Las enseñanzas de la república

Por Manuel Penella, escritor (ABC, 10/09/06):

Poco o nada se parecen estos tiempos a aquellos. Sin embargo, el período republicano, de desenlace tristísimo, nos ha dejado varias enseñanzas que parece aconsejable recordar de vez en cuando, o al menos así lo creo yo, tras una nueva inmersión en el estudio de aquellos años. La exploración del camino que nos llevó a la catástrofe es una experiencia muy instructiva, sobre todo si se sigue de paso, con el rabillo del ojo, el hilo de nuestra actualidad.
La primera enseñanza nos previene contra el peligro de hacer un uso poco comedido de las mayorías parlamentarias insuficientes y reversibles. Quien se alza con el poder por medio de las urnas en una situación de bipolarización del ánimo colectivo, nunca debería aprovechar su valiosa carga de legitimidad de manera torpemente lesiva para la sensibilidad de la mitad contraria. Su existencia impone límites y requiere un sabio ejercicio de autodominio.
La experiencia republicana nos enseña también que es muy mal asunto que el equipo dirigente de un país contenga una elevada proporción de elementos absolutamente incompatibles entre sí. La democracia no puede funcionar de manera eficiente si de un lado tenemos a nostálgicos de un orden de cosas premoderno, que no soportan ni la mención de Rousseau, y del otro a hombres como Besteiro, un marxista, traductor de Kant, o como Azaña, un lector de Russell. El parlamento debe contar con representantes de todas las tendencias y sensibilidades, pero no puede funcionar cuando las divergencias son tan tremendas. Haríamos bien en recordar ese problema, por cuanto todo indica que muchas personas se han habituado, como consecuencia de aquello y de los cuarenta años de dictadura, a plantear los temas en términos radicalmente opuestos a los del rival político.
Cuando se trata de afianzar un régimen, la clase política no puede estar desprovista de cierto sentido pedagógico. Quien siembra vientos, cosecha tempestades. La cosa empieza a torcerse, nos enseña la república, cuando un político dice blanco y el contrario dice negro indefectiblemente. El problema se agrava con la pérdida las buenas formas y de la capacidad de razonar y matizar. Si los representantes políticos de un pueblo se faltan groseramente al respeto, algo va muy mal.
La experiencia republicana también nos previene contra la prisa, contra la manía de vivir en un permanente ahora o nunca y para siempre, algo a todas luces incompatible con el tempo democrático de un régimen liberal. El no saber perder es típico de los demócratas de pega, un fenómeno habitual en aquellos tiempos y frecuente en los nuestros.
El sistema tampoco funciona si una de las principales fuerzas políticas acepta el régimen por razones meramente «accidentalistas», sin un propósito compartido de mantenerlo en buen estado y, en cambio, con el deseo irreprimible de sustituirlo por otro lo antes posible. Para justipreciar la irresponsabilidad política de la CEDA por la derecha -anterior a la que se perpetró en el campo socialista-, imaginémonos por un momento lo que sería de nuestra convivencia si, a falta de proyecto mejor, un partido de primera magnitud empezase a cuestionar la Monarquía con la vista puesta en una Tercera República. Esto sería tanto como repetir aquel error y el resultado sería probablemente el mismo.
Por último, de acuerdo con las dolorosas enseñanzas republicanas, parece recomendable quedar razonablemente prevenidos contra el peligro de abrazar a ciegas unas doctrinas importadas de aspecto novedoso. No todo lo que circula por el ancho mundo merece la pena, aunque nos deslumbre. Piénsese en las consecuencias de la importación del marxismo leninismo. Fue muy eficaz en la Rusia de 1917, pero si pasamos a estudiar sus efectos en la historia de España y en la andadura del socialismo español, será muy difícil verle la gracia. Y por supuesto, es obligatorio recordar los quebrantos que nos ocasionó la importación de la doctrina de Charles Maurras por parte de los hombres de Acción Española. A la sombra de Maurras, sin preocuparles que éste hubiera sido excomulgado por el papa, destacados miembros de la elite monárquica se fascistizaron a toda velocidad, Un desastre, anticipo de otro mucho mayor. Y por supuesto, entre los productos de importación dañinos, otro ejemplo inolvidable nos lo ofrece el fascismo propiamente dicho, con su correspondiente carga de violencia, de devastadores efectos para nuestra convivencia.
Un sistema político liberal siempre está expuesto, por principio, a la intromisión de novedades más o menos deletéreas, otra cosa es que deba sucumbir a ellas necesariamente. Y añadiré una última consideración: los importadores de esas doctrinas incompatibles con la convivencia, unos y otros, no estando locos como nos pudiera parecer, no habrían podido envenenar la convivencia de nuestros abuelos si aquélla no hubiera sido una sociedad fracturada, con una minoría acostumbrada a vivir fantásticamente y una mayoría con buenos motivos para no soportar la miseria ni un minuto más. Los que querían acabar con esta situación, como era inevitable, echaron mano del marxismo leninismo; por su parte, los activistas de la citada minoría echaron mano de las doctrinas contrarias, dispuestos a un combate frontal, todo ello sin que la República burguesa tuviera tiempo ni medios para desactivar el conflicto de clases subyacente. Existen doctrinas para todos los gustos, unas de aspecto científico, otras de género deliroide, y gentes que, sobre todo en situación extrema, están dispuestas a valerse de la que les parezca más útil. Pero ninguna arraiga sin motivo. Como siempre se supo -como supieron, desde perspectivas distintas, tanto Marx como Bismarck y nuestro Cánovas del Castillo-, el egoísmo continuado de las clases privilegiadas sólo puede acarrear trastornos pavorosos. La experiencia republicana vino a confirmar, con la mayor crudeza, esta antigua fatalidad histórica que, para mi sorpresa, todavía puede ser motivo no de reflexión sino de mera impaciencia, como si el problema hubiera pasado de moda. En fin, esperemos que no lleve razón Pat Buchanan, ya convencido de que «la única lección que nos enseña la historia es que nunca aprendemos de ella».