A las lágrimas, como a las palabras, les pasa a veces que su dispendio las desnaturaliza. Incluso suele suceder que ese dispendio es tanto que hasta las hace sospechosas. Son, por ejemplo, las lágrimas del asesino que acude en primera fila al funeral de su propia víctima. Una secuencia por otra parte muy propia de nuestro tiempo. A las palabras también si son dispendiosas las amenaza la inverosimilitud. En este mismo diario se contó la predisposición del presidente de Estados Unidos para la lágrima instantánea. Incluso en otro diario se publicó una foto de George W. Bush en la cual una lágrima resbala por su mejilla izquierda. En este caso, no tenían que ser muchas. Una sola, que no la exacta, bastó para orientarnos en la patraña. El llanto en público se ha hecho un asunto de consumo de masas. Diríamos que forma parte del espectáculo. En un programa de televisión, los españoles tuvieron ocasión este verano de asistir a todo un despliegue de este frondoso síntoma de la emotividad más insustancial. Se trataba de hacer ganar a un cantante aficionado entre muchos. Resultó muy interesante observar que al final todo el mundo lloraba. Lloraban el ganador y el perdedor. Eso, sin contar los amigos y los familiares. Lo hacían incluso los miembros del jurado, cosa que me asombró porque me resultaba muy difícil no creer en sus lágrimas, a la vez que no podía entender que todo ese derroche emocional no formara parte del mismo espectáculo. Los reality shows también han exprimido hasta lo inasumible la tentación de algunas personas por la gloria efímera. Se han alimentado y se alimentan del dolor ajeno, además de la ambición de notoriedad, hasta convertir este sentimiento en un material de dudosa consistencia humana.
Hace pocos días, Jacinto Antón en una crónica cultural relataba cómo el miembro fundador de un teatro barcelonés, en un acto de presentación, no pudo acabar sus palabras porque el llanto se lo impidió. "Comenzó a hablar y no pudo seguir. Ocultó la cara entre las manos y comenzó a llorar". Esta precisa descripción debería ser familiar a los lectores. Porque es la que desde hace un tiempo a esta parte a través de los medios de comunicación se prodiga con llamativa periodicidad. Voy a dar un ejemplo. Un jugador de fútbol o de baloncesto o de cualquier otro deporte convoca una rueda de prensa para anunciar la despedida de su especialidad. Se reúnen los periodistas y el personaje en cuestión comienza a desgranar agradecimientos. Enumera las razones de su abandono, y acto seguido se le comienzan a empañar los ojos. La voz se resquebraja. La claridad de sus argumentos se va desvaneciendo ante la acometida de un lagrimeo cada vez más evidente. Algunos de ellos abandonan el intento y no regresan más a la palestra. Otros retornan repuestos del trance y reinician el monólogo con los vestigios en los ojos de un llanto que ha cedido no sin dificultad. No hay ninguna duda de la veracidad de esas lágrimas. No hay planificación en esa imagen desbordante. Pero uno ante ese espectáculo no puede menos que sentirse extrañado (paradójicamente, no emocionado). Extrañamos la falta de recogimiento. Y echamos en falta un acto de decoro hacia sí mismo. Un gesto de reserva. La emoción austera. Ahora bien, que las lágrimas pueden ser motivo de necesaria y fructífera reflexión lo prueba un ensayo que Erich Auerbach dedicó a Manon Lescaut en su canónico Mimesis: la realidad en la literatura. Dice allí el inminente ensayista alemán que las lágrimas comienzan a cobrar importancia en el siglo XVIII como dispositivo narrativo. Son entes autónomos que invitan a redondear el efecto de moda en ese siglo: el erotismo y la sensiblería. En las lágrimas que yo describo no veo ninguna operación de sofisticación artística. Qué más quisiéramos. No creo que ningún pintor ni ningún novelista actual, como nos enseña Auerbach que sucedía en el siglo XVIII, pueda hoy recoger como materia literaria (excepto que los parodie) los lloriqueos impudorosos de la gente que desfila, con la mejor buena fe probablemente, ante las cámaras de televisión. Las lágrimas están de moda. Pero si lo están es porque son rentables para alguien.
Todo esto me hizo recordar algunos trámites de mi vida. Tuve un padre que mantuvo un curioso litigio con las lágrimas. Con las mías y con las suyas. Me tenía prohibido llorar. Si en la calle del barrio donde crecí me enzarzaba a puñetazos con alguien y perdía en la refriega, no podía regresar a casa llorando. El labio partido o el ojo hinchado eran prueba suficiente de la derrota a la que mi padre se resignaba sin reproches. Pero el llanto estaba vedado. Sin embargo, sucedió que muchos años más tarde mi padre acudió a despedirme al puerto de Buenos Aires. El buque enfilaba Barcelona en pleno crepúsculo. Mi padre llevaba puestas unas gafas de sol. Creo que ese día lloró. Pero no quería que yo lo viese. A esto yo le llamaría las lágrimas exactas. Parafraseando a Guy Debord, que a su vez se inspiraba en Feuerbach, podría decirse que las lágrimas de nuestro tiempo son un eco casi caricaturesco del dolor que existe en el mundo, pero que ellas no lo representan nunca.
J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario.