Las hijas de Pelías

La espectacularización de la política —y los espectáculos que dan ciertos políticos— ha alcanzado un punto en el que mucha gente sensata y silenciosa que aún queda en este país se encuentra presa de una mezcla entre contemplación atónita, hastío, desánimo y sobre todo ganas de desconectarse de los debates públicos. Es una situación peligrosa, todavía más que la polarización. Replegarse en la vida privada cuando se derrumba la pública no es nunca una opción válida, porque las distorsiones de la vida pública no sólo proceden de la vileza de algunos sino sobre todo del consentimiento de muchos y acaban afectando, lo quieran o no, a sus vidas. Debemos recordarlo hoy día, cuando tantos políticos pretenden hablar por todos dando por sentado ese consentimiento. Dicen hablar por el pueblo, por el sentido común, por las bases, por los votantes o por el mandato sacralizado de los representados. Pero no sólo se apropian así de la palabra que no es suya sino que parecen además desertar del deber de decisión y ejecución que implica su cargo. La expresión de “servidor público” no equivale a “sirviente” porque se los elige para algo: no para obedecer sino para gobernar.

Más allá de lo penosamente anecdótico, el espectáculo de la última sesión constitutiva de nuestra cámara de servidores públicos ha puesto de manifiesto una inquietante paradoja: lo democrático, la constitución de una acción de gobierno común y plural, que implica ponerse a hablar o a parlamentar, parece desmoronarse mientras todos exclaman sin embargo que son más demócratas que nadie a la vez que hacen impracticable cualquier diálogo. Tomemos un ejemplo paradigmático de este tipo de absurdos: las pintorescas declaraciones hace unos días en TV3 de un intelectual independentista afirmando que “no es lo mismo decir democracia en catalán que decir democracia en castellano”. Tirando por el lado humorístico, semejante enunciado tiene la misma lógica que los informes meteorológicos que hace años señalaban lluvia en Cataluña y… en España, como si las nubes entendieran de ordenación territorial. Pero aquí se acaba el humor y empieza lo serio: en esta delirante competición por hacerse pedazos entre celosísimos demócratas se está poniendo en peligro la democracia. Y cuando eso sucede puede terminar siendo subvertida en nombre de la democracia misma.

Hay una vieja leyenda griega que lo ilustra. Se trata del mito de las hijas del rey Pelias. El argumento es simple: llevada por su famoso afán de venganza, Medea se hace pasar por anciana hechicera engañando a las hijas del anciano rey Pelias. El engaño consiste en convencerlas de que habría una forma de rejuvenecer a su padre, imitando lo que Medea hace con un carnero viejo. Lo mata, lo descuartiza y lo mete en un caldero al tiempo que saca de detrás de la olla, escondido, un carnero joven al que hace pasar por el primero. Convencidas por el milagro para hacer lo propio con su padre, es fácil imaginar el deplorable fin del anciano, involuntariamente asesinado por sus hijas con el tierno deseo de rejuvenecerlo. Algo similar puede suceder, como nos advierte Bobbio, con la vieja y falible democracia cuando se trata torpemente de regenerarla en un caldero sacrificial henchidos del vano afán de que salga reluciente y sin ningún error o tara.

Algo de ello parecemos estar aprendiendo en España ahora que ya estamos asomándonos al abismo de la antipolítica. Nadie está libre de responsabilidad, aunque ésta se reparta en diferente grado y modalidad. Por una parte, cierta izquierda se comportó en su día como las incautas hijas de Pelias. Con consignas toscas y reduccionistas propiciaron un clima de desautorización institucional y de acusaciones corrosivas a la política y del Estado sin mayor matización. Como resultado, se pasó del ejercicio de la crítica legítima y saludable a una polarización y descalificación indiscriminadas en cuyas turbulencias aún nos movemos. Se les podría achacar que confundieron las dos caras del Estado: el Estado-máquina y el Estado representativo. Dada esta condición bifronte del Estado gracias a la cual están dentro de las instituciones, parecen haber realizado cierto aprendizaje o rodaje institucional entendiendo que la crítica al Estado no sólo se puede hacer descalificadoramente frente al mismo sino constructivamente ante él, incluso dentro de él. Por su parte, nuestra Medea doméstica, la ultraderecha, ya ha dado la cara revelando su verdadera personalidad antipolítica, por más que se presenten como víctimas de dictaduras imaginarias, mientras ensalzan aspectos de la que sí fue realmente existente. Se necesita diálogo, en efecto, pero allí donde sea posible: entre las fuerzas políticas, pues con las antipolíticas no parece realista esperarlo. Como afirma Bobbio: “Si me imaginara a los interlocutores que quisiera, no precisamente convencer pero sí hacer menos desconfiados, no serían (…) la derecha reaccionaria perenne, que resurge continuamente bajo las más diversas vestimentas pero con el rencor de siempre (…) sino aquellos que quisieran destruir nuestra democracia para hacerla más perfecta (…) Abrir el diálogo con los primeros puede ser tiempo perdido, continuarlo con los segundos permite confiar en la fuerza de las buenas razones”.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la UC3M.

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