Las elecciones catalanas y la reforma de los Estatutos

Por Eduardo Zaplana, portavoz del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso (EL MUNDO, 03/11/06):

Acaban de celebrarse las elecciones autonómicas en Cataluña y, a falta de que se confirmen los pactos poselectorales, el mensaje de los ciudadanos ha sido claro: después de tres años anunciando los nuevos tiempos que traerá el Estatuto, todo sigue igual o incluso peor. Cataluña vuelve a optar por la incertidumbre y la indefinición, sin saber con qué carta política quedarse y, además, con el 43% de los ciudadanos al margen en estas elecciones.

Los resultados para el Partido Popular han sido los que se esperaban y, por tanto, caben interpretaciones en un doble sentido. Es moralmente obligado reconocer el ejemplo de coraje cívico y democrático que han demostrado durante toda la campaña nuestros militantes y simpatizantes en Cataluña. La verdad es que no han tenido razones para sentirse cómodos, como Rodríguez Zapatero, vista la violencia y el hostigamiento a que se les ha sometido. Esta ejemplaridad es la prueba de que tenemos un gran partido y que nada nos arredra.

Pero no cabe duda de que el PP debe hacer en Cataluña una medida reflexión sobre los pasos a seguir de ahora en adelante para que nuestras ideas acerca de la Cataluña plural y el grave perjuicio que ha supuesto el Estatuto, tengan un apoyo mayor. Igualmente, hay que lograr que cale nuestro discurso basado en las personas y no en los colectivos, el que venimos defendiendo como única fuerza de oposición hasta ahora en el Parlamento de la Ciudadela.

En estos comicios -la primera prueba electoral después de la aprobación minoritaria del nuevo Estatuto de Cataluña-, no se han confrontado programas, propuestas y soluciones a los problemas reales de los ciudadanos, sino que se han evaluado las actitudes de cada grupo político ante la propia reforma del Estatuto, elevado a la categoría de tótem al que todo se rinde y subordina.

Se ha entrado así en un juego incierto, de impredecibles consecuencias. Las opciones ideológicas ya no se definen por los baremos tradicionales. Ahora son «reaccionarios» -dicen algunos- los que no apoyan la desarticulación del Estado como garante de la solidaridad entre las regiones ricas y las menos ricas. Y en cambio se etiquetan de «progresistas» a los que sancionan la institucionalización por ley de las desigualdades entre personas y territorios.

De igual forma, ahora se tilda de «modernos» a quienes defienden el intrusismo de los poderes públicos en la esfera privada de las personas. Y se tacha de «conservadores» a los que exigen el máximo respeto del poder político hacia el espacio de las decisiones personales, tales como el que los niños puedan aprender en el colegio en el idioma oficial que elijan ellos o sus padres, o que los comerciantes y los hosteleros puedan escribir los anuncios o carteles de su establecimiento en el idioma que crean más oportuno.

Estos nuevos y extravagantes posicionamientos políticos son insólitos en el resto de Europa. Si aplicáramos en la Unión las varas de medir empleadas hoy en España para juzgar posturas políticas, la mayor parte de los europeos sería reaccionaria, extremista, radical y provocadora. Por la sencilla razón de que la inmensa mayoría de los europeos, sean izquierdistas, liberales o conservadores, apuestan en sus respectivos países por un Estado sólido y viable, no por un Estado residual e inviable.

Qué decir de los franceses, que defienden sin complejos su visión napoleónica y centralista del Estado. Qué decir de los italianos, que acaban de votar en referéndum en contra de transferir más competencias a las regiones. Qué decir de los alemanes, que están inmersos en plena reforma para reordenar el poder de los länder. ¿Acaso está toda Europa sometida al yugo de la extrema derecha, según la propia terminología del señor Rodríguez Zapatero?

Siempre me he considerado un acérrimo partidario del Estado autonómico, que defendí cuando más difícil era de aceptar por una gran parte de la población y más incomprensiones levantaba, y que me permitió ejercer como presidente de la Comunidad Valenciana. Este modelo territorial fue un acierto del conjunto de la sociedad española, que la UCD, a través de un consenso esencial, supo convertir durante la Transición en un modelo de cuyo éxito seguimos disfrutando. Como digno heredero de aquella Transición, el PP es sin duda el partido que mejor ha demostrado que es posible conjugar un gran proyecto nacional con grandes proyectos autonómicos.

Este Estado autonómico, que goza de muy buena salud y de un gran crédito por parte de la sociedad española, no era precisamente el problema del que los españoles estuvieran demandando ninguna solución. Nadie podrá convencerme de lo contrario. Los españoles no reclamaban ansiosamente este proceso de reforma estatutaria promovido, iniciado e impulsado por el presidente Zapatero.

La mayoría de los españoles ha valorado la descentralización y el autogobierno como uno de los instrumentos decisivos del progreso y el bienestar alcanzado en los últimos 30 años por nuestra nación. ¿Por qué nos hemos visto arrastrados a esta carrera frenética por dar carpetazo al éxito de la España autonómica?

No acepto que este proceso no tuviera alternativa, ni que se le conceda a nadie la patente de demócrata, centrista o enemigo del pueblo, según apoye o no este proceso, del cual se habla mucho, pero muy poco de las consecuencias de su desarrollo.

En 1978 se abordaron cuestiones muchísimo más complejas que las que ahora se han ventilado en las reformas estatutarias. Había planteado sobre la mesa el debate de una entera redefinición de España. Se trataba de pasar de un régimen dictatorial a un sistema democrático, y se dejaba atrás un modelo territorial centralista para asumir un modelo descentralizado que se articularía en comunidades autónomas. Y nadie se sintió nunca acomplejado por defender sus posiciones de partida. Todas eran igualmente legítimas. De lo que se trataba era de buscar una solución de consenso que no restara legitimidad a ninguna de las posibles alternativas.

Aquí se ha jugado a todo lo contrario, especialmente en el proceso más emblemático, como es el Estatuto catalán. El PSOE ha visto en él un instrumento en su estrategia de marginación del PP y de sus 10 millones de votantes, y de conformar una monolítica España de izquierda y nacionalismo.

La pobreza con la que se aprobó el Estatuto catalán es prueba de que, incluso el más mediático de estos proyectos de reforma, no ha logrado convencer de su necesidad a la mayoría de los ciudadanos. Quizá porque ni siquiera los catalanes han logrado vislumbrar qué beneficio pueda tener la Cataluña de ahora respecto a la de Pujol.

Éste ha sido el pecado original del proceso de reformas estatutarias promovido por Rodríguez Zapatero. Son muchos los españoles que no ven la ganancia de este lío estatutario por ningún lado y que cada vez se sienten más desapegados de estas filigranas bizantinas.

Los grandes retos que tiene planteados la sociedad española no entienden de preámbulos, de bilateralidades, de blindaje de competencias o de disposiciones adicionales. Tampoco entienden de proyectos federales o plurinacionales. Entienden de suma de esfuerzos y de voluntades, de ampliación de libertades y de apertura de mayores espacios a la iniciativa de la sociedad civil.

Las cuestiones como la inmigración, la inseguridad, los incendios o la corrupción urbanística necesitan respuestas nacionales. Lo estamos viendo a diario, en Canarias, en Cataluña, en Andalucía o en Galicia, por hablar de algunas comunidades que en los últimos tiempos se han visto desbordadas por estos problemas. El problema del agua, el de la vivienda, el del fracaso escolar o la violencia de género, exigen respuestas comunes. Por no olvidar los retos de la deslocalización y la competitividad, que se plantean a una escala que un gobierno autónomo tampoco puede afrontar en exclusiva. Una respuesta nacional a estos problemas es perfectamente compatible con el ejercicio del autogobierno de las comunidades autónomas, el más amplio que existe hoy en toda Europa.

Cada vez se hace más evidente que, en estos dos años y medio de legislatura, Zapatero ha confundido el problema y ha confundido también la solución. Este tiempo ha sido una oportunidad perdida para avanzar en un proyecto común que iba en muy buena dirección.

Sólo cabe desear que los políticos no caigamos en la melancolía de los ejercicios estériles a que puede conducirnos este proceso estatutario. Los españoles demandan que nos ocupemos de sus problemas con toda la energía y decisión, en el marco de la única España viable: la España plural y solidaria de la Constitución, que sigue siendo, por más que se empeñen algunos, la que más acuerdo concita, la que más españoles logra reunir.

En Cataluña ha quedado claro el grado de entusiasmo que despiertan entre los ciudadanos los proyectos disgregadores y excluyentes, y sobre todo ha quedado claro el gran éxito de quienes los promueven.