia de abejarucos que se asentaba en la pista de acceso al Palacio de Doñana, que ellos mismos, en lugar de consagrarlo a museo, han vaciado de contenido y hoy está precintado por la autoridad judicial.

Tono Valverde, creador primero de la Estación Biológica de Doñana y luego del Parque Nacional, intuyó antes de morir todos estos despropósitos y por ello dejó escrito en sus memorias que mejor haber dejado Doñana en manos de sus propietarios antes de abocarla a la situación presente.

Javier Hidalgo, ornitólogo y cazador.

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