Las Humanidades del siglo XXI

La crisis económica, los recortes en las partidas de investigación o en la financiación de las universidades, están afectando a todas las ramas del saber, cualquiera que sea su metodología o su objeto de estudio. Los investigadores se quejan, con razón, de que en España no ha habido nunca un pacto de Estado de investigación y que los vaivenes políticos y presupuestarios comprometen las inversiones realizadas tanto en equipos como en recursos humanos. Una vez más en nuestra historia, se pierde lo invertido por falta de previsión, convirtiendo el presupuesto del pasado en el despilfarro del presente. Aun cuando la reducción de las partidas concierne por igual a las ciencias llamadas «duras» y a las humanidades, son estas últimas las que observan cómo a la reducción de sus ingresos se suma también un cierto descrédito social, promovido a veces desde la clase política y otras muchas, por cierto, desde las filas de los propios humanistas, que con más frecuencia de la que sería deseable suelen aborrecer de su universidad, de sus alumnos o de sus condiciones de trabajo.

La recuperación del pulso político requiere, en el caso de las Humanidades, de tres condiciones inexcusables. En primer lugar, sus facultades y centros de investigación deben aceptar el principio elemental de rendición de cuentas. Aquellos tiempos en que los profesores de Universidad o los investigadores del CSIC podían comportarse como pequeños rentistas que, viviendo del erario público, se solazaban en un hermoso retiro espiritual (y material), sin que nadie ni nada pudiera perturbar sus dignos pensamientos, no solo representan una conducta caduca y trasnochada, sino una afrenta a los mismos ciudadanos, que exigen transparencia y seriedad a todas las instituciones del Estado. La rendición de cuentas supone abandonar la mentalidad propia de una nobleza de sandalia y reivindicar formas de actuación democráticas, donde los resultados de la investigación, así como el uso de los fondos gestionados, estén sometidos a procesos internacionales y públicos de evaluación.

En segundo lugar, las Humanidades deben aceptar todas las consecuencias de los principios de jurisdicción universal que rigen en un Estado de Derecho. La endogamia, el acoso, los grupos de presión, los mafiosos, la falta de criterios escalables, las decisiones arbitrarias y la circunstancia de que las instituciones académicas hayan sido siempre reaccionarias en sus ideas y poco dadas al cambio, más por alimentar intereses corporativos que por defender políticas públicas, deberían sustituirse por una cultura de responsabilidades colectivas, consciente de la posición que la educación superior y la investigación tienen en la articulación democrática del Estado.

Por último, pero no menos importante, las Humanidades deben hacer valer los resultados de su investigación antes que esperar un reconocimiento espontáneo de sus saberes, muchas veces irrelevantes y caducos. La defensa corporativa de los filósofos, con un lema de pésimo gusto («¿quién teme a la filosofía?»), no parece el medio más adecuado para encontrar aliados. Antes al contrario, estas expresiones ensoberbecidas reflejan poco más que el punto de vista de quien se considera superior en sus razones e infalible en sus principios. Como el resto de los humanistas, los filósofos no cobran del erario público por el miedo que puedan producir sus ideas, sino por haber participado, en mayor o menor medida, en la construcción de las identidades nacionales. La Arqueología, pero también la Historia, la Filología, y la Filosofía, nunca fueron ni tan «básicas» ni tan «desinteresadas». Por el contrario, han contribuido durante los últimos 250 años a presentar las aspiraciones políticas de los Estados como resultado de una herencia cultural que se remontaba, por ejemplo en el caso de Alemania, al pensamiento de los antiguos griegos. En nuestros tiempos, vendría bien recordar que la figura administrativa bajo la que se subsumían los programas de investigación en Humanidades no fue otra que «patrimonio». La creación de un historia canónica de la filosofía, como el nacimiento de la filología o de las misiones arqueológicas, por no hablar de la historia política o de la historia del arte, siempre estuvo ligada a los intereses de una «alta cultura» que servía a las demandas de legitimación política, ya fuera en los tiempos de Napoleón I, y su reforma del sistema de enseñanza, o en el modelo prusiano de estructuras académicas enormemente jerarquizadas. Como el resto de las Humanidades, la filosofía participaba del concierto de las naciones, hasta el punto de que las aspiraciones políticas de los gobiernos europeos pasaban, no pocas veces, por el ombligo de los filósofos. La resistencia de muchos colegas a las políticas de modernización no solo depende, entonces, de la coyuntura económica, sino de un apego a un pasado idealizado y a una visión romántica de su oficio, que nunca consistió tan solo en pensar y en escribir, sino en pensar y en escribir los sueños nacionales. La sustitución de una forma de subvención basada en el mecenazgo de los príncipes por otra sostenida por el aparato del Estado tenía contrapartidas políticas que, en cierta medida, los representantes públicos, pero también los propios ciudadanos, consideran ya cumplidas.

La crisis económica y política que nos azota está poniendo sobre la mesa la necesidad de que las Humanidades sirvan para esclarecer el presente no de sus propias corporaciones, como hacen, sino de la democracia europea del siglo XXI, como deberían. Víctimas de su propia excelencia, ausentes de los grandes debates que afectan al conjunto de los ciudadanos europeos, sus facultades y centros de investigación están siendo arrumbadas por dos grandes peligros. En primer lugar, por la progresiva amenaza de una ideología de los grandes números que solo defiende y acepta métodos cuantitativos de investigación. En segundo lugar, por políticas suicidas promovidas desde los propios departamentos e institutos de investigación. Lejos de encerrarse en sus despachos hasta que el temporal amaine, los humanistas deben tomar la iniciativa de su propia reforma institucional, lo que implica reflexionar sobre cuál es el papel que quieren desempeñar, si alguno, en el contexto de la sociedad civil y de la función pública; cuál es el lugar que ocuparán las nuevas generaciones (y no solo las viejas voces) en ese nuevo escenario; qué nuevas formas de financiación proponen; cuál será el impacto social de estas nuevas Humanidades; en qué medida los resultados de la investigación tendrán interés local y reconocimiento internacional; o de qué forma se potenciarán, en el contexto de la nueva sociedad global, formas cooperativas, presenciales y dinámicas de investigación.

Javier Moscoso, profesor de Investigación de Historia Y Filosofía de las Ciencas, Instituto de Filosofía, CSIC

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