Las dos tesis sobre la inviolabilidad del Rey

El artículo 56.3 de la Constitución Española (CE) dispone que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Y sobre qué contenido debe darse a este precepto constitucional se han formulado dos opiniones discrepantes entre sí.

La primera tesis, que es la dominante en la doctrina penal (y que mantienen, entre otros, los catedráticos de Derecho penal Cerezo, Rodríguez Ramos, Díez Ripollés y Álvarez García), sostiene la inviolabilidad del Rey únicamente se extiende a aquellos actos que realiza en el ejercicio de sus funciones.

Esta interpretación la argumentan los autores mencionados con el artículo 64 de la CE, donde, después de disponer en su número uno que los actos del Rey serán refrendados, según las distintas normas competenciales, por el presidente del Gobierno o por el ministro competente o por el presidente del Congreso, se establece en su número dos que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden".

De modo que ni siquiera en esos actos oficiales se podría hablar de que no hay responsabilidad penal alguna, dado que ésta recaería siempre sobre el refrendante. En cambio, y siempre según esta primera tesis, los delitos que el Rey pudiera cometer en su vida privada no estarían amparados por la inviolabilidad, sino sólo por una inmunidad procesal, de tal manera que, si se removiera ese obstáculo procesal mediante la inhabilitación del Rey, éste podría ser juzgado por los eventuales hechos punibles que haya realizado al margen de su actividad.

Esta tesis no puede convencer. Los argumentos que voy a exponer contra ella sirven, al mismo tiempo, para fundamentar la opinión que aquí se mantiene de que, mientras desempeña la jefatura del Estado, el Rey es inviolable por cualquier clase de delito que pudiera cometer, independientemente de si ha tenido lugar dentro o al margen del ejercicio de sus funciones.

En primer lugar, hay que decir que, así como la Constitución establece como competente para las causas seguidas contra diputados y senadores y contra el presidente y el resto miembros del Gobierno, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (artículos 71.3 y 102.1 de la CE, respectivamente), exigiéndose incluso para el presidente y los ministros del Gobierno la restricción, para que pueda entender la jurisdicción penal, que "si la acusación fuera por traición o por cualquier delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones, sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso, y con la aprobación de la mayoría absoluta del mismo" (artículo 102.2 de la CE).

En cambio, para esos delitos cometidos por el Rey en su vida privada la Constitución no ha establecido aforamiento alguno, por lo que de tales hechos, según la tesis que aquí se rechaza, entendería el Juzgado de Instrucción correspondiente, a donde el monarca tendría que acudir a declarar como investigado, sentándose, en el caso de que se abriera contra él juicio oral, y en función de la gravedad del delito del que se le acusara, en el banquillo de un Juzgado de lo Penal o de la Audiencia Provincial competente.

Como no es posible que ello sea así, que la CE no conceda al Rey el aforamiento del que sí que gozan constitucionalmente desde el presidente y los miembros del Gobierno hasta el último de los parlamentarios, la única explicación razonable de todo ello es que la CE no ha previsto aforamiento alguno para el Rey. No porque se le haya olvidado, sino porque no necesita tal aforamiento por cualquier delito que haya podido cometer, tanto en la esfera pública como en la privada, ya que, al gozar de inviolabilidad plena, no puede ser perseguido penalmente por tribunal español alguno, sea la que fuere la jerarquía de éste.

En segundo lugar, la tesis que aquí se combate ha querido ver una concreción de los delitos a los que se extiende la inviolabilidad del Rey en el ya citado artículo 64.2 de la CE, según el cual los actos del Rey serán siempre refrendados por las más altas autoridades del Ejecutivo o del Legislativo, respondiendo de ellos sólo las personas refrendantes.

Y como esos actos que exigen refrendo (fundamentalmente, la promulgación de reales decretos) son aquellos que realiza el Rey en el ejercicio de sus funciones, de ahí que, según esa interpretación del artículo 64.2, es a esos eventuales actos delictivos oficiales a los que se limita la inviolabilidad del Rey.

Pero, entendido así, este artículo es superfluo y carece de sentido. Si el Rey es inviolable (y lo es porque lo dice el artículo 56.3), por muy restringidamente que se entienda esa inviolabilidad, tiene que abarcar al menos (y esto nadie lo discute) aquellos hechos delictivos que realiza en el ejercicio de sus funciones. Por consiguiente, que el Rey no responde si firma un real decreto (RD) penalmente ilícito es algo que, sea la que sea la opinión que se mantenga, va de suyo.

Como va de suyo también que tiene que responder penalmente de esa disposición delictiva quien lo ha cofirmado (refrendado) con la persona inviolable del Rey. Todo esto es evidente de toda evidencia y para ello no se necesitaba un inútil artículo 64 que nos lo dijera.

La única explicación que justifica la existencia del artículo 64.2, y hace que tenga algún sentido, es la de que en él se establece una limitación de la responsabilidad penal a una persona en concreto (al refrendante), derogándose las reglas de autoría y de participación delictiva. Tal como hace también, por ejemplo, el Código Penal en su artículo 30, derogando las reglas de participación, y haciendo sólo responsable, en principio, "en los delitos que se cometan utilizando medios o soportes de difusión mecánicas" a "los que realmente hayan redactado el texto o producido el signo de que se trate, y quienes les hayan inducido a realizarlo".

Un RD puede constar de multitud de artículos. Así, por ejemplo, el RD 190/1996, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario, consta nada menos que de 325 artículos. Si, hipotéticamente, ese Reglamento fuera delictivo, sería tarea de chinos determinar qué personas han intervenido en él como autores, inductores, cooperadores necesarios y cómplices, empezando por funcionarios de Instituciones Penitenciarias y personal administrativo, siguiendo por asesores internos y externos, y culminando la pirámide con los miembros de la Comisión General de secretarios de Estado y subsecretarios, y, finalmente, con los miembros del Consejo de Ministros.

Independientemente de esta multitud de autores materiales y de partícipes en cualquier Reglamento aprobado por un RD, el artículo 64.2 CE limita la responsabilidad penal a una sola persona: a aquélla que, junto al Rey inviolable y, consiguientemente con exclusión de la responsabilidad de éste, ha refrendado la disposición.

Este sentido de exclusión de las reglas de autoría y de participación delictiva es el que hay que atribuirle al 64.2 para que tenga algún sentido, no tiene nada que ver con la extensión de la inviolabilidad del Rey y, consiguientemente, tampoco puede extraerse de él consecuencia alguna para determinar el alcance de dicha inviolabilidad real.

Contra esta tesis restrictiva de la inviolabilidad del Rey a los actos que realiza en el ejercicio de sus funciones hay que objetar, además, que cuando la CE ha querido limitar la inviolabilidad a sólo determinados delitos, así lo ha establecido expresamente, tal como sucede con los diputados y senadores. Los cuales, según el artículo 71.1 de la CE, sólo "gozarán de inviolabilidad por las expresiones manifestadas en el ejercicio de sus funciones".

De ahí se sigue que, si la CE hubiera querido limitar también la inviolabilidad del Rey a únicamente determinados delitos (a saber: a los que comete en el ejercicio de sus funciones), así lo habría tenido que hacer constar expresamente, tal como lo ha hecho con los parlamentarios.

Contra los que defienden esta tesis restrictiva hay que decir, en cuarto lugar, que es inviable e imposible de materializar el procedimiento que, al margen de la CE, se han inventado para enjuiciar los eventuales hechos delictivos que hubiera podido cometer el monarca en el desarrollo de sus actividades privadas: inhabilitar primero al Rey (con lo que entraría a ejercer sus funciones la regencia, como establece el artículo 59 de la CE), para así, después, poder someterle a un procedimiento penal.

A la viabilidad de ese procedimiento para exigir responsabilidades penales al Rey por los delitos que hubiera podido cometer en su vida privada se opone, por una parte, que, así como la CE en su artículo 57.5 ha remitido al desarrollo por una "ley orgánica […] las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona", en cambio, por lo que se refiere a la inhabilitación, la misma Constitución ha regulado, de una manera tasada, cuándo puede producirse esa inhabilitación del Rey.

Esto es: cuando concurriere en él "la imposibilidad […] para el ejercicio de su autoridad" (artículo 59.2 de la CE), "imposibilidad" que sólo puede entenderse en el sentido de una imposibilidad física (estado vegetativo del monarca a consecuencia de un ictus, por ejemplo) o psíquica (caída en un estado de enajenación mental, por ejemplo). Es decir, que otras causas, como lo pueden ser que el Rey sea un maltratador o un ludópata o un delincuente, no son constitucionalmente motivos suficientes para promover su inhabilitación, ya que en tales casos no está "imposibilitado" ni física ni psíquicamente para ejercer sus funciones.

Pero es que, además, y por otra parte, y aun prescindiendo (lo que es mucho prescindir) de esas causas constitucionalmente tasadas que deben concurrir para inhabilitar al Rey, y aun admitiendo que la comisión de un delito por parte del monarca también pueda conducir (como mantiene la tesis que aquí se rechaza) a su inhabilitación, hay que decir que el procedimiento que esa tesis propone lleva a un callejón sin salida.

Si existe, por ejemplo, la sospecha de que el Rey reinante ha cometido un delito contra la Hacienda Pública, como cualquier otro ciudadano, el monarca está amparado por la presunción de inocencia (artículo 24.2 de la CE). De manera que sólo puede afirmarse de él que ha incurrido en ese delito cuando exista una sentencia condenatoria firme que le declare culpable del mismo.

Pero, como todavía no ha sido inhabilitado, tampoco ha podido ser juzgado y condenado. De ahí el insalvable círculo vicioso en el que se encuentra la tesis de la que discrepamos.

Para que conste que el Rey ha cometido un delito (requisito previo e imprescindible para que se le pudiera inhabilitar) tendría que existir una sentencia condenatoria. Sentencia que es imposible que haya recaído ya, puesto que al Rey no se le ha podido juzgar porque todavía no había sido inhabilitado. Sin condena previa del Rey no puede haber inhabilitación y sin inhabilitación no puede haber condena previa del Rey.

Finalmente, la tesis que aquí se combate (y que limita la inviolabilidad del Rey a los delitos que pudiera cometer en el ejercicio de sus funciones oficiales) no tiene en cuenta tampoco que la "inviolabilidad" no es un concepto jurídico nuevo, que nazca con la Constitución Española, y que, por ello, pueda ser interpretado con absoluta libertad, sino uno que tiene un contenido predeterminado en el Derecho internacional, en el que significa precisamente (como aquí se defiende) que quien goza de inviolabilidad está amparado por una causa personal de exclusión de la pena aplicable a toda clase de delitos, tanto a los que el sujeto inviolable comete en su esfera oficial como en la privada.

Así, y tal como se deduce de los artículos 29 y 39.2 del Convenio de Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas, la inviolabilidad de los agentes diplomáticos es absoluta, abarca los delitos cometidos por aquéllos en el ejercicio de sus funciones y al margen de ellas, estando sustraídos a la jurisdicción del Estado receptor, que, ante un agente diplomático delincuente, tiene, como único recurso, el de declararle persona non grata, expulsándole al territorio del Estado acreditante (artículo 9.1 del Convenio).

Según la costumbre internacional, que es fuente del Derecho internacional, la misma inviolabilidad (tanto para los actos de su vida pública como de la privada) ampara a los jefes del Estado y de Gobierno, y a los ministros de Asuntos Exteriores extranjeros, cuando se encuentran fuera de su país.

La inviolabilidad absoluta de esos altos dignatarios ha sido reconocida por, entre otros, los tribunales de Austria, Bélgica, Estados Unidos, Reino Unido o Rusia, y también por nuestra Audiencia Nacional, que ha rechazado su competencia para entender de querellas interpuestas contra jefes de Estado en ejercicio como Fidel Castro, Hugo Chávez, Obiang o Hassan II).

Y en el mismo sentido se ha pronunciado la sentencia de 14 de febrero de 2002 de la Corte Internacional de Justicia (República del Congo contra Bélgica), negando la posibilidad de que Bélgica pudiera proceder penalmente contra el ministro de Relaciones Exteriores congoleño (por su inviolabilidad plena) mientras ocupaba su cargo, y el relator especial de la Comisión Internacional de la ONU que reconoce a los jefes de Estado y de Gobierno, y a los ministros de Asuntos Exteriores, la misma inviolabilidad absoluta de la que disfrutan los diplomáticos, ya que sus funciones y poderes de representación superan ampliamente a las de cualquier agente diplomático, incluyendo al jefe de la Misión.

Esta norma consuetudinaria de Derecho internacional ha sido recogida ahora en nuestro Derecho positivo, en virtud de la LO 16/2015, de 27 de octubre, que, al regular la inviolabilidad de los jefes de Estado y de Gobierno y de los ministros de Asuntos Exteriores extranjeros en activo, cuando se encuentran en nuestro país, ha entendido ese concepto jurídico de inviolabilidad también en el sentido de que esos altos cargos no pueden ser perseguidos penalmente en España, independientemente de si el delito se ha cometido en el ejercicio de sus funciones o en su vida privada.

Y así, el artículo 21.1 de la referida LO 16/2015 establece que esas autoridades extranjeras son "inviolables cuando se hallen en territorio español […] con independencia de si se encuentran en misión especial o en visita privada".

Ello quiere decir, para acudir a un ejemplo, que si un jefe de Estado extranjero se encuentra de vacaciones en Marbella y asesina al vecino del piso de arriba que está provocando un ruido insoportable a las cuatro de la madrugada, también seguirá siendo inviolable, aunque su visita a España (y el delito que ha cometido) sean de carácter privados, siendo de nuevo el único remedio al que podría acudir España el de expulsarle de nuestro país, declarándole persona non grata.

Por lo demás, entienden también la inviolabilidad del artículo 56.3 de la CE, como inviolabilidad plena, tanto la STC 11/2019, de 2 de octubre (la inviolabilidad del Rey abarca las "actuaciones realizadas en el ejercicio de las funciones regias, ya incluso, por lo que se refiere, cuando menos, al titular actual de la Corona, al margen de tal ejercicio o desempeño"), así como también la Fiscalía del TS, que estima que está blindado por la inviolabilidad cualquier delito que hubiera podido cometer Juan Carlos I en el ejercicio de sus funciones o al margen de ellas.

En el mismo sentido (inviolabilidad absoluta) se acaba de manifestar Josu de Miguel Bárcena en EL ESPAÑOL.

La circunstancia que ha desencadenado toda esta polémica, que hasta ahora se había mantenido en el terreno teórico, reside en que, en contra de lo que probablemente creyó el Constituyente, Juan Carlos I no ha fallecido como jefe de Estado, en cuyo caso habría mantenido su inviolabilidad hasta el final de sus días, sin que hubiera podido plantearse siquiera la posibilidad de que respondiera penalmente por los eventuales delitos que hubiera podido cometer.

Pero al haberse producido el fin de su reinado y no por su muerte, sino por su abdicación, ha adquirido actualidad práctica la cuestión de si se le puede perseguir o no por los posibles delitos cometidos cuando todavía era inviolable.

Coincido, naturalmente, porque ello está fuera de discusión. El Rey emérito debe responder por los eventuales hechos punibles cometidos después de su abdicación (supuestos hechos punibles que, al parecer, la Fiscalía del TS estima ya prescritos, regularizados o inexistentes), ya que, con esa abdicación, ha dejado de ser inviolable.

Pero discrepo de esa Fiscalía cuando, según informan los medios de comunicación, estima que ahora el Rey, una vez que ha renunciado a la Corona, sigue sin poder ser hecho responsable por los delitos que hubiera podido llevar a cabo mientras era inviolable, porque todavía ostentaba la Corona.

Mi opinión contraria a la de la Fiscalía del TS la sustento en las siguientes consideraciones.

Que el artículo IV del Preámbulo de la Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio, afirme que "todos los actos realizados por el Rey o la reina durante el tiempo en que ostentaren la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad", no constituye argumento alguno en contra de la tesis que aquí se defiende.

En primer lugar, porque, según el TC, los Preámbulos tienen un valor interpretativo limitado, ya que "no imponen efectos jurídicamente obligados al carecer del valor preceptivo propio de las normas de Derecho, aunque dispongan de un valor jurídicamente cualificado como pauta de interpretación de tales normas" (así, por todas, STC 31/2010).

Y en segundo y decisivo lugar, porque la inviolabilidad está regulada en la CE. Por lo que el Preámbulo de una Ley Orgánica no puede arrogarse la facultad de interpretar un concepto que figura en otra norma: nada menos que en la Constitución.

Por otra parte, e interpretado sistemáticamente, según la costumbre internacional y según el Derecho positivo, los jefes de Estado y de Gobierno y los ministros de Asuntos Exteriores extranjeros "una vez finalizado su mandato […] no podrán hace valer la inmunidad ante los órganos judiciales españoles" (artículo 24 LO 10/2015), de tal manera que el jefe del Estado extranjero de nuestro ejemplo que asesinó al ruidoso vecino del quinto cuando estaba de vacaciones en Marbella, sería juzgado en España si regresara a nuestro país cuando ya había cesado en sus funciones.

Si este es el indiscutible e indiscutido alcance del concepto jurídico de inviolabilidad, no se ve el motivo por el cual no se puede hacer responsable al monarca español por los hechos cometidos durante su mandato cuando, por su abdicación, ha dejado de ejercer la Jefatura del Estado.

Que, en tanto no estén prescritos, el ex jefe del Estado debe responder por los posibles delitos cometidos cuando era inviolable deriva, además, de que, como enseña el TC, las prerrogativas, como lo es la inviolabilidad, "han de ser interpretadas estrictamente para no devenir en privilegios que puedan lesionar derechos fundamentales de terceros". De modo que "no es constitucionalmente legítimo una extensión legislativa o una interpretación analógica de los mismos [de los privilegios y prerrogativas]" (así, por todas, STC 70/2021).

Que el Rey, una vez que, por abdicación, ha dejado de ser inviolable, siga estando acorazado penalmente frente a los delitos cometidos cuando era jefe del Estado, supone una interpretación amplia, analógica y extensiva de la inviolabilidad del artículo 56.3 de la CE, que, además de vulnerar el principio de igualdad (artículo 14 de la CE), "lesionar[ía] derechos fundamentales de terceros", por cuanto que privaría de los derechos a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) y de defensa (art. 24.2 CE) a las personas que, en su caso, habrían sido eventualmente estafadas o agredidas sexualmente por el monarca mientras ostentaba la Jefatura del Estado.

Por último, y desde una interpretación teleológica, la vigente inviolabilidad absoluta del Rey obedece a la finalidad (en el caso de que tenga alguna finalidad plausible) de que "esta especial protección jurídica que implican la inviolabilidad y la irresponsabilidad de la persona del Rey, le garantizan una defensa eficaz frente a cualquier tipo de injerencia de los otros poderes del Estado… en atención a la posición institucional del jefe del Estado" (así, la STC 111/2019).

Como es obvio que un ex jefe del Estado ya no es un poder del Estado, por ello ya no necesita ninguna protección frente a los otros poderes, por cuanto que ha dejado de ejercer "la posición institucional del Jefe del Estado", y por ello también, y como aquí se mantiene, puede ser hecho responsable penalmente por los eventuales delitos cometidos cuando era Rey en ejercicio: por su ya inexistente "posición institucional", mantener su inviolabilidad por los delitos que hubiera podido cometer antes de la abdicación carece de cualquier finalidad (y explicación) razonables.

Análogamente, la razón de que la inviolabilidad de, por ejemplo, los jefes de Estado o embajadores extranjeros, en el ejercicio de su cargo, impida que se les pueda juzgar en nuestro país por los eventuales hechos punibles que hayan podido cometer, reside en que con ello se trata de evitar los posibles e imprevisibles conflictos internacionales que podrían surgir si se sometiera a un procedimiento penal en España a un Rey reinante de otro país o a un embajador acreditado en el nuestro.

Pero esa posibilidad de provocar un conflicto internacional disminuye considerablemente (o desaparece) cuando de lo que se trata es de juzgar en España (tal como autorizan el artículo 24 LO 10/2015 y el artículo 39.2 Convenio de Viena de 1961) a un exjefe de Estado o a un exembajador extranjeros por los delitos que cometieron cuando estaban en activo y eran inviolables.

En pocas palabras: la prerrogativa de inviolabilidad otorgada a los jefes de Estado o de Gobierno o embajadores extranjeros y al Rey de España mientras ejercen sus funciones pierde todo su sentido cuando aquéllos se han convertido en exmandatarios.

No existe ningún motivo razonable para no juzgarles por los hechos que cometieron mientras eran inviolables en el momento en que han cesado en sus funciones.

A principios de 1978, cuando la Constitución era sólo un Anteproyecto, al comentar el artículo 56.3 me expresé en algunos foros (uno de ellos, celebrado en el Congreso de los Diputados), sin ningún éxito, en el sentido de que, como el Derecho tiene que tener preparada una solución para cualquier caso que pueda surgir en la realidad, no podía declarase la inviolabilidad absoluta del Rey, sin prever ninguna regulación para el caso de que aquél incurriera en algún delito, proponiendo para ese supuesto que pudiera ser juzgado por el Tribunal Supremo en Pleno y sólo mediando la autorización previa de las Cámaras Legislativas.

Ahora, una vez que ha entrado en vigor el artículo 56.3, no veo cómo sería posible remediar la vulneración que ese vigente precepto constitucional supone del principio de igualdad y de los derechos a la tutela judicial efectiva y a la defensa.

Y no sólo porque la modificación del 56.3 exige una (en las actuales circunstancias) inviable reforma reforzada de la Constitución (artículo 168 de la CE), sino porque, si se pretende modificar ese precepto, inmediatamente surgirían otros movimientos para reformular, introducir o derogar muchos otros, en un momento, como el actual, de radicalización de los partidos políticos con representación parlamentaria y de tal desencuentro entre ellos que hablar de consenso es hablar de una utopía.

Enrique Gimbernat es catedrático emérito de Derecho penal de la Universidad Complutense de Madrid.

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