Las élites enfurruñadas de la Transición

He pensado en este artículo a raíz de las palabras pronunciadas el pasado julio por Ignacio Camuñas en un acto organizado por la Fundación Transición Española en el que también participaron Pablo Casado y Rafael Arias-Salgado. Como muchos de ustedes recordarán, Camuñas dio rienda suelta a lo peor del revisionismo histórico de la derecha sobre la Guerra Civil, atribuyendo la responsabilidad principal del conflicto al Gobierno del Frente Popular y no a los militares golpistas del 18 de julio de 1936. De hecho, negó que el golpe de Estado hubiera sido tal. Curiosamente, en una entrevista de 2018 en El Español, Camuñas afirmaba que la crisis constitucional catalana del otoño de 2017 fue un golpe de Estado perpetrado por los independentistas. ¿En qué cabeza cabe considerar que los sucesos de Cataluña, en los que no hubo violencia ni intervención del Ejército, fueron un golpe y, en cambio, no lo fue el 18 de julio?

La biografía de Camuñas es interesante: fue uno de los fundadores de la Unión de Centro Democrático, diputado entre 1977 y 1982 y ministro de Relaciones con las Cortes en el primer Gobierno democrático de Adolfo Suárez. Llegó a ser vicepresidente de la Internacional Liberal. En 2014, sin embargo, participó en la creación de Vox. ¿Qué ha pasado para que un protagonista destacado de la Transición, partidario en su día del consenso y la reconciliación, acabe en la órbita de Vox y defienda tesis atrabiliarias en un acto organizado justamente por la Fundación Transición Española?

Las élites enfurruñadas de la TransiciónSe me dirá que se trata de un caso aislado y un tanto extremo. Con todo, no deja de ser curiosa la cantidad de políticos, altos funcionarios, empresarios, intelectuales y profesionales que vivieron la Transición, que están orgullosos de aquel periodo histórico y que, no obstante, han endurecido sus posiciones, desplazándose hacia la derecha, adoptando actitudes crecientemente conservadoras, intolerantes y excluyentes. No estoy pensando sólo en las élites de la UCD. Entre los socialdemócratas del periodo (e incluso entre algunos viejos comunistas) también se observan declaraciones y tomas de posición que se alejan llamativamente de los valores rectores que dieron fama y prestigio a la Transición. Hay asuntos, muy especialmente el territorial, pero también la memoria histórica y las cuestiones de género, que sacan lo peor de las élites de entonces. Las barbaridades que hemos tenido que oír estos años sobre la cuestión catalana por parte de nuestros políticos más experimentados son un ejemplo destacado. Si hubieran tenido esa actitud cuando murió Franco, es dudoso que la democracia hubiese llegado a España como lo hizo.

El fenómeno, evidentemente, no se circunscribe a las élites de la Transición, pero es especialmente chocante y visible en ellas, aunque solo sea por la contradicción manifiesta entre lo que hicieron y defendieron entonces y las posturas que adoptan ahora. Me gustaría intentar entender qué les ha pasado, por qué les domina esa especie de rencor estructural hacia la política de nuestros días y, muy en especial, hacia el actual Gobierno de coalición.

A mi juicio, se trata de una reacción defensiva ante la crisis que afecta al sistema político. En la última década hemos vivido un desgaste tremendo de dicho sistema, que se ha manifestado en la quiebra del bipartidismo y el surgimiento de nuevos partidos, las dificultades para formar gobierno y aprobar presupuestos, la imposibilidad de renovar los órganos constitucionales, la crisis irresuelta de Cataluña, la politización de la justicia, el deterioro de la libertad de expresión y, sobre todo, la desconfianza generalizada de la sociedad española hacia las instituciones representativas, una de las más elevadas en Europa.

La combinación, a partir de 2008, de crisis económica, austeridad y escándalos de corrupción ha sido letal para el país. Ha aumentado la desigualdad, buena parte de los sacrificios se han cargado sobre quienes menos tienen y sobre los más jóvenes, y la corrupción ha afectado a todo el entramado institucional, de la monarquía para abajo. Que Juan Carlos I haya sido un rey corrupto, por pura codicia, durante tanto tiempo y en total impunidad, es la mejor demostración de que el sistema diseñado en 1978 requiere una buena revisión.

Las élites de la Transición podían haberse dado por enteradas, podían haberse mostrado dispuestas a reflexionar sobre lo que ha fallado y a intentar perfeccionar el sistema que ellos contribuyeron a crear. Podían haber reconocido que el bipartidismo estaba fallando, que el Estado estaba perdiendo capacidad para afrontar los problemas, que era preciso pensar en soluciones integradoras al problema catalán, igual que se hizo a finales de los años setenta. Pero, en lugar de eso, una parte muy significativa de esas élites ha preferido cerrarse en banda, no queriendo reconocer que tras un shock político y económico como el que se ha vivido en este país resulta inevitable reflexionar sobre lo que ha sucedido y pensar en reformas y cambios que impidan que algo así vuelva a pasar. Todo lo más, han atribuido los problemas del presente a la liberalidad del periodo constitucional; si no se hubiesen admitido las “nacionalidades” en 1978, otro gallo nos hubiera cantado. Ya lo advirtieron Manuel Fraga y Licinio de la Fuente en el debate constituyente.

Estas élites políticas, económicas y mediáticas han vivido como una afronta personal y casi como una humillación que hayan surgido fuerzas políticas dispuestas a cuestionar la Transición y que en Cataluña una parte importante de la sociedad haya perdido el interés en seguir formando parte de España. En vez de preguntarse por qué hemos llegado hasta aquí, han preferido deslegitimar cualquier debate sobre transformaciones y mejoras del sistema. Podemos y el independentismo son parte esencial de sus terrores nocturnos. Han pensado que destruyendo Podemos y criminalizando el independentismo catalán los problemas se disolverían. Pero, me temo, al final han acabado contribuyendo al cerrojazo sobre el país, es decir, a la formación de una alianza amplia y poderosa que se revuelve ante la posibilidad de revisar algunos aspectos de nuestro sistema constitucional, incluido el reconocimiento de la plurinacionalidad de España.

Es ciertamente llamativo que más de una década después del inicio de la crisis, en España no haya habido reformas del sistema político. Se han reformado las pensiones y el mercado de trabajo, pero no se ha hecho apenas nada serio o ambicioso sobre la cuestión territorial, sobre la monarquía, sobre la renovación de los órganos constitucionales, sobre el sistema electoral o sobre los mecanismos que facilitan la corrupción. Dentro de esa táctica de cierre de filas, era prioritario evitar a toda costa un gobierno de coalición de izquierdas y mostrar mano dura ante las pretensiones de los independentistas. En el primer objetivo han fracasado (de momento); han tenido más éxito con el segundo, pero a costa de desgastar la imagen exterior de España y, lo que es peor, traicionar los valores fundacionales de nuestra democracia y nuestra Transición.

Los valores de la Transición no son coyunturales. La aspiración a una democracia inclusiva e integradora debería ser permanente. Cabría esperar que las élites de entonces concluyeran que la mejor defensa de su legado consiste en reformarlo y actualizarlo. Pero han optado por situarse a la contra, en un españolismo trasnochado y un constante enfurruñamiento.

Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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