Las frutas sin calendario

Este año, cuando la primavera, dubitativa y tornadiza, estaba a punto de darle el relevo al verano, el Ayuntamiento de Plasencia me envió una pequeña caja con cerezas del Valle del Jerte y, de manera inmediata, me surgió una de esas asociaciones que caminan por nuestro cerebro, y me acordé de las mandarinas que, por primera vez en el año, veía en frutero de mi casa, y que me producían ese cosquilleo de vísperas gratas, porque las mandarinas siempre fueron los heraldos de la Navidad.

Hubo un tiempo en que el verano era un cálido territorio que se iniciaba con las cerezas y concluía con las uvas que se habían escapado del lagar y que, dentro de un canasto, cosido con tela de saco en la parte superior, traía alguno de mis tíos de las viñas de Ateca. En medio, habían aparecido las sonrisas rojas de la sandía, las blancas lunas del melón, los amarillentos albaricoques, y esos carnosos melocotones de Calanda, de un sabor tan personal como raro de encontrar.

Las frutas sin calendarioHubo un tiempo, en fin, que las frutas estaban asociadas al calendario, y eran colaboradoras necesarias, una brújula que te marcaba las estaciones y donde la abundancia de higos hacía presagiar que, relativamente pronto, habría que volver al colegio.

La globalización y los invernaderos han roto los cánones del calendario y en febrero puedes tomar uvas de Chile, y en pleno julio, naranjas que vinieron de Perú, de Canchaque, ese lugar en que la primavera nunca se despide. Por tierra, por barco, incluso dentro de un avión, llegan frutas de todo el mundo, y hay días en que los puestos de los mercados parecen decirte que estás viviendo en un mes diferente al que creías.

La primera vez que estuve en Brasil todavía no se había instalado en España este mercado mundial, y el ananá, o la piña, era un fruto exótico no muy frecuente, que allí era tan habitual como en nosotros la manzana. Recuerdo a mi mujer y a mí, a la hora del desayuno, contemplar extasiados las gigantescas rodajas de lo que allí llaman abacaxi, y que para nosotros era más frecuente verlo salir del interior de un frasco de conserva que del natural. Desde entonces, cuando en alguna ocasión nos tropezamos con una rodaja de piña natural de dimensiones poco ordinarias, la palabra abacaxi surge espontánea de nuestros labios, en recuerdo de aquél primer encuentro inolvidable.

El exotismo de algunas frutas tuvo para mí una relación directa con las estaciones, aunque fuera una relación equivocada. Por ejemplo, para mí el coco era algo asociado al mes de octubre, cuando se iniciaban las fiestas del Pilar de Zaragoza. Acudir al recinto ferial era tropezarse con la nívea blancura del coco, algo que desaparecía durante el resto del año. Esa repetida coincidencia forjó en mi subconsciente la errónea idea de que los cocoteros debían dar su fruto en septiembre y por eso acudían puntuales a las fiestas de mi ciudad. Así que cuando, en un invierno que había sido muy duro profesionalmente, me escapé a la República Dominicana, y en el hotel me ofrecían leche de coco a todas horas, le dije a mi mujer que me parecía que habíamos regresado a la infancia pilarista.

Estas frutas sin calendario tienen poco que ver con años en que la fruta necesitaba vigilancia para evitar los robos. En los cerezales había casillas donde por la noche se montaba guardia para espantar a los ladrones, y entre los críos era bastante frecuente la «visita» a algún hortal, donde el más atrevido se encaramaba al peral y tiraba los frutos más maduros que recogían los menos valientes que se quedaban a pie del árbol, desde donde era más fácil emprender la huida, si aparecía el amoscado dueño, alarmado por los ladridos del perro.

De todas las frutas, la más antigua y la más famosa es la manzana, de la que se sabe que ya existía en forma silvestre en el Paleolítico. De ella se habla en el Génesis, en el famoso episodio entre Adán y Eva, pero fueron los romanos los que merced a diversos injertos lograron manzanas de excelente sabor. Las apreciaban mucho, y en las casas de los patricios ricos había una habitación dedicada a almacenarlas: el pomarium. Estas manzanas de origen romano las llevaron los españoles a América y, en esos viajes de ida y vuelta, resulta que, ahora, la mayor parte de las manzanas que consumimos provienen de los sabios injertos que se hicieron en la otra orilla del Atlántico.

Llevamos las manzanas y nos trajimos el tomate y la patata. Los franceses llamarían a la patata pommedeterre, manzana de tierra, mientras los italianos, los descendientes de aquellas familias que poseían un pomarium, denominarían al tomate pomodoro, es decir, manzana de oro.

Confieso que es una de las frutas por las que mantengo un entusiasmo discreto, aunque haya sido protagonista de las leyendas más brillantes, y no es la menor la del Jardín de las Hespérides. No hace mucho, en un viaje periodístico con Ernesto Sáenz de Buruaga, estuvimos en Tenerife, y recordé, en su programa de radio, que la leyenda del Jardín de las Hespérides se encuadra en esa isla, porque el dragón que ruge y echa fuego por la boca para evitar que roben las manzanas doradas, tiene que ser el Teide. Y es Hércules, o Heracles, el que las roba del jardín, aunque parece que luego las devolvió Atenea. ¿Procedía de allí también la manzana que sirvió para el Juicio de París, del que se derivó la guerra de Troya? La manzana parece siempre protagonista de terribles conflictos, y no es el menor la expulsión del paraíso.

Hace poco, en un periódico local, leí un anuncio dedicado a veraneantes que quisieran coger fresas. El horticultor es tan listo como para evitarse la recolección, encomendársela a los compradores, y lograr que paguen por ello, cosa que hacen encantados, porque se divierten, y los niños urbanitas aprenden que las fresas no se fabrican en una factoría. Esta es otra de las frutas que marcaba la estación veraniega, aunque en plenas navidades no es raro que te las ofrezcan en el restaurante o las veas, envueltas en un cesto de plástico, en alguna frutería. No importa. Si gracias a la calefacción podemos pasar calor en invierno, y aterirnos de frío en algunos establecimientos en el día más caluroso de este agosto, merced al aire acondicionado, ya no sorprende encontrarnos con un mango que vino de Venezuela en una frutería de Valladolid, ni que las frutas lleguen al margen del calendario... Aunque algunos, al ver un puñado de cerezas hacia el final de la primavera, sigamos pensando que la «prunus cerasus» es el heraldo que, con sus rojizos susurros, anuncia la estación del calor.

Luis del Val, escritor.

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