Las fallas de la Administración

El rechazo de un alto cargo en la cultura española por Mario Vargas Llosa me ha hecho pensar una vez más en el tema de los escritores y la Administración. Paul Valéry, el poeta de El cementerio marino, dijo alguna vez que los escritores se refugian “en las fallas de la Administración”. Según eso, el poeta, el novelista, el ensayista, no son buenos funcionarios y ni siquiera aspiran a serlo: son infiltrados, parásitos, gente que aprovecha los tiempos muertos administrativos, las fallas, para convertirlos en los tiempos más vivos y estimulantes, como son los de la auténtica creación artística. Es decir, son personas astutas, que se sirven de los cargos burocráticos para transformarlos en becas literarias. Dicen que Valéry, por ejemplo, llegaba a su oficina, colgaba su abrigo y su sombrero, para que los demás pensaran que estaba ocupado en alguna parte, y volvía a salir.

En definitiva, sin embargo, el asunto no me parece tan claro. Basta con leer cualquier texto de Valéry para comprender que tenía una inteligencia, una capacidad de análisis, una cultura, superiores. Cuando dedicaba la mitad o la tercera parte de su jornada diaria a temas de Administración, probablemente obtenía resultados superiores. Pero si le hubieran ofrecido el cargo de director general o de ministro, probablemente habría escapado. Como lo hizo en estos días Vargas Llosa.

En nuestros juveniles años sesenta del siglo pasado, en París, Mario escribía hasta el final de las tardes y después corría a su trabajo en la Radio Francesa. Seleccionaba noticias, las traducía al español y las leía en los programas para España y América Latina. Después regresaba a su casa, dormía hasta el mediodía, tomaba un desayuno fuerte y trabajaba en su verdadero trabajo hasta las siete u ocho de la tarde. Ahora, con una obra difundida por todo el planeta, no necesita hacer concesiones de ninguna clase. El tiempo suyo es mejor y más útil, en el sentido más serio de la palabra, que cualquier tiempo institucional. Su error mayor, en épocas anteriores, consistió en creer que cambiar eso por los poderes presidenciales valía la pena. Tuvo la suerte de no salir elegido. Si hubiera ganado esas elecciones de hace ya algunas décadas, habría sido peor para él y peor, seguramente, para todos nosotros.

El paso de los creadores literarios, poetas, dramaturgos, novelistas, por las instituciones y las administraciones, ha sido largo, reiterado, de estilos y resultados enormemente diversos. Nuestro Alberto Blest Gana, por ejemplo, no escribió una línea de su vasta obra narrativa mientras estuvo a cargo de la legación de Chile en Francia y en tres o cuatro países concurrentes. Redactó oficios minuciosos, que pueden ser consultados en el Archivo Nacional de Chile, y cartas admirables. Si fuéramos anglosajones o franceses, más de alguien habría obtenido becas para analizar el estilo burocrático de don Alberto, para comentar su incesante correspondencia, para asuntos parecidos. El problema, en Chile, no es que no haya plata: es que no hay ideas, es que a nadie se le ocurre hacer algo así. Cuando viajó a París en 1870, don Alberto llevaba el grueso manuscrito de Durante la Reconquista atado con una cinta. La revolución de la Comuna lo obligó a instalarse durante meses en Versalles. El día en que fue despedido de la diplomacia por el régimen de Balmaceda, en mil ochocientos ochenta y tantos, desanudó la cinta de su manuscrito y reanudó su tarea. Había nacido en Chile en 1830 y murió en París en 1920. La salida del servicio exterior, como decimos hasta ahora, le dio una larga y fructífera segunda vida. De ahí salieron tres obras maestras, que nosotros, como buenos chilenos, desdeñamos y hasta cierto punto ignoramos: Durante la Reconquista, Los trasplantados, El loco Estero.

En esta etapa personal, en un cargo muy parecido al que tuvo hace más de cien años don Alberto, invento tiempo para escribir, para ser fiel a esa inocente manía (como decía, precisamente, don Alberto), pero me falta ocio para la lectura, cosa tan necesaria como el aire para un escritor. Me gustaría mucho, por ejemplo, releer de punta a cabo Durante la Reconquista, que leí en mis años de colegio, en la biblioteca de mi abuelo, y comenté a mi curso y a mi profesor, el padre Iturrate, en una hora completa de clase. Ésas eran lecturas y eso era pedagogía. ¿A nadie se le ha ocurrido crear una cátedra Blest Gana entre nuestros críticos pálidos, autistas, fumistas, bolañistas? A lo mejor existe en alguna parte, quizá en Valparaíso, quizá en Antofagasta.

El escritor burócrata perfecto fue el brasileño Machado de Assis, que tiene cátedras y academias en su tierra, pero que entre nosotros es un desconocido casi completo. Trabajó en el Ministerio de Transportes de la época del emperador Pedro II y ascendió hasta el puesto de director general. Obtuvo la condecoración de mayor jerarquía de su tiempo, la cinta imperial amarilla, celeste, verde cata (ya no recuerdo el color). Trabajaba en los amaneceres, antes de caminar hasta su oficina, y en las tarde, cuando regresaba, se metía a la tertulia de una de las librerías de Rio de Janeiro. Y era capaz, todavía, en las noches, de leer a Goethe en alemán, a Shakespeare en inglés, a Laurence Sterne y su caballero Tristram Shandy. Ahí tienen ustedes. A nuestros héroes verdaderos los conocemos mal o no los conocemos nada. En Río, Machado de Assis tiene una estatua frente al edificio de la Academia Brasileña de Letras. Uno de los recuerdos mejores de mis años maduros es el de un té con mis colegas brasileños, un chá con pastelillos de coco y de maracuyá, seguido de una mirada al escritorio, al sillón de trabajo, a fotografías y papeles del fundador de la institución, el hombre de la estatua junto a la entrada. A todo esto, habría que estudiar también los oficios administrativos del alto funcionario del Ministerio de Transportes. Y compararlos con los del consejero Ayres, uno de sus inventos mejores en la ficción narrativa.

Por Jorge Edwards, escritor.

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