Las lecciones del caimán (y 3)

En un país normal, políticamente menos infantil y más maduro, podríamos aprovechar la desaparición de Santiago Carrillo para iniciar dos reflexiones ineludibles en los tiempos que corren. La fragilidad de la izquierda y las peculiaridades de su formación. O lo que es lo mismo, su falta de textura política, de experiencia, de rigor.

Me remitiré a Santiago Carrillo, a quien el tiempo ha acabado considerando una especie de paradigma de la transición. ¿Cuál es la experiencia política de Santiago Carrillo cuando se convierte en un ciudadano en libertad vigilada en enero de 1977, tras su vuelta a España? Experiencia política, ninguna. Ya sé que a más de uno le sorprenderá la rotundidad de la afirmación. Pero no es lo mismo ser un revolucionario profesional, un comunista clandestino, un agente de la Internacional, un militante riguroso, que ser un político. La política, oficio hoy en el fango, pero no menos que el de ser banquero y no por ello lo decimos todos los días con la misma fuerza. La política, digo, exige talento, mano izquierda y mano derecha, saber escuchar, capacidad de mando, sentido de la organización, transigir hoy para imponerte mañana, en fin, un puñado de elementos dirigidos hacia un objetivo incontestable: alcanzar el poder.

Santiago Carrillo nace a la vida política en la revolución asturiana de 1934 que trastoca absolutamente a su partido, que es el de su familia, el PSOE, y su sindicato que es la UGT y a sus Juventudes Socialistas en las que tiene peso. Inmediatamente se casa en plena vorágine con Chon, Asunción Sánchez. La ignorancia carroñera ha sacado ahora del armario a Chon, una militante con la que Carrillo tiene una hija, Aurora, que morirá muy niña en la Unión Soviética porque ni su padre ni su madre se pueden ocupar de ella. Situémonos en la historia y dejemos de imaginar pendejadas. De la revolución de octubre astur se pasa a las elecciones de febrero de 1936, la tensión política sube de grados y llega la Guerra Civil y la derrota. En el verano de 1939, Carrillo ni está para Chon ni está para su hija, es un joven en punto muerto. Ha escogido el Partido Comunista, aún existe la III Internacional y él ve su carrera de dirigente absolutamente truncada porque su padre, Wenceslao, ha sido una de las piezas clave del golpe del coronel Casado y Julián Besteiro, en los estertores del Madrid republicano. Hará la carta más brutal que un hijo puede hacer a su padre, y la escribe no para su padre, sino para la KIM, la Internacional Juvenil Comunista.

¿Alguien imagina 1939, en París, a punto de empezar la II Guerra Mundial, en el clímax del dogmatismo estaliniano, cuando un simple desliz podía costarle la vida, que Carrillo estaba para Chon y para su hija enferma? Él era ya un profesional de la revolución, o eso creía. La niña la manda a Moscú y se separa de Chon sin mayores contratiempos; una mujer hermosa, con graves problemas de corazón, que se casará con otro militante comunista, huirá de Francia y morirá en Cuba, antes de la época de Fidel, se entiende. (Como la gente ha perdido las coordenadas del tiempo hay que explicarlo todo.) Enrique Líster, el cantero gallego que llegó a general republicano, creía saber que Carrillo la había estrangulado con sus propias manos y la había enterrado en el jardín de su chalet parisino. Hay quien ha vuelto a repetir tamaña idiotez.

La clandestinidad, el viaje a América del Sur, la vuelta para liquidar a Jesús Monzón y su invasión de la Vall d’Aran, cómo liquidar la guerrilla y ascender siendo hijo del traidor Wenceslao Carrillo, líder del PSOE. Hasta 1956 que se estabiliza, es un decir, la vida política interna del PCE y Santiago Carrillo y Fernando Claudín liquidan a la vieja guardia, conservando y cultivando con todo tipo de cariños y complacencias a “la madre” –apelativo que utilizaban los dos compadres para referirse a Dolores Ibarruri, Pasionaria– todo es un fluir de inseguridades.

Santiago Carrillo no tiene más experiencia política que la que le otorga el Partido Comunista, clandestino, reprimido hasta el crimen de Estado. No trata a ningún dirigente que no sean sus colegas, ayunos de todo, desde cultura a experiencia. Hay muchas cosas que contar y mucha ignorancia que corregir. Carrillo nunca habló con Stalin. La única vez que le vio de cerca fue en octubre de 1948, cuando la plana mayor del comunismo soviético –Mólotov, Voroshílov y Súsuslov– acompañaron a Stalin en una audiencia que concedió a una delegación del PCE. Sólo tuvieron derecho a asistir tres; Dolores Ibarruri, Francisco Antón, a la sazón pareja de hecho de Dolores, y Santiago Carrillo, responsable del trabajo hacia el interior de España desde París. Es impensable que hablara alguien que no fuera Pasionaria, a la que hubo de traducir porque no sabía ruso. Stalin les repitió en su tono monocorde la palabra tarpenie, tarpenie (paciencia, paciencia), como recordaba Carrillo, a quien de verdad lo único que le llamó la atención, y que contaría admirado a su amigo Claudín, es que el gran Stalin era aún más bajito que él.

Luego vienen las peleas internas, el conflicto con Semprún-Claudín y algo antes la reconciliación nacional. ¿Cómo no iba a plantearse la reconciliación nacional si la mayoría de los nuevos comunistas que se acercaban al partido eran hijos de los vencedores de la Guerra Civil? Había que estar ciego para no entender que aquel régimen inicuo estaba perdiendo el futuro. Pero el franquismo, esa edad del cólera, duraría muchísimo. Cuarenta años. Fíjense en este detalle significativo. La transición, que apenas duró siete años, se engrandece, produciendo un efecto óptico que condiciona su historia hasta hacerla inmensa, mientras que el franquismo –cuatro décadas que condicionaron la transición de manera absoluta–, ahora se hace pequeño, pequeño, como un accidente. Ahí es donde está la madre del cordero.

Carrillo, como Adolfo Suárez, como Fraga, como tantas otras figuras menores, por razones diferentes, tampoco tenían mucha idea de lo que era “hacer política”. Pasar de la ilegalidad a la vida democrática no es como un bautismo, requiere talento, madurez. Tarradellas, que acumulaba alguna experiencia en eso de “hacer política”, afirmaba que en política se podía hacer de todo menos el ridículo. Es hermosa la idea, pero errada. En política, como en todo, se puede hacer el ridículo con la mayor de las impunidades. Incluso que te aplaudan. Luego cuando fracasas, saldrán “los plumas” para asegurar lo que ellos ya sabían y no dijeron. Pero no se engañen, estos golfos son muy parecidos a aquellos de otrora, tanto, que a veces contemplo manifestaciones patrióticas y estoy viendo las “carlistadas” que se montaban en Montejurra, con lemas más o menos parecidos.

Pasar de un partido clandestino al juego democrático exige dos condiciones. La primera es la rapidez. La vida política exige atención y rapidez de movimientos y respuestas. La clandestinidad tenía todas las desventajas menos una; podías tomarte tu tiempo. Carrillo fue maestro en eso. La segunda es el lenguaje colectivo, no sólo el trabajo en grupo, sino la diversidad asumida. Los partidos españoles, ¡todos!, no tenían ninguna experiencia de la diversidad. Toda divergencia era como una amenaza. Carrillo carecía de experiencia política. Se había formado como dirigente en un partido cerrado que apenas admitía la discusión interna y si lo hacía era en tono menor, sin público. Y sin público no hay vida política digna de tal nombre.

Y así estamos, huérfanos de pasado y de profesionales. Me atrevería a decir que nuestra vida política exige un rescate más imprescindible socialmente que el de la banca. (Pido disculpas a mi viejo amigo Ángel Viñas por bautizarle David en mi último artículo. Se me debió cruzar el cable con el historiador argentino recién fallecido. La última vez que hablé con Ángel, largo y tendido, fue en la primavera de 1977, y ¡ay! los nombres se van con la falta de hábito. La memoria conserva apenas los apellidos.)

Gregorio Morán

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