Las gotitas: un año de pandemia

La Gran Vía de Madrid, vacía durante el confinamiento.
La Gran Vía de Madrid, vacía durante el confinamiento.

Opresivo. No se me ocurre otro adjetivo. Puedo darle vueltas... agobiante, oscuro, triste... pero no hallo otra palabra que describa mejor aquel recuerdo. La vida es eso que recuerdas, y echar la vista atrás a cuando hace un año nos echaron el cierre a eso, a la misma vida, me quita el oxígeno. Es eso, falta el aire.

Me veo en una redacción sola, vacía, y en la que (por ahorrar luz, claro), Vicente y yo no encendíamos más que las bombillas de nuestros puestos.

Me veo como actor solitario de una peli apocalíptica que, por no librarse, no se libra ni de la cámara siguiéndole a todas partes, para mostrar que no hay nadie en todas partes. Acelerado, me veo acelerado, como cuando boqueas tras una paliza en el gimnasio, necesitado de mucho aire. Pero no entra.

Fuera, las ventanas emitían un paisaje duro, como de pedradas cuadradas a la vista, porque la vida se había ido. Los primeros días, uno era consciente de que sólo estaba escondida. Después la costumbre, esa mala consejera de nuestros instintos que nos amolda a todo lo que venga, desdibujó todo y, con ello, la conciencia de que sí había 47 millones de almas tras esos muros, bajo los ladrillos.

Como el médico deja de sentir para no desgarrar su alma con cada paciente que se le muere; como el juez soslaya la humanidad de sus condenados para no erizarse ante el frío de los barrotes a los que envía a cada reo. Yo borré la conciencia de que cada ventana frente a la mía era la puerta de entrada a otras vidas, almas tristes, oscuras y oprimidas como la mía.

Recuerdo las prisas, la angustia por sacar una noticia, una más, producir, producir, que no baje la audiencia, cuenta algo distinto, averigua qué pasa, cómo lo van a arreglar, con quién se reúnen, quién lo hace, qué medidas nuevas prepara el Gobierno.

Medidas, decretos, restricciones, subvenciones, reuniones, quién dice qué, y por qué. La adrenalina de la última hora, del último minuto en aquellos días. Escribe, publica, consigue un nuevo teléfono, comprueba, ¿es verdad? Lo han dado ya en la radio, se equivocan, aciertan, mierda, eso lo sabía, quién me manda esperar, oye, ministro, ¿de verdad vais a cerrar, cerrarlo todo?

Se me acelera el corazón cuando lo escribo, ahora que trato de hacer unas memorias aceleradas del confinamiento. Vinieron las niñas a casa, justo aquel día en que Sánchez nos convocó a Moncloa, a una hora rara, cayendo la tarde, después de habernos llevado ya por la mañana, y nos contó que venían "semanas duras". ¿Y eso qué es? Ni él lo sabía. Ya van 52 y nadie sabe cuándo acaban las duras semanas.

Venían las niñas a casa, después del turno de su madre, y ya se quedaron tres meses: sin colegio, sin amigos, sin calle, sin más escenario que las cuatro paredes y, por suerte, el gato. Benditos reyes magos que nos habían dado otros ojos a los que mirar en enero, que les dieron a ellas algo de lo que ocuparse en los noventa días en los que no cruzaron el umbral del piso 4º, puerta 3.

Pedro Sánchez, desencajado entre los periodistas tras admitir que "vienen semanas duras" en la sala dee prensa de Moncloa. Efe
Pedro Sánchez, desencajado entre los periodistas tras admitir que "vienen semanas duras" en la sala dee prensa de Moncloa. Efe

Aquel día en la sala de prensa aprendimos que "las gotitas" contagian. ¿Qué coño son "las gotitas", presidente? Y él balbució, erguido y guapo como es, que no se me note que me tiemblan las piernas, que mientras insuflo ánimos a la población como hacen los presidentes de pega en las películas de desastres, una pregunta me martillea en la cabeza: ¿Ya mí quién me mandó meterme a esto?

Recuerdo volver a casa y avisar a las peques de lo que se venía. En muchas de esas llamadas (comprueba, llama, pregunta, averigua, confirma, ¿nos van a confinar?) supe que sí. Hoy sé que lo supe, entonces creía que lo sospechaba. Nada más. Medio Gobierno decía cierra, cierra, que lo que viene es un tsunami de muerte; el otro insistía en ser prudente, que esto no hay quien lo aguante, que nadie lo ha hecho antes, que la economía no se puede parar.

–Niñas, nos van a confinar.

–¿Y eso qué es?

–Estado de alarma, encerrados en casa, sin colegio, sin amigos, sin salir ni para comprar.

–¿Y qué vamos a comer, papá? En Italia los súper ya están vacíos.

–Ahora bajo y llenamos la nevera, pero calma, dicen en la Moncloa que los camioneros seguirán currando para que en las tiendas no falte de nada.

Y recuerdo que bajé, y que era de noche, y que las calles ya estaban vacías, y que mis ojos se cruzaban con otros ojos, y que nos leíamos el miedo en las miradas, y que el barrio, a saber si es verdad o es la opresión de la memoria, tenía menos farolas, y las chicas del Día ya estaban más tristes, y los expositores más vacíos, y la comida más fría, y el tabaco más seco.

Porque fui a por tabaco, que aún fumaba, y al empujar la puerta de la gasolinera recordé al presidente comentando que el virus sobrevive en el metal, y el tirador es de metal, y las monedas son de metal, y las llaves para entrar en casa, a la vuelta, también son de metal, y el pomo de la puerta del portal, y el botón del ascensor, y me cago en la leche que me estoy encendiendo el siguiente cigarro con el anterior, y abro la terraza, ya estoy en casa, y la hoja del balcón también es de metal, y me fumo otro más mientras le pido a las niñas que me traigan una cerveza, aunque el abrebotellas es de metal y la chapa también, y me trago la birra sin pensar, y pienso mucho después, y decido que voy a llorar, pero me espero a que se acuesten.

Estoy mirando al barrio, vacío, y falta el aire, pero se respira el miedo. Noto los ojos clavados y callados de mis hijas en mi espalda, esperando respuestas a preguntas que no tienen. Y entonces me acuerdo de que una semana atrás estaba en el teatro, con más de mil personas, y dando besos, y abrazos. Y en el gimnasio, sudando. Las gotitas. La puerta, la bicicleta estática, los aparatos, las pesas, también son de metal. Y la moto. Y el director tosía ayer, y mi hermana estuvo el mes pasado metida en la cama una semana, temblando, y sudando (las gotitas), confinada en su gripazo. ¿Gripazo, gripón, catarrazo, catarrón... el puto virus?

Y ya no hay colegios, así que a la mañana siguiente sí, me quedo hijas, comemos juntos y ya luego me voy a la redacción. Y así, inauguramos un modus operandi para tres meses. Aunque eso todavía no lo sé. Y nos reímos, y decidimos tirar la casa por la ventana, que hay que gastar dinero en el último día con la vida viva, y nos vamos a un restaurante, que se van a quedar sin curro, hijas, así que a darlo todo en la pulpería, nos damos un homenaje.

Cogí la moto a la redacción y vi la primera cola callejera ante un comercio, solo diez personas, pero ocupando lo que cien, dejando hueco, en fila y mirando al suelo, tristes, oprimidos y callados, como las filas de niños de la peli esa, la distopía de Pink Floyd.

Y los chinos han cerrado, tienen miedo de la gente, a que les culpen, y se esconden como ratas bajo tierra. Los noto, bajo mis pies, el terror es poderoso. Y como necesito más tabaco, pero las persianas de todos los comercios han caído, me acerco a la gasolinera. Otra vez. Y ya no me dejan entrar, atiende una chica tras la mampara que hasta ayer usaba el del turno de noche, pero lo que hay al otro lado en realidad es un ser con visera de plástico y mascarilla de doble filtro. Y soy yo, entonces, el que se convierte en un niño sin respuestas, de vuelta a los telediarios de los 80, cuando hablaban de las bombas químicas de la guerra de Irán e Irak.

Si echo la vista atrás, veo que estuvimos de visita en el infierno, que hicimos un ensayo general de la guerra nuclear y quedó demostrado que la dosis adecuada de miedo nos disciplina y entregamos sin rechistar nuestra voluntad. Y eso me asusta más, porque los malos ya saben lo fácil que será dominarnos cuando les convenga.

Si echo la vista atrás, la vida oscura y triste de aquellos días tiene hasta banda sonora. Elefantes, el grupo que (me perdonen) acababa de descubrir y pinchaba en mi móvil sin descanso. Y un poco Coque Malla, al que recuerdo al otro lado de mi móvil, en sus directos improvisados de Instagram, regalando conciertos temáticos, como el de los Beatles.

Hoy, cuando suenan, todavía sudo y, un poquito, me ahogo.

Alguna vez tuve citas a escondidas en el súper, para hacer la compra y, de paso, ver otra cara además de la de las niñas por la mañana y la de Vicente por las tardes. Y recuerdo la bronca con el segurata de la tienda, que una vez nos pilló hablando más que comprando, parados en un pasillo del fondo, donde los cereales y el café. Aún sin mascarilla (que era mala), pero con guantes de plástico (que eran buenos) y con las manos sudadas, claro. Las gotitas.

De hace un año me acuerdo, precisamente, de una gotita. La que le caía al presidente, tan ahogado en sus dudas (cierro o no cierro, me lo puedo permitir, que nadie lo ha hecho antes, que si cierro... cuándo abro, que si no cierro... a lo mejor cuento muertos por miles, y que si lo hago... cómo lo explico, cómo se lo pido a los votantes, cómo se dice la cuarentena o la vida).

Aquella tarde, en la Moncloa, en el corrillo posterior a la comparecencia (no me hagan corrillo, nos dicen ahora), Sánchez tenía más canas, y tenía los focos (todos) en su mirada asustada. Tenía un kilo de maquillaje para disimular la lividez y una gotita de sudor, que le hacía surco de la patilla a la quijada.

De pie, a su lado, yo la vi. Saca el móvil, me dije, sólo tú la ves y tienes la foto del día, la foto del año de la pandemia: "Las gotitas".

Pero aquello era historia, y decidí vivirla, no registrarla. Porque todo era increíble. Y había que contarlo.

Alberto D. Prieto es periodista.

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