¿Los gigantes tecnológicos -Amazon, Apple, Facebook, Google y Microsoft- se han vuelto demasiado grandes, ricos y poderosos como para que los reguladores y los políticos alguna vez puedan enfrentarlos? La comunidad de inversores internacionales parece pensar eso, por lo menos si las valuaciones tecnológicas hoy por las nubes sirven como dato. Pero si bien éstas podrían ser buenas noticias para los oligarcas de la tecnología, todavía no está claro si es algo bueno para la economía.
Para ser justo, en las últimas décadas el sector tecnológico ha sido motivo de orgullo y regocijo económicos en Estados Unidos, una fuente de innovación aparentemente infinita. La velocidad y la potencia del motor de búsqueda de Google son impresionantes; nos permiten tener un conocimiento extraordinario al alcance de los dedos. La telefonía vía Internet hace posible que amigos, parientes y compañeros de trabajo interactúen cara a cara desde la otra punta del mundo, a un costo muy modesto.
Sin embargo, a pesar de toda esta innovación, el ritmo de crecimiento de la productividad en la economía más general sigue siendo deslucido. Muchos economistas describen la situación actual como un "segundo momento Solow", en referencia a la famosa observación del legendario economista del MIT Robert Solow en 1987: "Se puede ver la era informática en todas partes, salvo en las estadísticas de productividad".
Existen muchas razones para el lento crecimiento de la productividad, en especial una década de baja inversión luego de la crisis financiera global de 2008. Aun así, debe preocuparnos que las cinco grandes compañías tecnológicas se hayan vuelto tan dominantes, tan rentables y tan abarcadoras como para que a las nuevas empresas les resulte muy difícil hacerles frente, lo que termina sofocando la innovación. Sin duda, alguna vez las flamantes Facebook y Google aplastaron a Myspace y Yahoo. Pero eso fue antes de que las valuaciones de las tecnológicas se dispararan a la estratósfera, dándoles a los actores arraigados una enorme ventaja en términos de financiamiento.
Gracias a sus presupuestos holgados, las Grandes Tecnológicas pueden fagocitar o aplastar a cualquier firma nueva que amenace las líneas principales de ganancias, aunque más no fuera de manera indirecta. Por supuesto, un joven emprendedor intrépido todavía puede rechazar una compra, pero es más fácil decirlo que hacerlo. No mucha gente es lo suficientemente valiente (o tonta) como para rechazar mil millones de dólares hoy con la esperanza de obtener mucho más en el futuro. Y existe el riesgo de que las grandes tecnológicas utilicen sus enormes ejércitos de programadores para desarrollar un producto prácticamente idéntico, y sus gigantescos recursos legales para defenderlo.
Las Grandes Tecnológicas podrían decir que todo el capital que inyectan en nuevos productos y servicios está impulsando la innovación. Sin embargo, podríamos sospechar que, en muchas circunstancias, la intención es cortar la potencial competencia de raíz. Es notable que las Grandes Tecnológicas todavía obtengan un alto porcentaje de sus ingresos a partir de los productos principales de sus empresas -por ejemplo, el iPhone de Apple, Microsoft Office y el motor de búsqueda de Google-. En consecuencia, en la práctica, las nuevas tecnologías potencialmente disruptivas tienen las mismas posibilidades de ser enterradas que de ser impulsadas.
Es verdad, hay casos de éxito. La extraordinaria empresa de inteligencia artificial británica DeepMind, que Google compró por 400 millones de dólares en 2014, parece estar abriéndose camino. DeepMind es famosa por desarrollar el primer programa de Go capaz de derrotar al campeón mundial de la especialidad -un hito que, según dicen, incitó al ejército chino a iniciar un esfuerzo supremo para liderar en IA. Pero, en general, DeepMind parece ser la excepción.
El problema para los reguladores es que los marcos antimonopólicos convencionales no se aplican en un mundo en el que los costos a los consumidores (principalmente en forma de datos y privacidad) son exhaustivamente opacos. Pero esa es una mala excusa para no cuestionar medidas anticompetitivas relativamente obvias, como cuando Facebook compró Instagram (con su red social en rápida expansión) o cuando Google compró a Waze, su competidor en el universo de los mapas.
Quizá la intervención más urgente sea la de debilitar el control de nuestros datos personales por parte de las Grandes Tecnológicas, un control que le permite a Google y a Facebook desarrollar herramientas de publicidad dirigida que se están adueñando del negocio del marketing. Los reguladores europeos están mostrando una posible salida, inclusive mientras los reguladores estadounidenses siguen cruzados de brazos. El nuevo Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea hoy les exige a las empresas que les permitan a los clientes –aunque sólo sean los que están en la UE- resguardar sus datos.
En su reciente libro de relevancia Radical Markets, los economistas Glen Weyl y Eric Posner van un paso más allá y dicen que las Grandes Tecnológicas deberían tener que pagar por nuestros datos, en lugar de reclamarlos para un uso propio. Mientras que la practicidad de esto todavía está por verse, sin duda los clientes deberían tener el derecho de saber qué datos sobre su persona se están recopilando y cómo se los está utilizando.
Por supuesto, el Congreso y los reguladores de Estados Unidos también tienen que controlar a las Grandes Tecnológicas en muchas otras áreas esenciales. Por ejemplo, el Congreso actualmente les da a las empresas radicadas en Internet un verdadero pase libre para promulgar noticias falsas. A menos que las plataformas de las Grandes Tecnológicas se atengan a normas similares a las que se aplican a las ediciones impresas, la radio y la televisión, el informe en profundidad y la verificación de los datos seguirán siendo artes en vías de extinción. Esto es malo tanto para la democracia como para la economía.
Los reguladores y los políticos en la tierra natal de las Grandes Tecnológicas necesitan despertarse. La prosperidad de Estados Unidos siempre ha dependido de su capacidad para vincular el crecimiento económico con la innovación impulsada por la tecnología. Pero, ahora mismo, las Grandes Tecnológicas son una parte del problema tanto como una parte de la solución.
Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016.