Las furias

En la primavera de 1930, Pío Baroja viajó en coche desde el Bajo Aragón a Valencia, deteniéndose en el Maestrazgo. Quería conocer los escenarios en que se desarrollarían los próximos episodios de sus Memorias de un hombre de acción, en concreto Los confidentes audaces y La venta de Mirambel. Baroja, a diferencia de otros escritores, procuraba describir lo que antes había visto con sus ojos. No se lo inventaba todo. Fue de Alcañiz a Morella, y de Morella a Mirambel, Cantavieja y Segorbe. De Segorbe bajó a Valencia y Játiva, para regresar de ahí a Madrid. Baroja dijo de Morella que parecía una de esas “ciudades de cíclopes o gigantes” que lucen estáticas, inmunes al paso del tiempo, en lo más alto de un promontorio que, en el caso de Morella, es un altozano de piedra caliza sólo amenizado por enjutos bosques de carrascas, quejigos y pinos característicos de la comarca de Els Ports.

Las furiasEn lo más alto de Morella está el castillo. Por ahí han pasado celtíberos, romanos y árabes. Lo conquistó el Cid, se perdió y lo reconquistó Alfonso, tomándolo definitivamente para su corona Jaime el Conquistador. Morella se mantuvo fiel al emperador Carlos V cuando las Germanías; y siglos más tarde, cuando la guerra de Sucesión, se sometió a Felipe V, quizá decantándose por Castilla, más lejana, que por Catalunya y Valencia, más próximas, pero que habían apostado por el archiduque en una guerra que comenzó siendo un enfrentamiento internacional europeo y terminó como una guerra civil entre españoles, cuando las potencias los abandonaron a su suerte por primera y no última vez. No obstante, el episodio más vivo de la historia de Morella, grabado en la memoria colectiva española, es la primera guerra carlista –otra guerra civil– librada por los legitimistas, en aquellos pagos, bajo las órdenes de Ramón Cabrera y Griñó, conocido como El tigre del Maestrazgo. Fue una guerra brutal por ambas partes, marcada por las tremendas represalias ordenadas por Cabrera en venganza por el previo fusilamiento de su madre, que, a su vez, fue la respuesta a la ejecución de dos alcaldes constitucionales ordenada por Cabrera.

Estas barbaridades no eran fruto de una explosión de violencia repentina e imprevista, sino que respondían a un designio fríamente conformado y ejecutado. Así, cuando el general Nogueras, gobernador de Tortosa, duda en fusilar a la madre de Cabrear, recibe un oficio del capitán general de Catalunya –el antiguo y heroico guerrillero Espoz y Mina– ordenándole que “mañana, a las diez de ella, será fusilada la madre de Cabrera y presas las tres hermanas”. No es extraño que, al conocer estas nuevas, la reacción de Cabrera asustase incluso a sus más inmediatos seguidores. Tanto, que Mariano-José de Larra –seguidor próximo de los acontecimientos– escribió un artículo –“Dios nos asista”– en el que utilizaba el sarcasmo para denunciar esta barbarie: “También te habrán contado (…) otra pequeña arbitrariedad ejecutada oficialmente en una vieja por virtud de un cúmplase de un héroe. ¡Dios nos libre de caer en manos de los héroes…! Es así que la primera causa de que hubieran facciosos fueron las madres que los parieron, ergo, quitando de en medio las madres, lo que queda… Es lástima que no haya vivido el abuelo porque mientras más arriba, más seguro el golpe”.

Nacido en una familia de buen pasar, Ramón Cabrera estudió un tiempo en el seminario, de donde le sacó su falta de vocación. Su integrismo ideológico le hizo abrazar la causa carlista y, estallada la guerra, su instinto guerrillero y su sentido natural de la estrategia, unidos a un valor indiscutible, le llevaron pronto al generalato. El 25 de enero de 1838 tomó la plaza de Morella, ciudad que defendió durante dos años frente a los más nutridos ejércitos liberales, que habían sitiado la plaza. Llegó a dominar las provincias de Teruel y Castellón, exceptuadas las capitales. Tras el convenio de Vergara, que puso fin a la guerra en el norte, la derrota era inevitable. Resistió un tiempo, pasó a Berga y, de ahí, a Francia y más tarde a Inglaterra. Parece que la campiña inglesa amansó al tortosino, quedando atrás el recuerdo de su crueldad. Casó con una dama rica, tuvo hijos y allí murió.

Cuando estalló la última guerra civil, el general Miguel Cabanellas Ferrer, de convicción republicana, quedó en zona nacional –en Zaragoza– y se sumó al alzamiento, pero consternado por la represión espantosa en el valle del Ebro, exclamó: “¡En este país, alguien tendrá que dejar de fusilar alguna vez!”. Afortunadamente, pasados los años, podemos ya decir con garantías que se ha dejado de fusilar. Pero ello no obsta para que resurjan periódicamente –en unos y otros– las furias atávicas de la estirpe, que convierten al adversario en enemigo, que son refractarias a la concordia, que se niegan al diálogo, que carecen de voluntad de pacto y, más aún, de predisposición transaccional. ¡Cuánta soberbia! ¡Cuánta cobardía! ¡Cuánta mediocridad! En expresión de un viejo amigo, nunca olvidado, qué espectacular eclosión de “mediopelismo hispano”.

Juan-José López Burniol

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