Las guerras y sus digestiones

Pregunta: ¿cómo digieren las naciones sus guerras? Respuesta: mal, siempre. Busquemos un ángulo para entrar en un argumento tan contundente. Hay que remontarse a las dos actividades más antiguas de la historia de la humanidad. La primera (por orden de aparición) es moverse. Desde siempre, lo que nos ha caracterizado como especie es andar moviéndonos arriba y abajo. Hay considerables evidencias de que venimos de África, hay trazas de que las diferentes variedades de amerindios llegaron por arriba, a la izquierda, la actual Alaska, y fueron bajando. Todo ello es bastante conocido, pero va vinculado a la segunda actividad más antigua: la guerra, en la que grupos humanos luchan unos contra otros por diversos motivos (territorio, recursos, poder). Siendo así que hay un amplísimo consenso moral en que las guerras son malas, ¿por qué siempre ha habido guerras (y parece que siempre las habrá)? Las miradas de las largas columnas de refugiados son idénticas en todas las guerras, pero entre la I Guerra Mundial y la II Guerra Mundial solo pasaron 21 años, que es menos de una generación. ¿Por qué fue tan fácil empezar otra vez?

Otra regla no escrita: las guerras son mucho más fáciles de empezar que de terminar, esto no es una pregunta, esto es una afirmación empírica. Lo cual nos lleva al motivo central de la presente reflexión, ¿cómo digieren las naciones (los países, las sociedades) las guerras? Vietnam es un buen comienzo. Tendemos a pensar en la guerra de Vietnam como la que los americanos perdieron, y cuya herencia ha pesado como una losa sobre la sociedad (y en su día sobre la política) de Estados Unidos. Llegaron a Saigón en 1962, con una decenas de “asesores”, y en 1966 ya tenían más de medio millón de efectivos sobre el terreno, finalmente en abril de 1975, casi 60.000 muertos después, huyeron por el tejado de la embajada dejando una imágenes que nunca serán olvidadas. Días antes, el embajador todavía desoía la presión de la CIA y de los mandos militares para salir pitando, porque “mandaríamos un mal mensaje al pueblo vietnamita”. En un libro excepcional, La marcha de la locura: desde Troya hasta Vietnam (FCE 2005), Barbara Tuchman explica a partir de varios estudios de casos de guerras, cómo estas consisten en un cataclismo con un balance catastrófico, a partir del encadenamiento sistemático de malas decisiones tomadas por personas que tenían acceso a información suficiente para ver que aquello iba al desastre.

El caso de Vietnam es interesante para analizar ahora la dolorosa digestión que le supuso a la sociedad norteamericana. Se cumplió la norma no escrita de que aquello no empezó a ser visto como una grave cuestión social hasta que los ataúdes empezaron a llegar a razón de varios cientos por semana, de 1966 a 1970 aquello fue una hecatombe.

Comparen con las guerras más recientes de Irak y Afganistán, donde las cifras de muertos (norteamericanos) han sido muchísimo más limitadas, para entender la crisis moral de la sociedad norteamericana en cuanto a los costes humanos (los suyos) de una guerra. Después, empieza una larga penitencia que suele traducirse de varias maneras. El establishment, siempre con retraso respecto de la gente, negando la realidad, o improvisando un “relato” sobre la necesidad de cerrar un capítulo triste de la “historia americana”. Los heridos, física o mentalmente, aparcados en el silencio durante un cuarto de siglo, y solo después honrados y recuperados en algunas ceremonias oficiales. Hubo que esperar a 1978 para que Hollywood abordara el tema en el cine de ficción con una película desgarradora, El cazador, de Michael Cimino, donde lo esencial no es la guerra en sí, sino la digestión de la posguerra.

Cada sociedad digiere como puede sus guerras a lo largo del tiempo. La sociedad francesa, instalada cómodamente en una relato en blanco y negro sobre la ocupación nazi y los méritos de la resistencia, ya desde finales de los sesenta, empezó a notar signos de indigestión: ¿y los colaboracionistas del ocupante, la cooperación con los nazis para la deportación de franceses a los campos de exterminio, la redada del Vel d’Hiv de 1942 a cargo de los gendarmes? Después apareció la indigestión de la guerra de Argelia, en torno al debate sobre el uso de la tortura en Argel y sus consecuencias. Debate cauto, pero en todo caso más visible que el no debate sobre la responsabilidad de Francia en la guerra de Indochina (1945-1954), y dicen los expertos que ello se debe a que en esta cayeron (por miles) soldados profesionales, legionarios, paracaidistas, pero no conscriptos. En Argelia, fueron los chicos de la mili los que tuvieron que asumir mancharse las manos, y dejar muchos muertos en el terreno. La reacción social fue mucho más fuerte, De Gaulle lo entendió, hizo un referéndum y a casa. La distancia en el tiempo cuenta mucho. El relato de las guerras napoleónicas, incluso Waterloo (dejemos de lado la ironía fácil con el actual “exiliado” allí), a pesar de la derrota final del emperador, está ya formateado en los libros de historia. El tiempo cuenta, y mucho, para un joven francés de ahora el hecho de que su abuelo fuese miembro de la Resistencia le motiva sentimentalmente, le llena de orgullo. Pero si su tatatarabuelo fue uno de los granaderos del último reducto de Waterloo, le tiene más o menos sin cuidado. No digamos ya si fue a la segunda o tercera cruzada para liberar Jerusalén.

Tomemos otro ejemplo, la Guerra Civil española, y su difícil digestión en este país. ¿Todavía hay que discutir si los nietos y biznietos de miles de desaparecidos tienen derecho (y sean dotados de medios) para recuperar los restos de los suyos? Pues en efecto, es un tema electoral de hoy, cuesta creerlo. Hemos visto a gente, malas personas, ironizar sobre los que “se obstinan en seguir buscando huesos”, hemos visto gente, en Collioure, insultar a un grupo de jubilados republicanos que tenían la triste idea de repetir su recogimiento ante la tumba de Machado, y escuchar cómo un grupo de “independentistas” les llamaba “fascistas”.

No digamos ya el culebrón del Valle de los Caídos, o los pleitos sobre cambios de nombres de calles. ¿Se hubiera podido y debido hacer al final de la Transición? ¿O con la superación del golpe de Tejero de 1981? Posiblemente. ¿Ahora? Todo es campaña electoral, y se libra sobre todo en las famosas redes. No, ni España ni Cataluña han acabado de digerir una Guerra Civil empezada hace ochenta años. Y una de las causas que prolonga la indigestión es la superposición de “relatos en competición” que en realidad lo que buscan es otra cosa. Buscan reescribir una y otra vez la justificación de aquello a la luz de las luchas políticas de ahora, lo cual es de una mala fe argumental considerable.

Como conclusión, para digerir una guerra el factor tiempo cuenta para la gente corriente. Tres generaciones como mínimo, a veces cuatro. A veces más. Y no es seguro que la obsesión por legislar sobre una supuesta memoria histórica sea el remedio. Más bien a veces parece que alguien se empeña en decirnos lo que hemos de recordar.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona.

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