De los grandes historiadores militares, Carl von Clausewitz es el más citado, el menos entendido, y probablemente el más relevante para comprender por qué Occidente sigue perdiendo guerras. Ahora que los estadounidenses y los europeos están abandonando Afganistán en una debacle histórica, quizá valga la pena recordar dos de sus obras menos conocidas, dedicadas específicamente en los tipos de guerras que libramos hoy en día, la clase de guerra que perdemos.
En el mundo anglófono, Clausewitz es conocido sobre todo por su muy citado comentario sobre la guerra como extensión de la diplomacia por otros medios, así como por su trabajo principal, De la guerra, un tratado sobre los conflictos bélicos clásicos. Pero las dos obras a las que me refiero son menos famosas, y que yo sepa, no se han traducido al inglés.
En ellas desarrolló toda una teoría sobre la clase de guerras que libramos hoy en día ‒guerras de guerrillas, campañas contra el terrorismo, guerras civiles‒, que en aquellos tiempos todavía eran relativamente poco frecuentes. En Vorlesungen über den kleinen Krieg (Conferencias sobre la “pequeña guerra”) empezó a elaborar una teoría incompleta en la que los Estados todavía libraban pequeñas guerras. En Bekenntnisschrift (memorándum, o confesión), publicado en 1812, desarrolló una teoría completa, en la cual hizo una pertinente observación sobre la diferencia entre las guerras grandes y las pequeñas. Las primeras se libran estratégicamente en el ataque y tácticamente en la defensa. Las segundas se libran estratégicamente en la defensa y tácticamente en el ataque. Normalmente no doy instrucciones a los lectores sobre cómo leer una columna, pero este comentario merece un momento de reflexión.
Lo que ha pasado en Afganistán y pasó en Vietnam es que los estadounidenses libraron una guerra grande, estratégica en el ataque, pero sin prestar demasiada atención a la defensa ni a su propia estrategia de salida. El Viet Cong y los talibanes libraron una guerra pequeña en un territorio que conocían, con el apoyo de al menos parte de la población, y con la seguridad de que el tiempo estaba de su lado. Cuando la supuesta fuerza irresistible se encuentra con el objeto inamovible es cuando los grandes países pierden las guerras pequeñas. La defensa estratégica supone jugar sucio, no respetar las reglas que los Estados se han dado a sí mismos en su práctica de la guerra. En las guerras pequeñas, el pequeño defensor goza de una ventaja natural sobre una fuerza de ocupación mayor.
Christopher Daase, especialista en los escritos de Clausewitz en la Universidad de Fráncfort, observó que la Revolución francesa y la ocupación de Europa por parte de Napoleón influyeron en las ideas de Clausewitz. En su Memorándum, el teórico prusiano hizo referencia a la rebelión de La Vendée de 1793, un intento francés de contrarrevolución en el valle del Loira. En 1809, el posadero Andreas Hoffer se convirtió en el inesperado líder de la revuelta tirolesa contra la ocupación del Tirol por Baviera y Francia. El levantamiento del 2 de Mayo de 1808 tuvo lugar en las afueras de Madrid, también en protesta por la ocupación francesa. Los tres fueron ejemplos tempranos, y a la postre poco afortunados, de guerras de guerrillas en ciernes. La principal diferencia con las guerras actuales es que los actores pequeños están ganando las “pequeñas guerras”. El método, como ya anunciara Clausewitz, es la victoria por agotamiento. A esto se refería cuando hablaba de defensa estratégica:
“El cuerpo enemigo -el de las fuerzas de ocupación- tendrá que superar una situación de dificilísima defensa, y perderá poder cada día en la más infeliz de las guerras”.
Como he señalado antes, es un error frecuente equiparar a Clausewitz con el belicismo. Todo lo contrario. La mayoría de las guerras occidentales libradas desde 1945 no habrían satisfecho los requisitos del militar. Incluso me atrevería a calificarlo de escéptico de la guerra, según los baremos actuales. El escribió que los gobiernos nunca deberían embarcarse en un conflicto bélico sin un objetivo previamente definido de lo que quieren conseguir y en qué momento, y sin una estrategia clara de cómo salir de ella. Tampoco deberían entrar en una guerra larga a menos que puedan contar con un apoyo popular duradero. Ninguna de estas condiciones se daban en el conflicto de Afganistán. Y como señala Daase, qué constituye el éxito en una guerra pequeña tiene diferentes niveles. Los guerrilleros pueden perderla militarmente, pero seguir ganándola políticamente porque, cuando las fuerzas de ocupación se van, ellos siguen estando allí.
Lo que resulta profundamente inquietante es que Occidente haya olvidado no solo las lecciones de historia de comienzos del siglo XIX. Estados Unidos ha sido incapaz de aprender incluso de sus propias experiencias relativamente recientes en las guerras de Corea y Vietnam. También hemos retrocedido en lo que a pensamiento militar y diplomacia se refiere. Los ministros de Exteriores del G-7 no están a la altura de Talleyrand y Metternich. Serguéi Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores ruso, quizá se les acerque, pero su país es, como mucho, una potencia regional. Como pensador estratégico, Clausewitz jugaba en una liga estratosféricamente diferente de la de los expertos en política exterior del Partido Demócrata que deambulan por Dupont Circle.
No por casualidad, la mejor estrategia militar y la diplomacia hábil van de la mano. El logro duradero de la época de Clausewitz fue el Congreso de Viena de 1814-1815. En él se creó un nuevo orden mundial que demostró una notable resiliencia. Algo que no sucederá esta vez.
Wolfgang Münchau es director de eurointelligence.com.