Las escaleras de Oxford

El taxista que me lleva desde Oxford, desde las rejas ancestrales del Trinity College, hasta el aeropuerto de Londres, es un inmigrante venido de las excolonias inglesas del Sureste asiático, de la India, la antigua Ceylán o la antigua Birmania. Habla un inglés muy correcto y conduce un Mercedes Benz de última generación. Como sabe que soy de habla española, me cuenta que pasó su último verano en Ibiza. Un lugar enteramente loco, me dice, pero de una locura simpática, no agresiva. Quiere dejar constancia de su desprecio personal por Inglaterra: ¿qué tiene de grande Gran Bretaña, me pregunta, por qué Gran Bretaña? Es una pregunta retórica, y yo, desde las profundidades del magnífico automóvil, contemplando la campiña verde invadida por una niebla que parece eterna, me hago el desentendido. Él, entonces, comunicativo, amable, pone en la radio perfecta, apretando un botón, una canción popular española. Para usted, dice, y yo agradezco. El imperio desmoronado le ha dado un sombrero elegante, un estupendo automóvil y vacaciones en Ibiza.

Las escaleras de OxfordEl día anterior hablé de la poesía de Nicanor Parra ante un auditorio de ingleses, españoles, latinoamericanos. Habría que escribir, en señal de respeto por las mujeres, inglesas e ingleses, pero la frase saldría demasiado larga. Me acabo de enterar de que las feministas chilenas, cuando se refieren a su condición corporal, exigen que se hable de «la cuerpa», no del cuerpo. Yo seguí mi charla sobre Nicanor Parra en «román paladino», consciente de que el poeta siempre tuvo una relación especial con la Edad Media, con la lengua de los orígenes, con la transformación que sufrió el romancero español cuando fue llevado por los conquistadores al nuevo mundo americano. Las canciones a lo humano y a lo divino que recogía en el campo Violeta Parra, su mítica hermana, tenían un parentesco visible con los temas y hasta con los tonos del viejo romancero. Mi auditorio multinacional también me hizo preguntas interesantes sobre la relación de Parra con la poesía inglesa y hasta con las ciencias físicas y matemáticas que había comenzado a estudiar, hacia fines de los años cuarenta, en esas aulas de Oxford. No creo demasiado en las respuestas categóricas: creo más bien en las orientaciones, en las sugerencias, en el descubrimiento de vasos comunicantes. Los escritores que amaron las matemáticas siempre buscaron formas de escritura concisa, incisiva, desprovista de adornos. Stendhal, en sus años de formación, se sintió liberado de las retóricas oficiales, pomposas, cuando descubrió la belleza de las matemáticas. Nicanor Parra me explicó alguna vez su idea de la física de Newton, que contrastaba con la teoría de la relatividad de Einstein, y comprendí que esos conocimientos habían contribuido a la formación de su estilo personal, a eso que él llamaba antipoesía. Pero Parra, el antipoeta, no sólo había leído a Pablo Neruda, a Gonzalo de Berceo y al Arcipreste de Hita. También había leído a John Keats y a William Shakespeare. En su por momentos magnífica traducción del Rey Lear, intuí que se había identificado con el rey anciano, distraído, abandonado por sus hijas mayores, y que su Cordelia había sido Colombina, la hija que estuvo más cerca de él en sus años finales. La poesía o antipoesía de Parra siempre fue ácida, muchas veces amarga, casi siempre pesimista. El contraste del tono insidioso, más bien negro, de Nicanor Parra, con la solemnidad coral de la poesía nerudiana de los años cuarenta y cincuenta es evidente. En Alturas de Macchu Picchu, el poeta se autoproclama voz de la tribu: «Hablad por mis palabras y mi sangre». En Los vicios del mundo moderno, Parra cierra el poema de la manera siguiente: «Por todo lo cual / cultivo un piojo en mi corbata / y sonrío a los imbéciles que bajan de los árboles». Si se escribiera sobre finales comparados, sería difícil encontrar una distancia, una oposición mayor. La cultura es una cuestión de vasos comunicantes, de tejidos invisibles, de relaciones y contradicciones mayores. Nunca es, en cambio, el terreno de las exclusiones y de las superioridades autoritarias. Después de hablar sobre Parra, me llevaron a cenar en la solemnidad de Christ Church, en la mesa de honor del gran comedor prerrenacentista, debajo de un gran retrato de Enrique VIII y de otro un poco desteñido, de colores más suaves, colocado en el lado derecho y un poco más abajo.

Mis compañeros de mesa me hablaron de autores y personajes hispanoamericanos que habían pasado por esa universidad. José Ángel Valente había estado ahí hacía pocos años; Pablo Neruda había recibido un doctorado honoris causa; y había numerosos papeles de otro residente célebre, el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre. Mi vecino de asiento, hispanista distinguido, me explicó una tesis nueva e interesante sobre el Neruda de 1927 en Birmania. Neruda, que entonces todavía se llamaba Neftalí Ricardo Reyes, había leído en la lengua inglesa original las novelas de D. H. Lawrence, consideradas revolucionarias en esos días por su trato de temas eróticos. Mi vecino hispanista pensaba que los grandes poemas eróticos de la segunda parte de Residencia en la tierra, poemas como «Ritual de mis piernas» o «Agua sexual», derivaban de esa lectura. D. H. Lawrence usaba con notable frecuencia la palabra «bliss» como expresión de un placer carnal superior, casi religioso. De ahí, según él, provenía el nombre de la amante birmana del joven poeta: Josie Bliss. Esto indicaría que era un nombre literario, inventado. El nombre birmano auténtico desapareció en la noche del tiempo. Es una teoría interesante, bien encontrada, y si resulta casi imposible de comprobar, no nos importa mucho. Yo subí las empinadas, carcomidas escaleras de mi alojamiento en el Trinity College contento con la conversación, y pensando, en honor del Día de la Mujer, que habría que subir unos centímetros el retrato de la Reina Isabel para colocarla a la misma altura de Enrique VIII, lugar que merece de sobra.

Jorge Edwards, escritor.

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