El Brexit ha desterrado la creencia fundamental de que el proyecto de integración europea era irreversible, y la presidencia de Trump ha socavado la supuesta indestructibilidad de la Alianza Atlántica. Las antiguas rivalidades entre las grandes potencias han vuelto con fuerza. La democracia y el libre comercio se han visto amenazados por China y Rusia, e incluso por Estados Unidos. A la emergencia climática global se han sumado la pandemia de covid-19 y la “guerra de las vacunas” haciendo aflorar la crisis. ¿Nos encontramos hoy en un punto de inflexión? Y en tal caso, ¿qué podemos aprender de los llamados “años bisagra” (1988-1992), en los que el sistema internacional experimentó una imprevista y profunda transformación?
Todos conocemos la historia de 1989: la revolución pacífica, la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania y de Europa. Pero este desenlace era todo menos previsible. Lo que esperábamos era que la Guerra Fría concluyese con un big bang nuclear. Sin embargo, cuando se cumplía el bicentenario de la Revolución Francesa, de la noche a la mañana, el ancien régime comunista fue barrido por una ola. El bloque soviético, que había permanecido congelado en el tiempo desde la década de 1940, se derritió. Los Estados satélites soviéticos experimentaron una transformación económica y política total, y, con ayuda de Occidente, se propusieron hacer viables y sostenibles nuevas democracias. En un año, el mapa de Europa fue redibujado por completo.
Entonces, igual que ahora, el liderazgo fue clave. Hace 30 años, los líderes mundiales consideraron que, en su búsqueda de estabilidad, el cambio se debía dirigir adaptando y reinventando las estructuras y las instituciones existentes, y sobre todo, a través de una acción coordinada. Fue así con Bush, Gorbachov, Kohl y Deng, y también con Walesa, Havel y Yeltsin, recién elegidos democráticamente en el Este.
El 4 de junio de 1989 fue un día histórico en el que se celebraron las primeras elecciones libres en Polonia desde la década de 1930. Pero esta fecha también tuvo una importancia crucial en Asia, ya que fue el día del sangriento aplastamiento por el régimen comunista chino de la protesta estudiantil en la plaza de Tiananmén. Hubo dos salidas diferentes de la Guerra Fría, y esta dualidad (pos-Muro y pos-Plaza), más que ninguna otra cosa, ha acabado conformando nuestra época.
Es curioso que, a finales de la década de 1980, casi nadie en Oriente o en Occidente previera o imaginara la disolución del bloque soviético, y mucho menos la desaparición de la URSS. En aquella época, la mayoría de los pronósticos vaticinaban el llamado “siglo del Pacífico”. Pero esto no se refería a una China todopoderosa; la mayoría de académicos, analistas y responsables políticos temían el inexorable ascenso de Japón, pero el país del sol naciente no cumplió con estas expectativas.
La caída de la Unión Soviética y el hundimiento de Japón, en un estancamiento económico prolongado, reforzaron la posición de quienes proclamaban el “poder unipolar” de EE UU y el “final de la historia”. Pero en 1992, el presidente estadounidense que había sacado a su país y al mundo de la Guerra Fría con tanta cautela y proclamado un “nuevo orden mundial” fue apartado del poder cuando el país entró en recesión.
Fue entonces cuando China inició su ascenso como megapotencia mundial. El régimen comunista, que había sobrevivido a lo que eufemísticamente se llamó “el incidente Tiananmén”, consiguió recuperar el control, y la economía empezó a despegar. La reinvención de la República Popular China fue espectacular: dejó de ser un país maoísta aislado y en desarrollo y se convirtió en un centro neurálgico comunista-capitalista autoritario de alcance mundial. La peculiar vía china para salir de la Guerra Fría colocó a ese país en un lugar más importante, tanto desde el punto de vista económico como geoestratégico, que el de Japón.
Ni siquiera la Rusia postsoviética se ajustó a la cómoda idea de Washington de que el mundo iba a evolucionar a imagen y semejanza de EE UU. Con Yeltsin, Moscú buscó una “asociación”, incluso una “alianza” con EE UU y la OTAN, pero desde el principio procuró establecer lazos más productivos con Pekín. La perspectiva de ser un mero apéndice oriental del club euroatlántico siempre era una afrenta al orgullo ruso. La aserción de una fuerte identidad nacional rusa y la condición de gran potencia del país son temas que han aflorado con contundencia bajo el Gobierno de Putin, pero es algo que ya carcomía las relaciones entre Rusia y los países occidentales a principios de la década de 1990.
¿Qué tuvo de notable la transición de 1989? En primer lugar, a diferencia de lo que ocurrió en 1648, 1815, 1918 y 1945, el mundo hace 30 años salió de la Guerra Fría sin un conflicto abierto, y esto es verdaderamente digno de mención. En segundo lugar, esa transición pacífica solo fue posible gracias a la relación de cooperación, en gran medida, que surgió entre un grupo de hombres y mujeres de Estado que interactuaron como aliados. Ellos establecieron un compromiso constructivo con sus antiguos enemigos del otro lado del telón de acero para forjar, a través de una diplomacia sólida, unos pactos que permitirían construir un mundo mejor.
Hoy en día, la hegemonía estadounidense está debilitada y el liderazgo coordinado parece una tarea casi imposible. Sin embargo, aunque resulte aparente que está en declive el orden internacional surgido tras la caída del Muro, está claro que China, a pesar de sus ambiciones, no tiene la menor intención de asumir pesadas cargas y responsabilidades internacionales. Del mismo modo, la Unión Europea sigue teniendo dificultades para afirmarse y hablar con una sola voz. El resultado podría ser, por tanto, un vacío de poder extremadamente problemático que complicará y volverá más difícil la gestión de futuras crisis.
La esperanza reside en que se pueda restablecer el liderazgo y la confianza que fueron tan decisivos para el final sin conflicto de la Guerra Fría. Teniendo en cuenta el evidente desorden mundial en el que vivimos —debido a las crisis sanitaria y climática planetarias, y el importante cambio tecnológico que impulsa la masiva digitalización—, este reto exigirá de los Gobiernos mucho valor, humildad e imaginación. Promover el diálogo clásico con un espíritu de cooperación debe ser sin duda una parte del panorama. Ahora bien, establecer otra clase de relaciones, construir cadenas de suministro sostenibles y aprender a gestionar los flujos creados por el efecto red debe ser otra.
Está por ver si los responsables políticos de hoy y los del futuro podrán estar a la altura de los logros de la gestión de crisis, tan creativa como cooperativa, que acometieron Bush, Gorbachov y Kohl. Pero de lo que no cabe duda es de que el mundo necesita un grupo excepcional de líderes. Su reto consistirá en forjar un nacionalismo cívico que deje claro que, cuando se buscan soluciones innovadoras en un mundo en rápido cambio, llevar la iniciativa para garantizar una acción colectiva redunda en el interés nacional de todos.
Kristina Spohr es profesora de Historia Internacional en la London School of Economics y en la Universidad John Hopkins. Su último libro es Después del Muro: La reconstrucción del mundo tras 1989 (Taurus). Traducción de News Clips.