Las éticas del comercio

Hace un par de años la consultora financiera PwC (PricewaterhouseCoopers) publicó un documento de prospectiva, España en el mundo 2033: cuatro escenarios para actuar ahora, en el que preveía que el panorama internacional más probable en 15 años vendría marcado por una configuración de bloques comerciales que, frente al horizonte de gobernanza global (aún lejano), establecería una gobernanza regionalizada. Un esquema —inspirado por cierto en el éxito de la Unión Europea— en el que, a falta de normas internacionales vinculantes, se abrirían paso reglas supraestatales, parceladas por grupos de países, pero con las que al menos podrían gestionarse muchos desafíos (migratorios, climáticos o securitarios) que desbordan las fronteras. Hoy, pocos días después del cierre de negociaciones del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP en inglés), podemos afirmar que nos encontramos más cerca de ese escenario.

Ciertamente, se trata de un concierto de índole fundamentalmente económico y no democrático (ahí están los sistemas “defectuosos” o híbridos, de acuerdo con los índices de The Economist, de Brunei, Singapur o Malasia), pero con evidentes implicaciones políticas y estratégicas. Por descontado, la primera consideración, convertida ya en un tópico, radica en la consolidación del Pacífico como nuevo centro del mundo, en tanto el acuerdo condensa al 40% de la economía global. Ahora bien, como bien ha explicado el economista del Instituto Elcano, Federico Steinberg, su verdadero interés estriba en la instauración de unos estándares de actuación, compartidos y transparentes, basados en los principios de libre-mercado y seguridad jurídica, orientados en gran parte a socavar la influencia china. Y es que al margen de los grandes números —un mercado de 800 millones de personas prácticamente libre de aranceles, con una estimación de ganancias netas de 295 billones de dólares al año—, lo que supone el TPP es el retorno de EE UU al liderazgo geoeconómico, expandiendo sus valores —de protección de la propiedad intelectual, de respeto al medioambiente o de defensa, aun limitada, de los derechos laborales— en un nuevo marco de cooperación asiático.

Muchos desde Europa contemplan con suspicacia este modelo, bloqueando a su vez los avances hacia un acuerdo de naturaleza similar entre Europa y EE UU (el TTIP o Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión), actualmente en negociación. Pues bien, sin poner en duda la franqueza de sus argumentos, parecen no haberse dado cuenta del mundo abierto en el que vivimos, con unas nuevas clases medias en las potencias emergentes que —como es natural— anhelan mejorar su calidad de vida, impactando en consecuencia sobre el acceso a los recursos energéticos y naturales.

En este contexto, reivindicar caducas recetas proteccionistas, abocadas a encoger el comercio internacional, paralizar las inversiones extranjeras y, por ende, detener la innovación tecnológica, resulta extemporáneo. Es más, recuperar fórmulas tributarias y levantar nuevas fronteras financieras, cuando no políticas, va incluso en detrimento de objetivos tan loables como la reducción global de la pobreza extrema, como demuestra que ésta haya disminuido de casi el 40% al 9% desde que cayó el muro de Berlín. Sin embargo, tampoco vale refugiarse en la panacea autocomplaciente de un pensamiento mágico, que sueña con una transformación instantánea del planeta en un gran Estado universal y benefactor. La quimera, no obstante, no es del todo improcedente: retoma el optimismo liberal que teorizó Fukuyama tras el colapso de la Unión Soviética y continúa perfilando el porvenir de una globalización democrática, coordinada y multilateral.

En vez de esperar sentados a que advenga ese ideal, a los europeos nos convendría construirlo, poner los pies en la tierra y no perder comba, es decir, competitividad, so pena que queramos arriesgarnos a que nuestro poder blando y humanista se diluya junto con el económico. Tanto más cuando, a diferencia de los vínculos con sus nuevos socios, EE UU comparte con Europa una historia cultural de principios comunes, lo que hace si cabe más incomprensible la demora del acuerdo. Nos bastaría con aprender de las naciones iberoamericanas que han suscrito el TPP (Chile, México y Perú) demostrando una audacia que contrasta con el miedo al exterior en el que Europa parece estar replegada. Precisamente, a través de sus relaciones privilegiadas con estos países, España tiene la oportunidad hacer valer su naturaleza latina en Europa —tanto como su carácter europeo en América— y favorecer nuestra predisposición hacia tales procesos de apertura. Démonos por fin cuenta de que sin presencia comercial ni siquiera tendremos espacio para articular una voz ética, ni por supuesto política, de puertas afuera.

Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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