EL siglo XXI nos ha traído la denominada globalización, que supone la entrada en un mundo muy diferente del que hemos conocido con anterioridad. Al abatir las barreras económicas, la globalización abre las puertas, mejor dicho, nos obliga, a una competencia global; para ello tenemos que mejorar nuestra competitividad, pues, para adquirir lo que necesitamos y no tenemos en España (desde petróleo a gran parte de los productos de alta tecnología), es necesario disponer de los medios de pago suficientes para ello (salvo que queramos –y podamos– seguir endeudándonos aún más si cabe). Estos medios de pago nos los proporcionan básicamente el turismo y las exportaciones: somos ya una potencia turística consolidada, pero nos quedaba una asignatura fundamental, nuestras exportaciones.
Aunque parezca mentira, España es uno de los tres países del mundo que más han incrementado sus exportaciones en los últimos años; los otros dos son China y el Reino Unido, y ambos han realizado devaluaciones de su moneda. Es más, España se ha convertido en el segundo país de Europa, después de Alemania, que más exportaciones realiza en relación con su PIB (el31, 6% en el 2013). Hemos s upera do asíal Rei no Unido (29,8%), Italia (28,6%) y Francia (28,3%). Que yo sepa, esto no había sucedido nunca antes; después de Alemania (45,6% de su PIB), España es el gran exportador europeo. Este milagro lo han conseguido nuestras empresas (grandes y medianas y también algunas pequeñas) y nuestros empresarios. Pido al lector que reflexione sobre la importancia y lo que significan estas cifras.
Aunque los orígenes son más remotos, tanto que pueden remontarse a Maquiavelo, lo cierto es que desde Karl Marx parece una obligación hablar de lucha de clases cuando se trata de explicar nuestras sociedades. Lo que beneficia a una clase perjudica a las demás. Sin embargo, aplicar soluciones antiguas a problemas nuevos es algo más que un error, y si algo está claro en la situación actual es que el mundo ha cambiado drásticamente, no hay más que recordar, por ejemplo, a los partidos proletarios entonando la Internacional puño en alto hasta hace nada y hoy manifestándos e contra la deslocalización de industrias : «Que todo el mundo viva mejor, pero no a costa mía».
No se trata ahora de suponer extinguida la lucha de clases ni mucho menos; se trata, por el contrario, de decir que al lado de las discusiones sobre el reparto de la riqueza, del reparto de «la tarta», en las que unos se enfrentan a otros, existen otras en las que convergen los intereses de todos, de los individuos y de las clases. Habrá cuestiones que enfrenten a las clases, pero hay otras (cuestiones de Estado) en que todos estamos en el mismo bando, y esta de las exportaciones es, a mi juicio, una de ellas. Como lo es también la cuestión del cambio climático, pues se trata de conservar el planeta, nuestra casa común.
La juventud, a lo largo de la Historia, se ha distinguido por rechazar o al menos cuestionar los principios básicos, los axiomas de la generación anterior. No es hora de contar las batallas del abuelo, pero seguro que no está de más recordar que en 1953 España recuperó la renta «per cápita» de 1935 (300 dólares) y que a la muerte de Franco esa renta era superior a 3.000 dólares, y que el año pasado, el de la abdicación del Rey Juan Carlos, esos 3.000 dólares se habían convertido prácticamente en 30.000. En sesenta años España ha multiplicado su renta «per cápita» por cien. Muy pocos países pueden decir lo mismo; España ha dejado de ser pobre y se ha convertido en un país rico, de los más ricos de la Tierra, y este sí es un cambio radical, tan radical, tan drástico que la conciencia colectiva todavía no se ha acostumbrado a él. Seguimos pensando que somos un país de segunda, que todavía somos un país pobre, y, como «a perro flaco todo se le vuelven pulgas», tendemos a mirar nuestro futuro con pesimismo. Pero como ya no somos pobres, ello no tiene por qué ser así.
Estamos en un año electoral en el que se avecinan cambios, cambios importantes, pero que no necesariamente tienen que llevarnos a peor. Vienen aires frescos, renovadores, y no creo que debamos mirarlos con resignación y sin esperanza. Los partidos políticos tradicionales no se han renovado en la medida que les pidió el electorado en las últimas elecciones europeas, y aparecen en el horizonte nuevas formaciones políticas. Tenemos delante de nosotros una oportunidad de combinar lo valioso del pasado con las nuevas demandas que nos deparan el presente y el futuro, pero como país rico que ya somos, con un acervo común importante, no debemos tirar por la borda los frutos conseguidos hasta ahora.
Indudablemente, uno de esos logros del pasado reciente es el denominado Estado del bienestar: es incontestable que gozamos de uno de los mejores sistemas de sanidad del mundo y tenemos un sistema educativo que, aunque con deficiencias notables, posibilita y favorece la igualdad de oportunidades. En definitiva, España es de los pocos países del mundo que pueden permitirse el lujo de disfrutar de un verdadero Estado del bienestar, y no debemos permitir que se nos prive de él.
Lo que no podemos olvidar es la relación inmediata de causa-efecto que existe entre nuestra riqueza, la competitividad de nuestras empresas, que nos posibilita exportar nuestros bienes y servicios, y obtener los medios para pagar ese Estado del bienestar del que no queremos prescindir.
Si el Estado del bienestar es posible gracias a nuestras empresas y a nuestros empresarios, es una incongruencia perjudicarlas o maltratarlas, fiscalmente o de cualquier otro modo. Por lo tanto, creo que nos debemos formular esta pregunta: ¿podemos permitirnos el lujo de no favorecer y ayudar a nuestras empresas mientras exigimos el mantenimiento del Estado del bienestar? ¿Podemos?
Eduardo Serra Rexach, presidente de la Fundación Transforma España.
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