Las esquinas del centro-derecha

Iniciada la vía de la recuperación económica y con el bajo precio del petróleo, con el cese del terrorismo de ETA y la hipotensión en el secesionismo propugnado por Artur Mas, un Gobierno tiene motivos para la congratulación pero no para la pausa, por positiva que sea la cuenta de resultados. El ritmo online de la política, cierto, se impone de tal modo que limita excesivamente la capacidad argumentativa y la sana racionalidad de la vida pública. Con todo, la política consiste en domesticar los apresuramientos tanto como las inercias. Entre otras cosas, administrar no es exactamente lo mismo que hacer política ni reformar consiste siempre en ir legislando. Han saltado algunos fusibles en el centro-derecha y lo que no sabemos es hasta qué punto se debe únicamente a la presente inocuidad del Partido Popular como organización política o si se trata de un problema sistémico en el que coinciden elementos tan lógicos y humanos como contraproducentes, ya sean el legítimo afán de reposo, la autocomplacencia o la indefinición.

La secuencia electoral a la vista es como para descolocar a cualquiera. Ocurre en las mejores familias y en todos los partidos, incluso los de emergencia más acelerada. Y en una organización tan inoperante como el Partido Popular los cortocircuitos han ido convirtiéndose en un hábito. Están pasando cosas inexplicables en no pocas candidaturas, sin que aparezca el ADN regeneracionista que la sociedad reclama. Da una idea de los efectos de tales cortocircuitos la pobreza dialéctica con que el Partido Popular ha reaccionado ante el auge de Podemos. En otro grado, la precariedad es equiparable a la descalificación tan torpe que se ha querido hacer de Ciutadans-Ciudadanos.

En apariencia, el Partido Popular carece de concepto estratégico, de solidez en las ideas y todo pende de las resoluciones que se toman en La Moncloa. Evidentemente, lo que menos le hace falta a un Gobierno es que el partido que le apoya haga la guerra por su cuenta, y es por eso que las ideas claras —pocas y buenas— son más efectivas que la improvisada gestación de muchas ideas sin claridad. Hace ya tiempo que casi nadie habla de carisma. Esa noción ha desaparecido de la vida política europea. Estamos en tiempos anticarismáticos y eso, en sí mismo, no es bueno ni es malo. Pero gobernar incluye el requerimiento de una idea de futuro. Para no contribuir a un romanticismo de la política, no lo llamemos visión. Más prosaicamente, se trata de pensamiento estratégico. Estamos viviendo mutaciones que afectan a cuestiones tan vitales como la cibereconomía, la energía en el futuro o los dilemas éticos del poshumanismo. La política del presentismo ciega la visión que es imprescindible si se quisiera transmitir una idea de futuro.

La instantaneidad digital nos lleva a confiar en que las soluciones que ofrece un Gobierno también tienen que ser de efecto instantáneo. Eso ocurre con los procesos de recuperación económica porque, por bien encauzados que estén, requieren de un tiempo de sedimentación de tanteo, de prueba y error, que por su propia naturaleza no lo solucionan todo en un abrir y cerrar de ojos. Es más: por muy efectivas que sean las políticas, siempre parecen poco a quienes han padecido más directamente los daños de una crisis económica como la de 2008. Tras un gran esfuerzo de austeridad, los síntomas de cansancio aparecen como secuencia natural.

El futuro del centroderecha es el centro, pero ¿qué centrismo? ¿Con qué nervio doctrinal? De esa formulación y su exposición sugestiva dependen cientos de miles de votos. Depende también la identidad del Partido Popular más allá de sus escabrosidades de tesorería o luchas internas cuya resolución se basa en la táctica dilatoria, mientras no faltan efectos centrífugos y opacidades. Y en el PSOE tenemos un centroizquierda que en lugar de idear un pasado mañana postsocialdemócrata se ve arrastrado a contener la amenaza que representa Podemos.

La plena vivencia de un tiempo posideológico no significa que se pueda hacer política sin ideas. El realismo pragmático no es estrictamente vivir al día, como demostraron los políticos pragmáticos de la Europa de posguerra. Un ejemplo: hay pocas iniciativas tan pragmáticas como la Comunidad del Carbón y del Acero en los inicios de la Europa comunitaria y a la vez aquello fue un acto de grandeza, del bien común como valor y sentido claro del porvenir.

Se detecta alguna melancolía al reflexionar sobre una política inclusiva y con una cierta idea de España. Hay quien confunde la moderación con la mediocridad. Al contrario, se dijo hace tiempo: ser irresistiblemente moderados. Moderar como forma de seducir. Moderar como estilo ético para ir esclareciendo los nuevos órdenes tan complejos de la vida pública. La convicción no es un mal talante cuando una sociedad vive con la impresión de que la política es el reino de los truhanes, el quítate tú que me pongo yo y un progresivo componente hortera.

Valentí Puig es escritor.

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