Las enseñanzas de Don Jorgito

Comisionado por la Sociedad Bíblica de Londres y con el objetivo de difundir en España el Nuevo Testamento, en 1836 llega a España el británico George Borrow, alias Don Jorgito el Inglés, uno de los creadores de la imagen de la España de pandereta, junto a Ford, Mérimée, Gautier, Amicis, Davillier, Irving: gitanos, bandoleros, toreros, judíos encubiertos, mendigos, manolas, ejecuciones por garrote y etcétera. Todo junto, amontonado y sin dejar respirar un instante al lector. Sus exageraciones, arropadas por la interpretación de la Historia de España según las estrictas pautas de la Leyenda Negra -que todavía no recibía ese nombre- depararon a su obra («The Bible in Spain») un éxito rotundo, entre la falsificación y la broma. Pero aquí no nos interesa esa faceta.

Su misión verdadera, declarada por el autor, era iluminar las tinieblas en que vivían lusitanos y celtíberos con el texto evangélico, sin anotaciones. Sus opiniones y denuestos vienen siempre condicionados por el éxito mayor o menor que obtenía. León, Astorga, Lugo salen malparadas: nada bueno que ver en ellas, ningún monumento de interés, asegura en alarde de objetividad. Razón obvia: en ellas no vendió un solo libro, ni ningún librero quiso hacerse cargo de su mercancía. En La Coruña sigue por la misma vía: «espantosa ciudad», donde sólo halló consuelo en un piamontés, Luigi, amante de la cerveza inglesa (hay gente para todo) y pesaroso de «no oír allá ni una palabra del bendito idioma inglés», preocupación básica en la vida de los habitantes del Piamonte.

Las enseñanzas de Don JorgitoDon Jorgito afirma venir a España para «aprender su noble idioma y a conocer su literatura (apenas digna del idioma)». Es decir, le interesa el medio para su función proselitista, pero no la ideología que subyace en la cultura local, ni sus valores, expresados a través de la literatura, porque reconocer los méritos culturales de España, más allá del folclore, le obligaría a poner en discusión sus propias ideas, por definición superiores a la realidad visible. El tono arbitrario, tolerante a veces, refuerza su visión del país, la indiscutible superioridad del escritor y el desprecio de fondo hacia unas gentes, adversarias peligrosas de su nación hasta la víspera, que, por ende, eran católicos, vale decir compendio de iniquidad y fanatismo ciego. El reverendo Manning, coetáneo, advierte: «Durante tres siglos España ha sufrido las penas derivadas de su esclava sumisión hacia Roma». El clérigo inglés William Jacob execra, en Cádiz, la procesión del Santísimo para moribundos; la ejecución de un reo da pie a Borrow para explayarse sobre el «pasmoso ejemplo del sistema papista» que se esforzaba en mantener al pueblo «todo lo apartado que podía de Dios»; que no circulase entre las gentes el Evangelio constituía un auténtico «oprobio para España», pues su regeneración dependería de ese noble empeño, reservado a Inglaterra. De suerte que la inferioridad material hispana sólo se resolvería adhiriéndose a la verdadera religión, que era la suya. Las condenas a la religiosidad popular menudean, abriendo el camino para otros anatemas políticos y sociales de mayor calado. Y la prueba estaba en ese atraso técnico y económico visibles (simpleza que se sigue esgrimiendo contra España en todo el continente americano, inoculada por los mismos anglosajones), no en errores administrativos y políticos acumulados, o en el descabezamiento y dispersión, durante la invasión francesa (y la contrainvasión inglesa, que tampoco fue manca en saqueos y destrucciones) de la Intelligentzia formada en los reinados de Carlos III y Carlos IV. De ahí se extraían con fórceps sabrosas moralejas, burdos trazos gruesos que transmutaban el pecado religioso español en causa y no en mero acompañante del crepúsculo, tras el florecimiento ilustrado de fines del XVIII, como documentan otros viajeros -sobre todo alemanes- que hablan de Botánicos, minería, museos, Sociedades de Amigos del País, estudios y estudiosos relevantes en España y… en América. Y sólo recordaremos a los hermanos Humboldt.

Pero doblemos el mapamundi. El mismo año (1843) en que aparecía en Estados Unidos la edición americana de «The Bible in Spain» -un gran suceso editorial-, W. H. Prescott reforzaba la batida a la potencia derrotada y a sus herederos en el continente con su «Conquest of Mexico», obra más cercana a la novela histórica romántica que a los estudios históricos, para proporcionar color local al relato; con referencia a acontecimientos que nunca se dieron pero que contribuían a marcar la superioridad moral de los protestantes norteamericanos sobre los católicos españoles-criollos-mexicanos y preparando el terreno para el golpe de gracia que Estados Unidos ejecutaría en la guerra de 1847, al arrebatar a México la mitad de su territorio.

En el año 2000 -te auguraban fatalistas, allá por 1990, interlocutores nada meapilas- un tercio de la población de América Latina (sic) será protestante; lo decían como si se tratara de la imposibilidad de erradicar una epidemia en ascenso. El proceso era viejo: desde que en 1930 «La Voz de los Andes» plantara sus emisiones radiales en Ecuador (con obsequio a las comunidades nativas de receptores con sintonía única: la suya), con programas en las principales lenguas indígenas, la penetración no ha hecho sino aumentar, favorecida nada paradójicamente por tiranos como Stroessner, Pinochet, la familia Somoza o Ríos Montt. El proyecto estratégico global busca la atomización de la sociedad -la otra palanca es el indigenismo- y el desarme ideológico para conseguir de grado la adhesión sumisa a los intereses de Estados Unidos, una vez lograda la absorción económica y tecnológica.

Las previsiones se van cumpliendo: en Guatemala, desde el año pasado, ya sólo es católico el 48 por ciento de la población y, por ejemplo, en Santiago Atitlán, con 14.000 habitantes, hay diciséis iglesias evangélicas distintas. Quien no vea que ésta es una lucha de poder a escala planetaria, no ve nada. No es un inocente intento de salvar las almas de los indígenas (los más desprotegidos), sino robustísimo y bien dotado, para introducir el relleno ideológico y cultural definitivo que permita en su día dar la patada final a la última barrera: la lengua española. Los he visto actuar, sobrados, en Paraguay, en México, en Perú, hasta en la misma Cuba. Mientras los fieles católicos quedan abandonados a su resistencia individual y la Iglesia se aplica en fungir de oenegé honrada, los otros disfrutan de libertad de culto (en Guatemala desde 1871) y de ingentes ayudas económicas llegadas del exterior. Y deslumbra por su rimbombancia la nomenclatura de todas estas confesiones: «La Roca de los Siglos. Iglesia de Dios Pentecostés», «Monte Sinaí», «Iglesia del Nombre del Sr. Jesucristo», «Iglesia Evangelio Asamblea de Dios», «Iglesia la Luz del Mundo», «Iglesia de Dios Evangelio Completo»...

Y esperamos que nadie entienda que estamos contra la libertad de creencia y de culto. Sería como oponerse a la electricidad, a la ley de la gravedad o a la deriva de los continentes. El asunto es bien distinto: nos quieren absorber, desde los tiempos de don Jorgito. De nosotros depende defendernos.

Serafín Fanjul es numerario de la Real Academia de la Historia.

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