Las incertidumbres de la era poscoronavirus

El cambio ocurrió con sigilo. El cuerpo humano no puede defenderse porque las alarmas de la invasión suenan con retraso. El coronavirus atraviesa la aduana del cuerpo, el espacio y el tiempo, como lo hace con la membrana ocular, el aparato respiratorio y los órganos que usamos para alimentarnos. Invade casi todos los sentidos y con ello las certidumbres: desde que apareció no hay quien pueda precisar sus alcances.

El COVID-19 interviene el cuerpo humano, lo subvierte, a veces incluso lo desintegra. Por obra suya el cuerpo deja de ser autónomo, lo obliga a concebir nuevas distancias, lo convierte en bomba ambulante, lo reconfigura como una amenaza contra otros cuerpos. Como advirtió Ignacio Ramonet, nos convierte en criminales silenciosos para nuestra propia especie.

Las convenciones del contacto humano difícilmente volverán a ser las mismas. No hay sana distancia sino distancia artificial, una separación impuesta a partir de la desconfianza hacia el otro.

La intimidad está sometida a una prueba injusta porque la proximidad de los cuerpos y los fluidos ha sido limitada. Hoy, los desconocidos se saludan de mano y los amigos se besan al despedirse solo en los filmes y en los programas de televisión.

El 2020 será recordado como el año en que nuestros cuerpos se volvieron digitales; cuando acudimos a la primera fiesta celebrada dentro de una pantalla plana, cuando el cibersexo se puso de moda —incluso entre los más pudorosos— o cuando abuelas y nietos resolvieron la distancia generacional por obra de las plataformas.

Mientras tanto, el COVID-19 se pasea fuera de nuestras casas con una libertad vedada para la mayoría de los seres humanos. Cruzó por mar y por tierra, viajó por avión y por barco, atravesó cuanta frontera artificial los seres humanos habíamos montado.

Este virus iguala porque no discrimina geográficamente: es una enzima paradójica porque crece y reduce, a la vez, las distancias de lo humano. El coronavirus nos ha aportado perspectiva para conceder que, al menos desde hace 60,000 años, somos parte de la misma especie.

Los lugares físicos han sido desertados durante la pandemia: plazas públicas, calles, salas de cine, salones de baile, bares, bibliotecas y escuelas. Y, sin embargo, mientras el espacio tangible entró en cuarentena, los espacios intangibles —públicos y privados— se apoderaron del planeta.

El teletrabajo, la teleeducación, las clases de cocina, el fitness, las lecciones de yoga, los funerales y miles de eventos de la noche a la mañana se volvieron actividades colonizadas por la tecnología digital. Los mercados sin fricción, profetizados hace más de una década por Bill Gates, se masificaron en unos cuantos meses.

Con el coronavirus, no solo la representación del espacio físico cambió para siempre, lo mismo puede decirse de la noción que se tenía del tiempo. La pandemia obliga igualmente a problematizar los relojes.

El primer síntoma de la anomalía fue la descompostura de los rituales cotidianos. Sufrieron disrupción los horarios del sueño, el trabajo y la alimentación, también los dedicados al ocio, los afectos o el deporte; más importante aún es que los eventos definitorios de la memoria de largo plazo —el cumpleaños de la madre, la graduación de la hija, el funeral del abuelo— tengan ya tan poco que ver con las costumbres del pasado.

El COVID-19 vino a confirmar lo que Norbert Elias argumentó hace más de 30 años: el tiempo no es un dato objetivo de la naturaleza. Es un artefacto, un contrato dispuesto para la coordinación humana, y ese contrato, con la pandemia, sufrió averías.

Por obra del coronavirus, la humanidad cruzó un umbral y, desde entonces, no hay regreso. No es la primera vez que sucede: el descubrimiento de América, la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki o la llegada a la Luna son algunos ejemplos de diques temporales impuestos para que el pasado no se desborde sobre el presente.

La pandemia hace lo mismo respecto al futuro: lo aparta del presente. El futuro próximo se derritió ante nuestros ojos. El futuro ha dejado de ser lo que era. “En el largo plazo estaremos todos muertos”, argumentó John Maynard Keynes para criticar algunas tesis de la economía neoclásica. El COVID-19 nos obliga a revisar esta premisa. Mientras en el futuro lejano —una vez que aparezca la cura— las cosas tenderán a ir mejor, el horizonte inmediato promete poco de bueno.

Las expectativas para el crecimiento de las economías nacionales son bajas, industrias como la del turismo, el transporte o la energía sufren lesiones graves, el desempleo anuncia tasas que no se habían visto desde 1929 y miles de cadenas productivas tardarán meses, si no es que años, en reconfigurarse.

“No sabemos lo que el mercado hará mañana, la semana próxima, el próximo mes, el próximo año,” sentenció recientemente el millonario Warren Buffet.

Este no es el fin de la historia sino el principio de otra historia, muy distinta a la que la humanidad solía apreciar porque era predecible; incluso en sus crisis y sus rupturas tendía a ser cíclica y hasta ritual. A partir de ahora, la incertidumbre, en el corto y mediano plazo, acampará sobre el planeta, lo cual despierta preocupación sobre todo porque, ante lo desconocido, tanto la economía como la política son material peligrosamente inflamable.

En cualquier caso, si no queremos permanecer atrapados por un presente que tiene forma de barrranco, el horizonte de las expectativas —pasadas y futuras— merecería la elaboración de nuevos significados y narrativas.

El COVID-19 ha reconfigurado masivamente las fronteras, las del cuerpo humano, las que separan a la especie, los limites de las naciones y las referencias para concebir el tiempo.

La normalidad es una tierra que habremos de reinventar, si es que queremos recuperar certidumbres.

Ricardo Raphael es periodista, académico y escritor mexicano. Su libro más reciente es 'Hijo de la guerra’.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *