Las lágrimas

En nuestro mundo contemporáneo, las lágrimas se han convertido en la antesala de la verdad. Como parte de la pulsión autoritaria que pretende legislar sobre la intimidad de las personas, no son pocos los que se lanzan sin recato a convencernos de lo que sea a través del uso interesado de sus lágrimas. Aquí, admitámoslo, ya llora todo el mundo. Tan pronto desayunamos con la llantina de una canciller como cenamos con los sollozos de un periodista. El llanto del político nos resulta tan familiar como el desconsuelo de un niño. Hasta tal punto vivimos en un mundo lacrimógeno que la sosería de la verdad ha sido sustituida por la sabrosura de la emoción incontrolable. Lágrimas ya las hay hasta en la sopa. No hay argumento que, para resultar creíble, no venga mojado en el sudor del párpado. No hay opinión pública que no nos llegue, como una vulgar torrija, bien empapadita en llanto. Como en los tiempos en los que la Inquisición interrogaba a los cuerpos (que no mienten) sobre los delitos del alma, nos hemos acostumbrado a asentar nuestros juicios sobre las razones líquidas del ojo antes que sobre la solidez de la evidencia contrastada. Entiéndase bien: el problema no radica en que nos sintamos conmocionados por el llanto ajeno, sino en que hagamos de nuestras cualidades empáticas la piedra angular de nuestros juicios, contribuyendo a la erosión progresiva de lo que nos queda de las viejas virtudes democráticas.

Lágrimas, desde luego, ha habido siempre. Lo que nos pertenece por completo es la teatralidad del llanto, la plañidera profesionalizada, el cocodrilo que se ha reproducido hasta alcanzar la dimensión de especie invasora. En el contexto de esta sensiblería globalizada, en donde la puerilidad ha dejado de ser un defecto para convertirse en una razón de Estado, los llorones han encontrado un nicho adaptativo con el que agarrarse mejor a la ubre que los alimenta. El llanto de algunos ministros ya nos parece tan previsible como el hipo de un niño. Acompañada de la gestualidad icónica de La Pasión, fiel reflejo de la tradición mariana, las caras desencajadas y los gestos contritos han desbordado su cauce religioso para desembocar en un espectáculo de masas en el que cualquiera puede cantarse a sí mismo una saeta.

Se argumentará que no es la primera vez que una sociedad se ahoga en su propio llanto, que lo exhibe sin decoro y lo promueve sin vergüenza. Y es verdad. La novela sentimental inglesa, la misma que ‘madame Bovary’ leyó hasta perder la razón, se medía por su capacidad para hacer brotar las lágrimas del pecho. Lo mismo ocurrió con la ‘Nueva Eloísa’ de Rousseau, una obra literaria que hizo llorar a todo el mundo, incluyendo a figuras tan contrapuestas como madame de Staël o Napoleón. El romanticismo también hizo su parte, y a finales del siglo XIX, la llegada del realismo y del naturalismo a la literatura y a las bellas artes produjo una buena cantidad de obras cuyo objetivo confesado era conmover la conciencia. Lejos de intentar transmitir valores ideales, las artes comenzaron a sentir predilección por la enfermedad, por la pobreza, por el desahucio y la miseria. Como se decía de la ‘Misericordia’ de Galdós, los literatos se lanzaron en tropel a los vertederos del Barrio de las Injurias, allí donde no llegaban ni la caridad ni la policía. Sí. Pero lo que nunca hicieron ni Galdós ni Sorolla, en España, ni Doré o Zola, en Francia, fue mojar con sus propias lágrimas las páginas de sus novelas o las telas de sus lienzos. La denuncia del infortunio no se escribió en primera persona, sino con la firmeza de una voz alejada del mercadeo del pañuelo y del comercio líquido del moco. Ese fue el legado que el infinito Goya legó al mundo: la necesidad de representar el dolor ajeno sin sucumbir a la piedad o dejarse llevar por el odio. Este tipo de justicia que, en toda puridad, podría llamarse poética, mantiene los ojos bien secos. Los abre, sí, pero no para presumir de la delicadeza de la propia fibra, sino para dar testimonio de aquello a lo que nadie quiere mirar. Lejos de la sensiblería o del resentimiento, el pintor español proporcionó al mundo una forma sobria y reiterativa de denuncia que no podía hacerse depender ni del rencor ni de la pena.

La característica central de nuestro llanto contemporáneo es la exhibición impúdica de la emoción incontrolada, ya sea propia o ajena. A la manera del jardín de infancia, en donde los pequeños lloran al unísono, las nuevas hermandades de sufrientes han ido formándose a través de acciones ritualizadas, apoyadas muchas veces en la estigmatización del disidente, que puede con facilidad ser tachado de psicópata o insolidario. Hemos pasado de tratar a los niños como adultos a dejar que los adultos se comporten como niños. Esta nueva puerilidad de la vida pública podría llegar incluso a tener gracia si no fuera por las consecuencias que se siguen de sustituir la ciencia de los hechos por la retórica del sentido íntimo.

En primer lugar, el llanto generalizado resta visibilidad y credibilidad a quienes en verdad requieren ayuda o demandan justicia. O bien los ignoramos por entero o les obligamos a disfrazar sus cuitas en burdos aspavientos y quebrantos. De esta manera, a la dificultad de no dejarse engañar por las cualidades interpretativas del falsario, se suma la todavía más difícil tarea de no desdeñar las razones de quien ya no es capaz de articular palabra. En segundo lugar, pero no menos importante, el lloriqueo social generalizado produce el efecto perverso de anteponer la compasión (a veces también el odio) a la justicia. Hemos llevado las emociones a tal extremo que nuestras creencias ya no dependen de la presentación y el examen de evidencias, sino del número y cualidad social de quienes se sienten concernidos. A la manera de las formas punitivas medievales, ridiculizadas con sabiduría por Cervantes, la cuestión que se dirime no tiene por objeto la restitución del daño ajeno, sino la exaltación de la grandeza y generosidad del corazón propio, del caballero andante dispuesto a romper una lanza por un galeote, una doncella presa o un cautivo, ya sean sus males reales o imaginarios. Tiene razón la pastora Marcela, a quien don Quijote trata de doncella menesterosa, de no dejarse perturbar por las lágrimas (seguro que sinceras) de los amigos de Grisóstomo. El llanto de perro ha servido desde siempre para solicitar favores o pedir licencias, pero en tanto que expresión de un estado emocional que puede estar perfectamente equivocado, ni puede ni debe compararse con el juicio apoyado en la búsqueda crítica de evidencias.

Javier Moscoso es filósofo.

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