Las guerras feministas: mujer contra mujer

El vocablo feminismo, como sucede con las palabras malsonantes, ha ido pasando por diferentes etapas, según el grado de aceptación popular del término.

Tras su apogeo de 1970, atravesó décadas intangibles como las de 1990-2010, cuando las jóvenes occidentales lo consideraban un término obsoleto que, por decirlo en lenguaje ad hoc, aludía a una realidad fósil.

En 2015, el movimiento Me Too aportó al feminismo del nuevo milenio una carga de energía cinematográfica, con el consiguiente aluvión de camisetas que blandían orgullosamente la palabra rescatada entre los papeles de tul del secreter de la abuela. El feminismo había vuelto.

Para las adolescentes que lo acababan de descubrir, aquello era una cosa frenéticamente actual, que alguna de las más enteradas relacionaba con una tal Simone de Beauvoir, autora de un tochazo llamado El segundo sexo.

De hecho, el feminismo venía de tan lejos y había rodado tanto que ya había superado la intelectualizada Cuarta Ola (con posfeministas como la francesa Élisabeth Badinter, que advertía de que “la mujer no arreglará lo que ha hecho mal el hombre”) y había entrado en la Quinta Ola. La de la recuperación del activismo de ventana rota de las sufragistas de finales del siglo XIX y de las grandes manifestaciones del Women's Lib de los años 60 y 70 del siglo XX.

Precisamente las que convirtieron el feminismo en un asunto para todos los públicos fueron las pioneras de los años 70 como Betty Friedan y Germaine Greer. En especial la primera con su ensayo La mística de la feminidad (1963), que vendió tres millones de ejemplares en tres años.

Friedan llamó “el problema sin nombre” a la discrepancia entre la sobreactuada felicidad matrimonial y la oculta insatisfacción femenina. Este rudimentario movimiento de liberación dio paso a un amplio repertorio de adaptaciones del feminismo (separatista, marxista, liberal, conservador, filosófico, cristiano, ecofeminismo, anarcofeminismo, ciberfeminismo e incluso islámico) que han acabado por disgregar el feminismo clásico propiamente dicho.

Los países precursores (como Reino Unido, Estados Unidos y los países nórdicos) han incorporado ya un posfeminismo autocrítico en todas sus variantes académicas y activistas.

Cuando la veterana feminista estadounidense Gloria Steinem lamenta que “algunas de nosotras nos estamos convirtiendo en los hombres con quienes nos hubiéramos querido casar” cuestiona el devenir de la civilización occidental.

Si las mujeres del primer mundo se están convirtiendo en los hombres que ellas mismas buscaban como pareja (y no hallaban, cabe suponer), la pregunta es de cajón. ¿En qué se están convirtiendo los hombres?

Parece obvio que todo el debate trans procede de este desbarajuste y reasignación de identidades propiciado por el feminismo que quitó la careta a las felices amas de casa de los 70.

La actitud respecto a la mujer es un marcador del rasero de modernidad de un país. Pero también es un poderosísimo instrumento político, susceptible de manipulación.

En la España actual, el electorado femenino ha sido determinante para la llegada del PSOE al poder, del mismo modo que el antifeminismo de Vox le asegura un alud de votos masculinos de la vieja derecha.

La paradoja del feminismo contemporáneo es que, mientras las mujeres lidian encarnizadamente unas con otras en las denominadas guerras feministas, sus votos y su propia existencia son manipulados por partidos políticos dirigidos en su mayoría por hombres.

Es digno de estudio que el feminismo de nuestros tiempos (privilegiado sector subvencionado) se haya enzarzado en una amarga batalla interna, escenificada en algunos casos con violentas confrontaciones callejeras, en torno al complejo debate sobre los derechos de las personas transexuales.

Filósofos, escritores, politólogos, periodistas y actores participan junto a las propias teóricas y activistas feministas en la inflamada polémica cuyo meollo es de hecho la delimitación de qué significa ser mujer.

Ojalá las mujeres del mundo reconocieran la labor histórica de las feministas primigenias, gracias a las cuales la población femenina occidental tiene hoy derecho al voto, derecho al trabajo, libertad de expresión, pasaporte y cuenta de banco propia, en vez de criticarse ferozmente unas a otras, como boxeadoras rebozadas en barro para atracción del público.

No quedan lejanos los tiempos en España (y quienes tuvimos abuelas trabajadoras lo recordamos) en que una mujer debía pedir permiso a su marido para trabajar y para viajar, además de tener que ingresar su sueldo en la cuenta bancaria de su marido, al no estarle permitido tener una propia.

El primer gran debate que ha buscado el feminismo global no es contra las rémoras de ese patriarcado que motivó el origen del movimiento, sino contra un bando endógeno formado por las propias mujeres.

La guerra de los sexos ha derivado hacia la guerra de las mujeres contra las mujeres. Tal vez porque las hembras de la especie humana conservan intacta la genética cavernaria, de los tiempos de los cazadores-recolectores, que las empujaba a competir con las demás mujeres por el mejor macho reproductor para cumplir su meta biológica: propagar la especie.

A ver si resulta que, en su tierno subconsciente, todas estas fogosas activistas entonan las chicas son guerreras, pero en secreto anhelan un príncipe azul con chalé, Lexus y MasterCard Titanium que las rescate de este maldito embrollo de la emancipación.

De seguir así, puede que esta batalla campal la acabe ganando el movimiento de liberación del movimiento de liberación de la mujer.

Gabriela Bustelo es escritora y periodista.

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