Las elecciones del 15-J y cómo hemos llegado a esto

Las elecciones del 15 de junio de 1977 fueron, en la Historia de España, algo más que un ejercicio de soberanía popular. Por eso están en la Historia y celebramos su aniversario. Abrieron un proceso constituyente que desembocó en una democracia liberal representativa. La Constitución que hoy la rige instituyó la Monarquía parlamentaria, el Estado social de Derecho, el Estado descentralizado o Estado de las Autonomías, la aconfesionalidad del Estado y la plena subordinación de las Fuerzas Armadas a la ley, es decir, al poder civil surgido de las urnas.

No sería exagerado, pues, hablar de revolución institucional tanto más cuanto que las elecciones fueron convocadas por un gobierno nacido de las Leyes Fundamentales de la Dictadura que previamente había convocado al pueblo español a refrendar la Ley para la Reforma Política. En el referéndum, el presidente Suárez obtuvo un resonante éxito que le dio plena legitimidad para convocar con el respaldo del Rey Juan Carlos -el otro gran protagonista- al pueblo español a elegir un parlamento democrático.

Sin embargo, lo que dio renombre mundial a la Transición Democrática española -hoy es capítulo obligado en los manuales de ciencia política y ejemplo para muchos países que no han resuelto su estabilidad institucional- no fue tanto el radical cambio político como la voluntad de consenso que singularizó toda la etapa. Es la principal lección que deberíamos extraer porque si el consenso fue posible entonces en lo más difícil no hay razón para que no lo sea hoy en lo que por naturaleza no lo es tanto. Hubo acuerdo en primer término sobre la amnistía -la más generosa que cabe imaginar-; hubo asimismo acuerdo en no recurrir a la Guerra Civil más que para asumir aquello que hiciera imposible su repetición; hubo también acuerdo sobre la naturaleza y contenido de la Constitución: una Constitución de todos y para todos que pusiese término a las Constituciones de partido que ininterrumpidamente habían caracterizado la Historia política española. Y hubo finalmente acuerdo -los Pactos de la Moncloa- para salvaguardar el desarrollo del proceso constituyente ante la difícil situación por la que atravesaba la economía española (una tasa de inflacción del 23% y una aguda crisis industrial y financiera) generada por el shock del petróleo de 1973.

En ninguna época anterior de nuestra Historia se confirió valor tan axiomático a la voluntad de acuerdo entre los principales protagonistas de la vida política. Y aunque hubo algun momento de cansancio -se le llamó desencanto- nunca antes, tampoco, se había asumido la necesidad de integrarla -la voluntad de acuerdo- como parte sustantiva del sistema político institucional, tanto de manera explícita en el propio texto constitucional (exigencia de mayorías reforzadas) como de forma implícita de tal modo que se convirtió en hábito que el Gobierno de turno buscase el acuerdo del otro gran partido nacional para ciertas leyes y algunos nombramientos.

En la primera Legislatura ordinaria fueron objeto de un trabajoso consenso pero ampliamente mayoritario los Estatutos de Autonomía del País Vasco, Cataluña y Galicia y las principales Leyes orgánicas. Con posterioridad, los Pactos Autonómicos de 1981 (UCD-PSOE) y 1992 (PSOE-PP) fueron otro ejemplo de consenso eficaz. Cabe citar, también, el Pacto de Toledo, o acuerdos sustantivos en Política Exterior, como el proceso de incorporación a Europa (el ingreso en la Comunidad Europea y en la Unión Monetaria) y la alianza con Estados Unidos. Se alcanzaron igualmente consensos significativos en el ámbito de las relaciones laborales, en la organización de la sanidad pública, en la lucha contra el terrorismo y en la reforma de la Justicia. Sólo en el ámbito de la educación no ha sido posible hasta ahora llegar a un acuerdo y es precisamente uno de los grandes fracasos de la democracia española.

En la consecución del consenso y en su conservación, la responsabilidad principal es siempre del Gobierno. Así lo entendieron en lo principal los gobiernos de UCD de Suárez y Calvo-Sotelo, los del PSOE de Felipe González y los del PP de José María Aznar. Hasta tal punto fue así que todos los gobiernos que en su momento hicieron acuerdos de entidad fueron de una u otra forma acusados por sus partidarios de excesivas concesiones al adversario. Hoy sabemos que semejante comportamiento fue casi siempre más virtud que defecto. Desde 1977 hasta 2004 España ha gozado de la etapa de mayor estabilidad, progreso, prestigio, influencia y prosperidad desde los tiempos al menos de Carlos III. Fuera ya de la política, como uno de los que desde puestos de responsabilidad impulsaron acuerdos, me pregunto hoy por qué ha empezado a agrietarse tanto todo esto. El Gobierno debería también preguntárselo y analizar que grado de culpa le incumbe. La salida dialéctica habitual es concluir que, cuando un consenso se quiebra, hay responsabilidad en todas las partes involucradas.

No siempre es cierto. Diría, incluso, que con frecuencia no lo es. La crítica en términos de equidistancia entre Gobierno y oposición -responsabilidad compartida más o menos por igual- es de difícil defensa cuando uno detenta el poder legítimo y sus enormes recursos de toda índole y el otro no dispone más que de la palabra y de sus libertades constitucionales. La equidistancia no es -ni en términos lógicos ni axiológicos- objetividad. Así, al menos, lo entendimos nosotros.

Construimos un sistema institucional sin exclusiones pero apoyado, en orden a su normal devenir, en dos sólidos soportes (UCD-PP y PSOE) que representan más del 80% del electorado. Para que el conjunto funcione bien han de caminar juntos en todo lo fundamental. Si uno de los soportes decide actuar unilateralmente, prescindir del otro o marginarlo en decisiones esenciales, cualquiera que sea su propósito o razón, el sistema empieza a resquebrajarse porque los otros apoyos en teoría disponibles quieren un sistema institucional muy distinto o simplemente liquidar el Estado vigente. Y así hemos empezado a volver al pasado, a un pasado de vaivenes y revanchas estériles, de hacer y deshacer en cada cambio de mayoría, algo que nos convertirá otra vez en país marginal, porque hemos iniciado la senda más segura para provocar la pérdida de confianza en España en un momento en el que de manera inevitable estamos inmersos en un proceso de globalización. El Gobierno es, pues, quien primero tiene la palabra y hoy esa palabra debe ser de rectificación.

Rafael Arias-Salgado Montalvo, secretario General de UCD y ministro de la Presidencia con UCD y de Fomento con el PP.