Las lecciones que aprendí sobre la pena de muerte

Sujeta piernas de la camilla en la habitación de ejecuciones en la Penitenciaría del Estado de Oregon, en Salem Rick Bowmer/Associated Press
Sujeta piernas de la camilla en la habitación de ejecuciones en la Penitenciaría del Estado de Oregon, en Salem Rick Bowmer/Associated Press

En mi carácter de superintendente de la penitenciaría del estado de Oregon, me encargué de planear y llevar a cabo las únicas dos ejecuciones que se han realizado en los últimos 54 años. Solía estar de acuerdo con la pena de muerte, pero he cambiado de parecer.

Nací y crecí en el sur segregado. Tenía 13 años cuando lincharon a Emmett Till por “coquetear” con una mujer blanca. Recuerdo cómo se levantaron los cristianos negros y expresaron su esperanza de que atraparan y colgaran a sus asesinos. En ese entonces, la muerte me parecía un castigo razonable, la única respuesta adecuada para alguien que se atrevía a violar con tal descaro las normas de la sociedad.

Años después, cuando era un joven oficial de policía, perdí a un amigo cercano, John Tillman Hussey, y a un primo, Louis Perry Bryant, quienes también eran oficiales de policía, a manos de criminales que intentaban evadir el arresto y a quienes asesinaron al estilo ejecución. Recuerdo que cuando ejecutaron a uno de sus asesinos, sentí que se había hecho justicia.

En 1994, durante mi entrevista para el puesto de superintendente, me preguntaron si estaría dispuesto a realizar una ejecución. Mi respuesta fue afirmativa. Aunque Oregon no había ejecutado a nadie en décadas, la pena de muerte formaba parte del sistema penal de justicia, así que debía estar preparado para todas las tareas que podrían encomendarme como parte de mis funciones.

Poco tiempo después, se me ordenó ejecutar a dos prisioneros de la penitenciaría, Douglas Franklin Wright y Harry Charles Moore. A Moore lo sentenciaron por haber matado a su media hermana y su exesposo, y declaró que promovería acción legal en contra de cualquiera que intentara suspender su ejecución. A Wright lo sentenciaron a muerte por haber matado a tres vagabundos. Después admitió haber matado a un niño de 10 años. También él renunció a sus apelaciones.

Independientemente de sus delitos, el hecho de verme involucrado en sus ejecuciones me obligó a analizar más a fondo los sentimientos que despertaba en mí la pena capital. Después de mucho reflexionar, me convencí de que solo había dos opciones a nivel moral: o bien, la vida era sagrada, o no lo era. Yo quería que fuera sagrada.

No pude descubrir qué bien hacía la ejecución para mejorar la seguridad pública. A pesar de que quienes apoyan la pena de muerte sugieren que esta tiene poder de disuasión, un informe que publicó en 2012 el Consejo Nacional de Investigación reveló que las investigaciones “no arrojan ninguna información que indique si la pena capital disminuye la tasa de homicidios, la aumenta o no tiene ningún efecto sobre ella”.

Estaba convencido de que la pena capital era un total fracaso como política, pero aun así debía cumplir con mi trabajo. Así que me reuní con mi equipo y les expliqué mi postura. Dejé en claro que cualquiera que sintiera una oposición similar podía negarse a participar en la tarea encomendada. De acuerdo con la política del estado, ayudar en las ejecuciones era una actividad voluntaria para todos, con excepción del superintendente. De cualquier forma, todos los empleados a quienes se les solicitó colaborar decidieron hacerlo para corroborar que el trabajo fuera profesional.

Soy un veterano de la era de Vietnam y como oficial de policía profesional recibí capacitación para manejar situaciones de vida o muerte, al igual que muchos de mis colegas. Nos propusimos cumplir con nuestras responsabilidades y respetar, en lo posible, la dignidad de todos los involucrados.

Comencé a sentir el peso de la tarea cuando empezaron los ensayos para las ejecuciones. Los equipos ensayaron por más de un mes. Cada semana realizamos un “simulacro” completo de la ejecución.

La carga se intensificó durante las ejecuciones, que se llevaron a cabo en un intervalo de ocho meses, y no se aligeró sino mucho tiempo después de concluidas estas. No me es posible describir la ansiedad que experimenté ante la posibilidad de que el procedimiento fallara. No sabía con certeza cómo lidiarían con la situación mis subordinados. Se trataba de las primeras ejecuciones que se realizaban en Oregon en más de tres décadas. Eran las primeras ejecuciones realizadas en Oregon en las que se administrarían inyecciones letales. Yo era el primer superintendente negro que tenía la Penitenciaría del estado de Oregon. Tantas situaciones que ocurrían por primera vez podían combinarse y dar resultados muy negativos con un solo error de mi equipo.

Planear una ejecución es algo surreal. Durante los últimos días de un prisionero, los empleados deben mantener al sentenciado bajo vigilancia las 24 horas del día, entre otras cosas para garantizar que no se haga daño ni se suicide, pues privaría al pueblo de Oregon del derecho de hacerlo. Puedo entender la lógica administrativa de esta realidad, pero eso no hace la experiencia menos extraña.

Durante la ejecución en sí, los funcionarios de la correccional son responsables de todo, desde sujetar los tobillos y las muñecas del prisionero a la camilla, hasta administrar las sustancias químicas letales. Uno de los sentenciados pidió que se le ajustaran las correas de las muñecas porque le lastimaban. Una vez que las ajustamos, me vio a los ojos y me dijo: “Sí. Gracias, jefe”.

Después de cada ejecución, algunos miembros del personal decidieron que no querían que se les volviera a solicitar realizar esas funciones. Otros no dijeron nada, pero comenzaron a buscar empleo en otra parte. Algunos me comentaron que tenían dificultad para dormir y me preocupaba que pudieran desarrollar síndrome de estrés postraumático si se veían obligados a participar de nuevo en una ejecución.

Todos habíamos pasado muchas horas planeando la muerte de dos personas y concretando esas acciones. Cuando el Estado ordena la muerte de una persona lo hace de manera premeditada y calculada, y es inevitable que algunos de los involucrados se conviertan en daños colaterales. Lo he visto. Es difícil no renunciar a parte de tu empatía y humanidad cuando ayudas a matar a otro ser humano. Los efectos son predecibles: uso de drogas, abuso del alcohol, depresión y suicidio.

Sin embargo, el trabajo se hace, sin importar los remordimientos ni el costo. Así se espera que funcione. La pena capital sigue desgastando ahí donde la sociedad no puede ver.

El ciudadano promedio nunca verá a los ojos a un prisionero a quien van a ejecutar, nunca administrará una inyección letal ni declarará la hora de muerte frente a observadores y reporteros. Sin embargo, todos llevamos a cuestas la carga de una política que ni siquiera ha demostrado mejorar la seguridad del público y se mantiene en vigor aunque existen alternativas razonables.

Me siento optimista porque Oregon ha impuesto una moratoria a las ejecuciones y no se ha realizado ninguna en el estado desde las que me tocó supervisar. En las últimas décadas, también ha disminuido el número de ejecuciones en todo el país, de 98, la cifra más alta registrada en 1999, a 15 hasta el momento este año. No obstante, todavía existe la sentencia a muerte.

Desde que me retiré de las correccionales en 2010, mi misión ha sido persuadir a todos de que la pena capital es una política que no funciona. Estados Unidos ya no debería tragarse el mito de que la pena capital desempeña un papel constructivo en nuestro sistema penal de justicia. Será difícil poner fin a la pena de muerte, pero hacerlo nos convertirá en una sociedad más sana.

Semon Frank Thompson, fue superintendente de la penitenciaría del estado de Oregón, desde 1994 a 1998. Una entrevista a él aparecerá proximamente en Death: An Oral History.

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