Las Humanidades y la vida

Recuerdo que, nada más comenzar la música del inicio de «Yo, Claudio», me sentaba frente al televisor y veía la serpiente que reptaba sobre un mosaico mientras aparecían los títulos de crédito. A pesar de mi poca edad y de la hora nocturna me dejaban ver aquella impactante serie sobre Roma. Cuando tiempo después leí el libro me quedé enganchado para siempre a la novela histórica, y cuando no hace demasiados años volví a ver aquella serie que tenía una puesta en escena teatralizada, quedé cautivado por cómo abordaba las luchas de poder, las pasiones y ambiciones. Juego de tronos está muy bien, y si le ha fascinado a los millennials es porque, en general, desconocen el pasado y no les interesa lo que se hizo antes de su nacimiento, pero no saben que dicha serie es un compendio encubierto de sucesos que pueden encontrarse en la historia, la mejor escuela de aprendizaje del poder.

A pesar de mi marcada vocación el despotismo ilustrado familiar me hizo estudiar una carrera que no me gustaba. Fueron años baldíos en todos los sentidos, y cuando impuse mi criterio e hice Humanidades me reencontré conmigo mismo. Aquella etapa me sirvió para introducir las coordenadas de un GPS vital y para entender que las Humanidades no eran un adorno ni un entretenimiento, sino un legado vivo. Desde entonces tengo un pie en el pasado y otro en el presente que me sirve para viajar a la historia con billete de ida y vuelta. La literatura, el arte, la música y el resto de saberes humanísticos clásicos y modernos me han servido para darle sentido a mi vida, disfrutarla con intensidad y enseñar con pasión en las aulas.

La escritura ha supuesto para mí otra fuente de satisfacción. Viajar por España para presentar mis novelas o dar conferencias no sólo me ha permitido contactar con los lectores, sino conocer a mucha gente valiosa e interesante y hacer amigos tan queridos repartidos por la geografía nacional, que desearía tener el don de la bilocación para verlos más a menudo. Ya no concibo la vida sin ellos.

Personas a las que quise y murieron siguen viviendo en mi memoria, y en la alacena de mi mente la asamblea de los vivos dialoga con la de los fallecidos de tú a tú, en armonía. En los mapas antiguos aparecen países que ya no existen, y tengo la sensación de que los amigos y seres queridos muertos están de viaje en alguno de esos reinos extinguidos y que me reencontraré con ellos en algún recodo del camino. Y es que en la madurez entendemos el profundo sentido de las palabras de Cicerón: «La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos».

Intento inculcarles a mis alumnos aplicaciones prácticas de la historia para que valoren cosas de la vida tales como el periodismo, la fotografía, la moda, los museos, el deporte, el baile o los viajes. Y mi pasión cinéfila me ha llevado a educarlos sentimentalmente a través del celuloide, a hacer que vibraran con la carrera de cuadrigas de «Ben-Hur», que entendieran con «Casablanca» que a veces el amor implica el sacrificio de renunciar a él, y que cantasen bajo la lluvia y sonrieran cuando, tras proyectar la famosa escena yo abría un paraguas en clase y tatareaba a lo Gene Kelly. Pero sin bailar.

Como carezco del sentido del ridículo y me gustan las tablas, en el colegio y en el instituto actuaba en las funciones teatrales que dirigían profesores que se chupaban en televisión Estudio 1 y que me contagiaron aquella pasión que, cada verano, religa el pasado con el presente en el teatro romano de Mérida o en el Corral de Comedias de Almagro. En las tragedias griegas y en las comedias y dramas del Siglo de Oro están condensadas las claves de los comportamientos humanos, pues como dijo la joven escritora italiana Andrea Marcolongo en una entrevista en ABC Cultural, «Lo clásico es lo que siempre nos dice algo. No equivale a inútil o antiguo». Sófocles, Calderón y Shakespeare no pasan de moda.

Lo mismo que Italia tuvo como actor morrocotudo a Marcelo Mastroianni y Hollywood a Cary Grant, España ha tenido a Arturo Fernández. Fue un cómico genial, con igual talento para lo dramático que para la risa. Su biografía exitosa, su apostura de dentro afuera, su carisma inmarchitable y su independencia de criterio hicieron que lo repudiasen los sectarios de corazón mugriento. Bah, con su pan subvencionado se lo coman. La excelencia de espíritu, la originalidad y el talento, cuando van unidos en una sola persona son insoportables para las almas achatarradas. Por eso el gran actor gijonés no tuvo los más destacados premios corporativos ni institucionales, aunque abarrotó teatros y escuchó ovaciones y salvas de aplausos tan atronadoras como las de artillería.

Trabajó con complicidad e hizo migas con Paco Rabal, otro galán dentro y fuera del plató, sin que el comunismo del de Águilas y el conservadurismo del de Gijón fuesen un impedimento para una amistad de hormigón armado, porque ambos provenían de otra España, de una época no tan lejana en la que no había escraches sino tertulias, en la que las personas estaban por encima de las etiquetas políticas, y las querencias y afinidades las dictaba el corazón, no el monocultivo ideológico.

Al teatro que inventaron los griegos se suma el cine, ejemplos de las Humanidades, de una forma artística de conocer la fontanería psicológica de las personas y de buscar acomodo en el mundo. Y qué duda cabe que Arturo Fernández fue, a su manera, un humanista, un clásico cuando se abría el telón o sonaba la claqueta, un hombre con unos códigos de conducta en los que la ética se fusionaba con la estética.

Como empecé hablando de Roma termino despidiéndome del actor con el epitafio romano: Sit tibi terra levis. Que la tierra te sea leve.

Y ojalá sea tan verde como los valles asturianos.

Emilio Lara es Historiador y escritor.

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