Las dudas de la reforma constitucional

Con la reforma del artículo 135 de la Constitución española (CE) se ha dado un paso que no veo especialmente subrayado por los analistas, partidarios o detractores de la misma. Me refiero a que, con el nuevo artículo 135. 2, «los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta».

Si no leo mal, aquí se dicen dos cosas. La primera: que el pago de la deuda pública pasa por delante de todo, es decir, constituye el primer gasto. La segunda es algo más insidiosa: que se entenderán incluidos los pagos, aunque no estén incluidos. Ambos aspectos son un alfilerazo, y no menor, en el acerico del descrédito de la democracia actual.

Vayamos por partes. Pese al, por fortuna, breve preámbulo de la reforma, no se explica la razón real del cambio de la norma fundamental. Una burda retórica al alcance de cualquiera para salvar el expediente aludiendo a la crisis y ya está. Si, al menos, los coautores de esta reforma, practicada con estivalidad y alevosía, el presidente el Gobierno y el jefe de la oposición, haciendo gala de la gallardía que se espera de quienes encarnan tales magistraturas, hubieran explicitado ellos mismos las verdaderas razones del cambio y no hubieran enviado a subalternos a explicar lo que todos sabemos, la democracia se hubiera reforzado y con ello la moral del país, un activo que se deja de lado. En el fondo, el eje franco-alemán exige lo que exige porque no se fía de la solidez a medio término del Reino de España. Yo tampoco, pero no puedo más que aguantarme.

No se fían porque España se ha comportado como lo que era, un nuevo rico. En vez de acabar de una vez con las listas de espera, se construían hospitales a diestro y siniestro, con una gasto médico-sanitario irracional; en vez de mejorar la muy mejorable enseñanza básica en España, véase el Informe PISA, se reformaba cada año el sistema de educación, sin que ninguno llegara a cuajar, pero se da un ordenador a cada alumno; en vez de que figurara entre las 100 primeras del mundo alguna de las universidades, de la, según se pavoneaban, octava potencia económica del mundo, se levantaban facultades por doquier y, donde hace menos de 30 años solo había un instituto provincial, ahora hay un flamante campus que no para de vomitar titulados cuya inserción socio-profesional ni se atisba; en vez de crear una red de transportes racional y eficiente, se plantaban aves de vuelo gallináceo, o aeropuertos, que, en ocasiones, ni llegaban a abrirse; en vez de fomentar el uso del arte y de la cultura, se creaban bibliotecas y museos de diseño que sirven para pasar apuntes a los estudiantes o para hacer caja con los turistas; en vez de desarrollar una política social de asistencia real y efectiva a los minusválidos y la tercera edad, se lanzaba una histérica campaña de centros culturales y polideportivos, prácticamente colindantes; en vez de luchar contra el fraude fiscal, se bajaban los impuestos cacareando que impuestos bajos era sinónimo de riqueza; en vez acercar la Administración al ciudadano, las decisiones de verdad se seguían, y siguen, tomando a cientos de kilómetros de distancia, recentralizando el Estado de un modo difícilmente constitucional.

En síntesis: gestión ineficaz en la captación de recursos y gestión aún más ineficaz en la, llamemos, inversión. Todo esto y muchas más cosas generan dudas. Es como si, al habernos tocado la lotería, nos hubiéramos alimentado mismamente de golosinas. Agotada la bolsa, toca volver al puchero de toda la vida.

Los mercados, el directorio europeo y los acreedores tienen dudas, como yo. Pero ellos han impuesto una cláusula de salvaguarda y otros acreedores más importantes, los millones de ciudadanos, no la han podido poner; y, si se ha reclamado que lo explicaran y lo consultaran, los que dicen ser responsables han mandado callar, con el recio y rancio argumento de porque es así.

¿Visto lo visto, por qué tampoco tengo confianza? Pues porque cuando haya que pagar, lo primero que se pagará hasta agotar el crédito disponible será la deuda a los prestamistas. Se dirá que yo ni los demás ciudadanos somos prestamistas. Pues entiendo que, como mínimo, somos depositantes: desde mi primera juventud, vengo cotizando en diversos regímenes de Seguridad Social y la cotización para la pensión, a diferencia del impuesto, sí es finalista. Mi pregunta es: ¿entre pagar mi pensión y pagar la deuda, por qué se garantiza constitucionalmente que se pagará la segunda y no la primera? No vale decir que si no se paga la deuda no se puede pagar mi pensión, pues la pensión se ha ganado con las cotizaciones y nada tiene que ver con la deuda. Esta pregunta nadie la aclara y dudo de que los diputados y senadores de esta coalición gubernamental de fin de legislatura puedan aclararla. Muchos ya habrán tenido bastante con tragar el sapo de votar contra conciencia. En fin, ¿cómo tener confianza en quienes nos han traído hasta aquí? El optimismo me parece que, si no cambia el personal, es inconsciencia.

Por Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal UB.

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